Por José Carlos García Fajardo*
Los políticos se llenan la boca con la palabra “Estado”, como si ese concepto fuera equivalente a justicia, libertad, solidaridad, bondad o armonía. El mundo antiguo no conoció las “fronteras”, como las entendemos desde el Renacimiento. Ese concepto era tan abstruso y carente de sentido como para muchos pueblos la “propiedad de la tierra”. Entre los pueblos que ocuparon las tierras de los romanos, no se daban reyes de territorios, sino de gentes: de los lombardos, de los francos, de los godos. Eran itinerantes y regulaban el disfrute de las tierras en beneficio de las familias, los clanes y de la comunidad. Por eso no tenían templos. Sus dirigentes supremos eran elegidos y se mantenían en el poder bajo el entendimiento de que serás rey mientras actúes rectamente, cuando dejes de hacerlo, dejarás de serlo. No había necesidad de “destronarlos”. Cuando un rey caía cautivo ya no obligaba ni representaba a nadie. Su derrota y la cautividad eran como si les hubieran rapado el pelo o mesado la barba, pruebas evidentes de que la protección divina ya no estaba en ellos. Cuando los nobles elegían a un rey le recordaban “cada uno de nosotros vale tanto como tú y que todos juntos podemos más que tú”.
El limes de Roma llegaba hasta donde acampaban sus legiones e imponían su poder. La Ilustración, las revoluciones sociales y políticas abrieron otros cauces de participación del pueblo en las tareas del estado, aunque la codicia de algunos condicionaba esa participación a una determinada renta, o condición.
El concepto de “estado” surge con el estado moderno, y con el sometimiento a un poder soberano. La razón de Estado fue un invento de los aduladores de los príncipes para oponerlo al de una pretendida ley divina encarnada en un poder terreno; y sobre todo para mantener sujetos a los pueblos que ni soñaban con saberse ciudadanos. Pero hoy sabemos que no son los dirigentes elegidos por el pueblo quienes gobiernan nuestros estados sino los poderes financieros que se sirven de ellos como de peones.
La Unión Europea es un ejemplo de la obsolescencia del concepto de estado y la necesaria participación y convivencia de los ciudadanos de las diferentes regiones, latitudes y pueblos. Partidos políticos obsoletos y manipulados, sindicatos a costa del Erario, confesiones religiosas en la nómina estatal, medios de comunicación fagocitados por intereses espurios y una despótica propaganda que abusa de las nuevas tecnologías para idiotizar a las gentes que, como en Grecia los idiotez, no participaban.
Vivimos bajo la férula de intereses transestatales que actúan como cómitres con sus rebenques.
Ante los desbarajustes sociales y económicos, producidos por un modelo de desarrollo que idolatra al mercado, muchos se preguntan si el caos no viene precedido por la decadencia de Occidente. Pero lo que ha dejado de existir es Occidente como realidad y como referente. Todos estamos interrelacionados y somos responsables unos de otros, y no sólo dependientes.
El concepto de mundialización, en cada época se corresponde con su concepción del mundo y con el alcance de su fuerza apoyada en las tecnologías del momento para acaparar materias primas, recursos y más locura en su carrera hacia la desintegración del sistema, por alienación de los ciudadanos. Es la desazón de la velocidad dentro de un laberinto.
Pero el pueblo no sufre eternamente. Al poderío hegemónico de tantos déspotas sucederá una verdadera convulsión cuyos signos ya se analizan con estupor. Es ensordecedor el silencio de súbditos embobados por el panis et circenses; como lo fue por el alienante concepto de una recompensa ultraterrena, más lacerante cuando no iba apoyada en la justicia, en el amor y en la felicidad de saberse responsables solidarios unos de otros.
El imperialismo que padecen millones de seres no aporta más novedad que los avances tecnológicos. La enajenación por el tener sobre la conciencia de ser se anuncia como una implosión regeneradora, porque ha alcanzado la linde del no-retorno. Cuando se ha perdido el sentido de vivir y que no hay nada que perder, muchos se hacen bomba que camina y se arrojan en el terror como protesta.
Para quienes apostamos por otra mundialización alternativa, sostenida por una conciencia planetaria, se vislumbra la luz generadora de un nuevo amanecer, más humano, más justo y armonioso con la riqueza de convertir el tiempo en un espacio que definimos con nuestra presencia. Una ética mundial exige una nueva mentalidad que nos haga recuperar el sentido de las cosas, de las personas y de nosotros mismos. La llamaremos armonía, justicia y solidaridad, dentro de una experiencia general de libertad.
*Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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