Por Tankar Rau-Rau Amaru
Hace pocos días se nos fue uno de los principales exponentes del boom de la Literatura latinoamericana, el escritor Gabriel García Márquez, más conocido como Gabo. Con motivo de su partida, la prensa volvió a ocuparse de la célebre novela Cien años de soledad y de otros libros del autor colombiano. Dicen —y quizás con acierto— que Cien años de soledad es el libro más importante después del Quijote porque revolucionó, real pero maravillosamente, la Literatura en el último siglo.
De Cien años de soledad, el andahuaylino José María Arguedas escribió: “…ese García Márquez se parece mucho a doña Carmen Taripha, de Maranganí, Cusco. Carmen le contaba al cura, de quien era criada, cuentos sin fin de zorros, condenados, osos, culebras, lagartos; imitaba a esos animales con la voz y el cuerpo. Los imitaba tanto que el salón del curato se convertía en cuevas, en montes, en punas y quebradas donde sonaban el arrastrarse de la culebra que hace mover despacio las yerbas y charamuscas, el hablar del zorro entre chistoso y cruel, el del oso que tiene como masa de harina en la boca, el del ratón que corta con su filo hasta la sombra; y doña Carmen andaba como zorro y como oso, y movía los brazos como culebra y como puma, hasta el movimiento del rabo lo hacía; y bramaba igual que los condenados que devoran gente sin saciarse jamás; así, el salón cural era algo semejante a las páginas de Cien años de soledad… aunque en Cien años de soledad hay sólo gente muy desanimalizada y en los cuentos de la Taripha los animales transmitían también la naturaleza de los hombres en su principio y en su fin”.
García Márquez y Arguedas, ¡grandes creadores de esta América nuestra!
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La primera vez que pronuncié la palabra “escritor” fue a los ocho años de edad, en la escuelita de mi pueblo natal. Al profesor de aula se le ocurrió ese día preguntar por nuestra vocación, y mis compañeros respondieron, ¡sueño inocente de niños!, yo seré profesor, yo seré doctor, yo seré policía. Nadie dijo yo seré campesino, yo seré ganadero, como ocurrió después. El profesor sonreía ante cada respuesta, y preguntando uno tras otro llegó a mi lado y me preguntó con su voz de sargento: “Y tú, ¿qué vas a ser cuando seas grande?”.
Un frío de invierno penetró hasta mis huesos, nunca había pensado en lo que sería de grande porque a esa edad uno solo piensa en jugar, pero me acordé de un tal Arguedas, saqué valor de algún lado y respondí: “Yo seré escritor”.
El profesor se sorprendió con mis palabras, me miró —muy serio— de pies a cabeza como a un extraño insecto y me espetó una frase demoledora: “¿Y cuándo has visto a un escritor con ojotas?”.
La carcajada de los alumnos y del profesor sigue sonando, persistente, en mis oídos, como el tambor que anima la marcha triunfal de un soldado. Y yo, después de muchos años, respondo a mi profesor con mi suave risa de niño con ojotas porque ya van seis libros publicados y diez en camino. Por eso les digo a los niños con ojotas de todos los pueblos: “La voluntad es el supremo motor que mueve al mundo, ¡nunca se rindan!”. Además, soplan nuevos vientos, porque en un país vecino otro niño con ojotas llamado Evo gobierna con asombrosa habilidad y varios Premios Nóbel tienen apenas primaria completa.
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Volvamos ahora a García Márquez, el centro de nuestro homenaje. Gabo tenía todo un mundo dentro por haberlos recorrido observando, primero, con ojos acuciosos de periodista, luego interpretándolo en Cien años de soledad con su extraordinaria capacidad de artista. Es que el escritor es una esponja que absorbe, con la sensibilidad de un niño, ciudades y pueblos enteros con sus calles y sus gentes, y bosques exóticos con su bullicio descomunal y sus cataratas, para irlos pintando con palabras en páginas que han de leer los hombres de estos y los venideros tiempos. Para quienes hemos asistido al banquete de imágenes de pesadilla y ensueño de ese libro maravilloso, Macondo realmente existe, tan igual que Comala, donde una estirpe de fantasmas vivientes aman y lloran, gozan y sufren durante cien años, y sueñan con cambiar el mundo con guerras que sacuden el sueño de los pájaros y se acaban como por un encantamiento, y hombres que se desplazan en los bosques como hormigas de metal sin saber que la existencia es solo un suspiro de unos breves días.
Sé que a muchos de sus lectores nos ha sucedido lo mismo: después del banquete hemos quedado en un estado de sonambulismo y nos hemos sentido pobladores no registrados de ese pueblo llamado Macondo. En mi caso, después de leerlo (tenía yo unos diecisiete años) pensé que ese libro había sido escrito por un poderoso brujo de la comarca, de esos magos que crean maravillas de la nada, y me acordé de mis tiempos de pastor de ovejas en que, aún pequeño, cortaba con el acero la cola del Amaru para evitar los relámpagos, o cuando, pescando en el río Chicha, lograba sacar una trucha del tamaño de una sirena, con una raya roja en el medio y una boca que terminaba en punta, y unos ojos redondos y severos que me miraban desde el otro lado de la vida. O cuando, ya más grande, en carnavales, recorría montado en un caballo enano los pueblos de Autama, Atihuara y Paucaray solo para escuchar cantar a una muchacha que nunca supo de mi existencia.
En fin, Gabo —un escritor extraordinario— fue esa luciérnaga veloz que pasó por la noche de los tiempos dejando brillar su luz instantánea. (24/04/2014)
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