José Carlos García Fajardo*
Las agresiones a los padres, en más de la mitad de los casos, no se limitan a ser verbales o psicológicas. Son físicas. Aunque está lejos de la violencia de la que son objeto las parejas, ya suponen el 22% de los casos atendidos por un programa municipal para afectados y agresores con gran éxito en la capital de España.
Ante un problema social, lo mejor es plantearlo bien y atrevernos a llamar a las cosas por su nombre. Que la preocupación por la violencia de género no nos haga olvidar las agresiones psíquicas y hasta físicas a las personas mayores en sus hogares o en residencias o de aquellas que sufren algunos hombres por sus mujeres o la que sufren los padres por sus hijos.
Los padres suelen tomar conciencia de que van perdiendo el control sobre sus hijos a partir de la preadolescencia, cuando estos tienen más capacidad de hacer daño físico y son más autónomos. Cuestionan normas, horarios, la autoridad. El desencadenante puede ser el rendimiento en el colegio, el absentismo escolar, peleas, la falta de respeto a los profesores, la separación de los padres o sus desavenencias y la mutua falta de respeto.
El conflicto suele gestarse en la infancia y aumenta hacia formas más peligrosas. El agresor utiliza la violencia para ejercer el control y el poder sobre los demás porque ha aprendido que así obtiene lo que desea. No hay más que ver las llantinas y pataleos de tantos niños a las salidas de los colegios si no les llevan lo que ellos prefieren en lugar de la tradicional merienda. A estos chicos desde pequeños, en sus casas, les preguntan “¿Qué quieres para merendar, cariño?” O de postre, o de cena, o de desayuno. No puedo imaginar a mi madre ni a mi mujer haciendo semejantes preguntas. Se come lo que te ponen delante. Igual que aprendes a no dejar nada en el plato y a celebrar el esfuerzo que supone conseguir y preparar esos alimentos. Pues no, hay muchos padres que dicen erróneamente: “Pobres, ya tendrán tiempo de pasar privaciones, que aprovechen ahora.” Hacen lo mismo con la ropa, exigen marcas. O se creen con derecho al último aparato tecnológico. Muchos padres gastan lo que no tienen para que los niños no tengan traumas.
Desobedece, falta al respeto, rompe objetos, insulta, grita, empuja, y puede acabar en golpes directos hacia el miembro más débil: la madre. Aunque también se da en padres por su falta de firmeza o, en caso de separación, por no estar presente en su entorno cotidiano.
Estos hijos que van deteriorando la vida familiar, que no se esfuerzan ni en casa ni en el colegio, sin una sana disciplina, sin orden, sin referentes en tareas, en horarios, cumplimiento del deber por cada miembro de la familia hacen difícil la maduración de cada uno de sus miembros. Y el niño se convierte en el “rey o reina” que sus progenitores o parejas posteriores creen que se les debía en una infancia imaginada.
La intervención para resolver la situación afecta a toda la familia. Una vez que se toma conciencia de la situación, que no es fácil de asumir porque los padres se sienten culpables, comienza la terapia para modificar la forma de relacionarse, de expresar las emociones y controlar los impulsos.
Una de las tareas más difíciles de entender para los padres es que no tienen que suplantar las responsabilidades de sus hijos, que las tienen que asumir ellos y equivocarse porque de lo contrario no les dejan crecer ni madurar. Deben observar el problema desde un punto de vista racional y ser firmes, sin rebajar las muestras de cariño, descartando cualquier tipo de agresión, incluso verbal. Junto a ello, se trabajan las habilidades de comunicación, los valores, el respeto…
Mis hijos y nietos aprenden desde muy pequeños la máxima de Chuang Tzú: “No olvides, cuando caigas, que el suelo te ayudará a levantarte”. Lo fácil es acudir al niño y decir “¡mala mesa! ¡Mala alfombra!”. Luego pídeles coherencia…
Por eso, es necesario promover cambios de actitud y de las reglas del juego, y respetarse mutuamente. Debe quedar claro quién ejerce la autoridad y generar una convivencia adecuada. Los padres tienen que ser exigentes sin ser autoritarios, comunicativos, capaces de ponerse en lugar del otro, cariñosos, compartir actividades… y no disimular las propias flaquezas. Si un adulto cae, se levanta pero no echa la culpa al suelo.
*Profesor Emérito de Historia del Pensamiento Político y Social por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciafajardoJC