¿Cuánto cobró Juan Carlos Hurtado Miller a Montesinos por ejecutar el superpaquetazo de agosto de 1990?

El 8 de agosto de 1990 el gobierno de Alberto Fujimori anunció el ajuste económico más dramático de nuestra historia. De un día para otro los peruanos descubrieron que su dinero casi no tenía valor. Este es un recuento de cómo se vivieron esos días aciagos.

 

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La mañana del 9 de agosto de 1990, al día siguiente del paquetazo que hoy todos recuerdan como elfujishock, la ciudad amaneció triste y vacía. Mucha gente deambulaba por Lima sin saber qué hacer. No había buses de transporte público, los mercados y tiendas estaban cerrados, y los pocos negocios abiertos no atendían porque no sabían aún cuánto cobrar. Al trabajo se podía ir en camión compartiendo la tolva con decenas de personas, y también podía verse a soldados patrullando las calles.

Esa presencia armada no impidió las protestas. Por la mañana tres personas murieron baleadas por las fuerzas del orden: dos en intentos de saqueo y una mientras hacía cola para comprar azúcar. Por la noche, una turba de casi cien personas atacó la tienda de Ernestina Ramírez en el pueblo joven Dos de Mayo, en el Callao. Con el pretexto de que ella no abría el local por esperar que subieran los precios, los agresores rompieron la puerta y se llevaron todo.

Para entonces, a despecho de la frase “Que Dios nos ayude” lanzada en la víspera por el ministro de Economía Juan Carlos Hurtado Miller, millones de peruanos andaban pensando en estrategias para enfrentar la crisis. Los diarios contaban historias de supervivencia: una fue la de Tiburcia Gabino, presidenta de un comedor popular en el barrio El Trébol, en Huachipa. “Hemos duplicado el número de socias para completar la olla del almuerzo con sus aportes”, contó. Casos parecidos abundaban por toda la ciudad.

Las madres de familia se juntaban en grupos de 30 o 40 personas, cada una aportaba entre 20 y 50 mil intis, y con eso compraban, por ejemplo, frejoles, pescado, arroz y verduras para hacer sopa y segundo. Antes del shock, algunos comedores incluso daban lonche, pero después casi todos con las justas alcanzaban a completar el almuerzo. Un solo plato.

Las alzas fueron brutales: la lata de leche que costaba 120 mil intis subió a 330 mil; el kilo de azúcar blanca que estaba 150 mil intis se elevó a 300,000; el pan francés que costaba 9 mil intis subió a 25,000. La gasolina pasó, de un solo cocacho, de 21 mil intis el galón a ¡675 mil intis! Treinta veces más. La variación de precios era simplemente alucinante. Un kilo de bistec costaba 1 millón 200 mil intis y hasta este diario tuvo que reajustar su precio: pasó de costar 25 mil intis a 100 mil.

Todos sufrieron la pérdida de su capacidad adquisitiva y, en los días siguientes, muchos más perdieron su trabajo, su negocio o sus estudios. Una revista reseñó el caso de Abel Vega, despedido de un taller de metalmecánica porque no tenían cómo pagarle. Y también la historia de 15 obreros de una empresa de cerámicas que quedaron en la calle. “Trabajamos varios años en la empresa, pero nos han despedido y no nos dieron ni la bonificación de julio”, contó uno de ellos. Fábricas grandes como Inresa o Cuvisa despidieron o dieron vacaciones forzadas a decenas de operarios.

La primera semana que siguió al fujishock la incertidumbre fue grande. La revista Caretas, fiel a su estilo, encabezó algunas de sus notas con un: “Sugerencias prácticas: cómo sobrevivir a la crisis”. Y ponía a lo largo de varias páginas consejos prácticos para parar la olla, ahorrar energía o gasolina, y sacarle la vuelta a la realidad. Un ingeniero zootécnico, Abraham Díaz, contó allí su forma de enfrentar el ajuste: convirtió su azotea en biohuerto de tomates y lechugas, y corral de patos, cuyes y palomas.

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