Por Jorge Volpi, pp. 110-117* Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2009.
Pregunta: además de ser o haber sido electos como presidentes de sus respectivos países, ¿en qué se parecen Hugo Chávez, Vicente Fox, Alvaro Uribe, Rafael Correa, Evo Morales, Martín Torrijos, Néstor y Cristina Kirchner y Daniel Ortega? Respuesta: fuera de las diferencias que han llegado a enfrentarlos, todos ellos comparten cierto estilo. Aunque sus seguidores jamás aceptarían reconocerlo —“¿quién osa comparar al fascista Uribe con el revolucionario Chávez”, “¿quién se atreve a unir al tiránico Chávez con el liberal Uribe?”-— y estarían dispuestos a cualquier sacrificio con tal de borrar esa odiosa hermandad, todos estos líderes, al igual que otros que por muy poco han fracasado en las urnas como Ollanta Humala o Andrés Manuel López Obrador, poseen la misma propensión al populismo, los mismos tics mesiánicos, la misma tentación salvadora y, sobre todo, la misma íntima desconfianza hacia las reglas democráticas. En mayor o menor medida, unos y otros se han presentado ante su público en el papel que la sociedad del espectáculo exige sin falta a los líderes contemporáneos outsiders, descastados, rebeldes que se enfrentan al estamento tradicional dominado por la ineficacia, la corrupción y el amiguismo.
Para tener alguna posibilidad de triunfo en nuestra época, un político no puede parecer un político. Ante el acelerado descrédito que la democracia ha sufrido en América Latina –un proceso que no ha durado 10 años y, en casos como el mexicano, ni siquiera seis-, quienes aspiran a convertirse en gobernantes deben revelarse como implacables críticos del sistema, renovadores absolutos, self-made men que, sólo gracias a su talento y energía individuales, han logrado abrirse paso en el fango de la vida pública. A fin de probar su insumisión, hasta los dirigentes más conservadores se apropian del discurso revolucionario: basta escuchar las invectivas de Alvaro Uribe o incluso de Felipe Calderón para constatar este saqueo del viejo romanticismo de las izquierdas. “La política está podrida, se ha vuelto coto exclusivo de hienas y chacales –repiten una y otra vez-, y sólo yo, el hijo rebelde, el insobornable, el inconforme, seré capaz de salvar a una patria de esos monstruos”. Poco importa que el héroe en turno haya pasado la mitad de su vida medrando en las estructuras que ahora ataca o que posea vínculos de sangre con los personajes que hoy desprecia; para ganar las elecciones, sus asesores necesitan reescribir su biografía a fin de mostrarlo incontaminado, puro, al margen de esa bazofia que los ciudadanos tanto aborrecen: la política. En campaña, incluso los candidatos de los partidos en el gobierno se ven obligados a abjurar de su pasado, de sus protectores y colegas, para disponer de una mínima credibilidad como abanderados del cambio: la palabra mágica que ningún líder, ni siquiera el más conservador, puede dejar de pronunciar. ¿Cambio hacia dónde? No importa: lo relevante es fingir un rompimiento con el statu quo, dejar claro que no se es cómplice de las componendas y corruptelas previas, que se es libre de ataduras, por más que subrepticiamente hasta los candidatos más radicales establezcan acuerdos con los empresarios, el ejército y la Iglesia, o incluso con distintos grupos criminales.
El descrédito de la política acarrea el inevitable descrédito de la democracia: si el sistema no funciona, si las desigualdades no se limitan, si el país se mantiene en la ruina o no crece lo suficiente, si perseveran el crimen y la impunidad, no es culpa de la ineficacia de los funcionarios, sino del sistema en su conjunto. La democracia queda exhibida entonces como un régimen disminuido, incapaz de ofrecer al líder los instrumentos que le permitan tomar decisiones drásticas para remediar las taras de la nación. La guerra hacia la política corrupta que enarbolan los nuevos caudillos democráticos (aclaro que uso el término en sentido negativo, sin la ambiguiedad de Vargas Llosa al referirse a Berlusconi) se convierte en una guerra contra la democracia: “Si no soy capaz de cumplir mis promeses, si no logro atajar la inseguridad, si no consigo acelerar el crecimiento, si no disminuyo la inequidad, es porque el congreso o la ley o los jueces me atan de manos, porque los derechos individuales protegen a los delincuentes, porque las torpes normas del antiguo régimen me impiden tomar medidas contundentes”. ¿Y quiénes son las rémoras que impiden la transformación prometida por el nuevo caudillo? Los otros políticos, por supuesto. Y en particular quienes medran en las sucias aguas de los otros poderes estatales: representantes populares y magistrados. Los ataques contra los corruptos o abúlicos miembros de los poderes legislativo y judicial resultan tan frecuentes como previsibles: son ellos quienes atajan la capacidad de acción del caudillo democrático y lo condenan a la parálisis. Principal objetivo al llegar a la presidencia: sanear el poder judicial —lo cual casi siempre significa atajar su independencia-—y echarle la culpa de todos los males a los primitivos, antipatrióticos y gansteriles miembros del legislativo. Si bien es justo admitir que los caudillos suelen acertar en su diagnóstico –incontables jueces se caracterizan por su venalidad y la calidad moral de diputados y senadores en general es deplorable-, sus ataques minan el balance entre los distintos órdenes del Estado. (En casos como el mexicano ocurre lo inverso: es el congreso, desprovisto de una mayoría clara, quien boicotea las iniciativas del presidente.).
No resulta extraño, pues, que los caudillos democráticos inviertean toda su energía en lograr la aprobación de leyes que amplíen sus facultades y disminuyan el poder de los tribunales y el congreso: los proyectos constitucionales de Chávez, Correa o Morales, al igual que la reforma constitucional que permitió la reelección de Uribe, comprueban esta tesis. Da igual si el líder es de izquierda o de derecha —términos que resultan cada vez más irrelevantes—: la crisis económica, la seguridad nacional o la lucha contra el narcotráfico serán invocadas una y otra vez para justificar los asaltos a la legalidad. Comprados o diezmados, jueces y legisladores extravían sus facultades, se supeditan a los deseos del caudillo y se transforman en comparsas. El diorama democrático se mantiene para evitar las acusaciones de autoritarismo, aunque en la práctica el equilibrio de poderes se reduzca al mínimo. Gracias a este tipo de maniobras, el caudillo evita rendir cuentas a través de las vías institucionales y puede consagrarse, en cambio, a seducir a su público.
Las herramientas básicas para evaluar su trabajo no son los votos o las comparecencias ante los parlamentarios, sino las encuestras y sondeos de opinión: la popularidad inmediata, evaluada día a día y a veces hora con hora como la audiencia de una telenovela, se vuelve la única forma de medir su tarea de gobierno. La acciones a largo plazo, los planes estratégicos o la cuenta de resultados dejan de interesarle: el caudillo democrático no trabaja para la Historia —y menos en una época de memoria tan corta-— sino para el aplauso y la celebridad instantáneos. Igual que los productores televisivos con sus guionistas, sus asesores de imagen lo obligan a alterar sus decisiones sobre la marcha para conservar o aumentar su nivel de aprobación. Más que como político –profesión turbia y detestable-, el caudillo democrático se asume como estrella pop: su vida privada se torna tan visible como su proceder público y llega a definir su agenda; sus discursos no pretenden convencer a los ciudadanos o informarlos sobre sus decisiones, sino inflamarlos con su efusividad, conmoverlos con sus vicisitudes o escandalizarlos con suschistes y salidas de tono; sus apariciones públicas se alejan de los recintos oficiales y en especial de los lugares donde su imagen puede quedar lastimada —el congreso o las entrevistas con la prensa crítica—, y se concentran en la radio y la television, de preferencia en talk shows con periodistas de espectáculos; y, en última instancia, el líder se atreve a conducir su propia stand-up comedy, como Chávez o Fox. El caudillo democrático se aleja de las Cámaras y se rinde ante las cámaras.
La sociedad del espectáculo se pliega sobre sí misma: el gobierno no sólo se adecúa a las reglas del show business, sino que se confunde con él. Big Brother —y no, como se suponía décadas atrás, Big Brother— es el paradigma de la política moderna: el presidente, sus ministros, diputados, senadores, jueces y alcaldes son televisados en vivo, sin tregua, a todas horas; cuanto tienen algo importante que decir, imitan las confesiones de los participantes del reality show frente al diván (el viejo recurso escénico del “aparte”) o se decantan por las filtraciones a la prensa; los más aburridos o antipáticos —no necesariamente los peores—, son expulsados de sus puestos debido a sus malos resultados en las encuestas, y al final gana quien mejor ha resistido los ataques y se ha hecho más carismático a ojos de los televidentes (o, si se quiere destruir a un rival, basta con grabarlo en una maniobra turbia y enviar el vídeo, anónimamente, a una televisora o a un programa de radio). Aun cuando este fenómeno se reproduce en todas partes, en pocos sitios se ha vuelto tan acusado como en América Latina, acaso por el temple locuaz y bullanguero de nuestros líderes.
El show del caudillo democrático concede un gigantesco poder a los medios electrónicos y en particular a la industria televisiva. La caja idiota se disfraza de caja democrática: el único contacto que la mayor parte de la población tiene con sus dirigentes. Fuera de los pocos ciudadanos que leen periódicos, revistas y libros en América Latina –un porcentaje ridículo-, el resto no tiene otra posibilidad de mantenerse informado sobre las acciones y resultados del gobierno si no es a través de los noticieros. Mientras la radio e internet permanececen como espacios para la diversidad de opiniones, la televisión se presenta como espejo de la realidad política: el traslado inmediato de los hechos, en directo, a la comodidad del hogar. Por ello, el caudillo democrático se ve obligado a pactar con los dueños de las empresas mediáticas, las únicas que pueden garantizarle popularidad, y, como una estrella de culebrón, firma cláusulas secretas para que los productores resalten sus mejores ángulos (y escondan sus defectos).
En medio del capitalismo feroz que impera en América Latina, la democracia se revela entonces como un gigantesco negocio para los medios: los gobiernos centrales y locales invierten millones de dólares en promover sus acciones –o de plano la imagen de ciertas figuras-, y cada temporada electoral anuncia una época de jauja para las cadenas de radio y televisión. En los lugares donde no está reglamentada la transferencia de dinero público a estas empresas, las pantallas se ven inundadas con una infinita variedad de spots políticos: a mayor inversión, mayores posibilidades de victoria. Cualquier candidato que se atreva a desafiar este sistema queda condenado al fracaso: la amplificación electrónica de sus virtudes y defectos, reales o imaginarios, puede determinar el futuro de su carrera. (En México, una reforma reciente intentó arrebatar este poder a las televisoras, prohibiendo la contratación de tiempo aire por parte de particulares y partidos para promover a un candidatos. El resultado ha sido, por el momento, caótico: el Instituto Federal Electoral se ha convertido en una central de pautas publicitarias, los televidentes han recibido miles de insulsos spots a todas horas y las grandes televisoras han explorado todos los resquicios de la ley para burlarse de las autoridades electorales.).
La pelea frontal con una televisora puede ser la peor pesadilla para un caudillo democrático: de allí los invariables intentos por seducirlas, chantajearlas, amenazarlas o, en última instancia, expropiarlas. Unos ejemplos. Más allá de las acusaciones de fraude enarboladas por López Obrador en 2006, no cabe duda de que los arteros ataques contra nél, donde se le presentaba como un émulo de Hugo Chávez, reproducidos una y otra vez en la televisión mexicana –y pagados por un grupo de empresarios de derechas- acabaron con la ventaja que le otorgaban los sondeos. En el otro extremo, la drástica cancelación de la concesión de la cadena RCTV ordenada por Hugo Chávez —el cual por supuesto no se ha preocupado por volver a licitarla— demuestra su temor frente a la única oposición capaz de amenazarlo.
Los vínculos de los nuevos caudillos con la industria mediática constituyen uno de los mayores peligros para la democracia en América Latina: destruyen el equilibrio de poderes y anulan la posibilidad que los dirigentes rindan cuentas de sus actos. Arropado por su popularidad –es decir, el cobijo de los medios-, el caudillo democrático acumula un poder anómalo que no puede ser limitado a través de mecanismos institucionales. El show business desfigura la política: presenta la democracia como una telenovela y los gobernantes como héroes o villanos según la lógica del rating y las tarifas comerciales. Poco importa que la gestión del gobernante sea aprobada por la mayor parte de la población –—el primer Chávez o el último Uribe—: la falta de cotos al poder personal siempre constituye una grave amenaza para las libertades cívicas.
Decálogo del caudillo democrático
1.- Utilizar la palabra democracia en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importarle las medidas que adopte.
2.- Utilizar la palabra cambio en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importar las medidas que adopte.
3.- Acusar a todos los adversarios como “antidemocráticos”.
4.- Presentarse como una persona normal, capaz de entender los problemas de la gente, nunca como un político profesional (por más que haya pasado los últimos veinte años en la política) y emplear siempre un lenguaje coloquial (de preferencia trufado con palabras altisonantes, frases populares y dobles sentidos).
5.- Vituperar una y otra vez la política y a los políticos y denunciar con violencia las prácticas corruptas del antiguo régimen (aunque se haya formado parte de él).
6.- Hablar despectivamente de “lo que se decide” en México, o en Lima, o en La Paz, o en Buenos Aires, o en Bogotá, o en Washington, o en cualquier otra capital.
7.- Arremeter con los privilegios de los ricos (aunque en secreto se pacte con ellos), defender la soberanía en contra de los espurios intereses extranjeros (mientras se hacen negocios con toda clase de empresas transnacionales); y señalar, de vez en cuando, algún intento golpista diseñado para detener el cambio.
8.- Presentarse como la única persona en el universo capaz de combatir el crimen y acabar con la impunidad (pese a pactar en secreto con distintos grupos criminales o proteger a sus subordinados aunque conozca sus actos delictivos).
9.- Mandar al diablo a las instituciones y señalar su complicidad con los enemigos de la democracia.
10.- Prometer un nuevo orden legal que por fin recogerá la voluntad democrática de la nación (aunque en realidad sólo busca acrecentera el propio poder) y de preferencia exigir la aprobación de un nuevo texto constitucional.
*Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2009.
http://www.voltairenet.org/article164895.html
El descrédito de la política acarrea el inevitable descrédito de la democracia: si el sistema no funciona, si las desigualdades no se limitan, si el país se mantiene en la ruina o no crece lo suficiente, si perseveran el crimen y la impunidad, no es culpa de la ineficacia de los funcionarios, sino del sistema en su conjunto. La democracia queda exhibida entonces como un régimen disminuido, incapaz de ofrecer al líder los instrumentos que le permitan tomar decisiones drásticas para remediar las taras de la nación. La guerra hacia la política corrupta que enarbolan los nuevos caudillos democráticos (aclaro que uso el término en sentido negativo, sin la ambiguiedad de Vargas Llosa al referirse a Berlusconi) se convierte en una guerra contra la democracia: “Si no soy capaz de cumplir mis promeses, si no logro atajar la inseguridad, si no consigo acelerar el crecimiento, si no disminuyo la inequidad, es porque el congreso o la ley o los jueces me atan de manos, porque los derechos individuales protegen a los delincuentes, porque las torpes normas del antiguo régimen me impiden tomar medidas contundentes”. ¿Y quiénes son las rémoras que impiden la transformación prometida por el nuevo caudillo? Los otros políticos, por supuesto. Y en particular quienes medran en las sucias aguas de los otros poderes estatales: representantes populares y magistrados. Los ataques contra los corruptos o abúlicos miembros de los poderes legislativo y judicial resultan tan frecuentes como previsibles: son ellos quienes atajan la capacidad de acción del caudillo democrático y lo condenan a la parálisis. Principal objetivo al llegar a la presidencia: sanear el poder judicial —lo cual casi siempre significa atajar su independencia-—y echarle la culpa de todos los males a los primitivos, antipatrióticos y gansteriles miembros del legislativo. Si bien es justo admitir que los caudillos suelen acertar en su diagnóstico –incontables jueces se caracterizan por su venalidad y la calidad moral de diputados y senadores en general es deplorable-, sus ataques minan el balance entre los distintos órdenes del Estado. (En casos como el mexicano ocurre lo inverso: es el congreso, desprovisto de una mayoría clara, quien boicotea las iniciativas del presidente.).
No resulta extraño, pues, que los caudillos democráticos inviertean toda su energía en lograr la aprobación de leyes que amplíen sus facultades y disminuyan el poder de los tribunales y el congreso: los proyectos constitucionales de Chávez, Correa o Morales, al igual que la reforma constitucional que permitió la reelección de Uribe, comprueban esta tesis. Da igual si el líder es de izquierda o de derecha —términos que resultan cada vez más irrelevantes—: la crisis económica, la seguridad nacional o la lucha contra el narcotráfico serán invocadas una y otra vez para justificar los asaltos a la legalidad. Comprados o diezmados, jueces y legisladores extravían sus facultades, se supeditan a los deseos del caudillo y se transforman en comparsas. El diorama democrático se mantiene para evitar las acusaciones de autoritarismo, aunque en la práctica el equilibrio de poderes se reduzca al mínimo. Gracias a este tipo de maniobras, el caudillo evita rendir cuentas a través de las vías institucionales y puede consagrarse, en cambio, a seducir a su público.
Las herramientas básicas para evaluar su trabajo no son los votos o las comparecencias ante los parlamentarios, sino las encuestras y sondeos de opinión: la popularidad inmediata, evaluada día a día y a veces hora con hora como la audiencia de una telenovela, se vuelve la única forma de medir su tarea de gobierno. La acciones a largo plazo, los planes estratégicos o la cuenta de resultados dejan de interesarle: el caudillo democrático no trabaja para la Historia —y menos en una época de memoria tan corta-— sino para el aplauso y la celebridad instantáneos. Igual que los productores televisivos con sus guionistas, sus asesores de imagen lo obligan a alterar sus decisiones sobre la marcha para conservar o aumentar su nivel de aprobación. Más que como político –profesión turbia y detestable-, el caudillo democrático se asume como estrella pop: su vida privada se torna tan visible como su proceder público y llega a definir su agenda; sus discursos no pretenden convencer a los ciudadanos o informarlos sobre sus decisiones, sino inflamarlos con su efusividad, conmoverlos con sus vicisitudes o escandalizarlos con suschistes y salidas de tono; sus apariciones públicas se alejan de los recintos oficiales y en especial de los lugares donde su imagen puede quedar lastimada —el congreso o las entrevistas con la prensa crítica—, y se concentran en la radio y la television, de preferencia en talk shows con periodistas de espectáculos; y, en última instancia, el líder se atreve a conducir su propia stand-up comedy, como Chávez o Fox. El caudillo democrático se aleja de las Cámaras y se rinde ante las cámaras.
La sociedad del espectáculo se pliega sobre sí misma: el gobierno no sólo se adecúa a las reglas del show business, sino que se confunde con él. Big Brother —y no, como se suponía décadas atrás, Big Brother— es el paradigma de la política moderna: el presidente, sus ministros, diputados, senadores, jueces y alcaldes son televisados en vivo, sin tregua, a todas horas; cuanto tienen algo importante que decir, imitan las confesiones de los participantes del reality show frente al diván (el viejo recurso escénico del “aparte”) o se decantan por las filtraciones a la prensa; los más aburridos o antipáticos —no necesariamente los peores—, son expulsados de sus puestos debido a sus malos resultados en las encuestas, y al final gana quien mejor ha resistido los ataques y se ha hecho más carismático a ojos de los televidentes (o, si se quiere destruir a un rival, basta con grabarlo en una maniobra turbia y enviar el vídeo, anónimamente, a una televisora o a un programa de radio). Aun cuando este fenómeno se reproduce en todas partes, en pocos sitios se ha vuelto tan acusado como en América Latina, acaso por el temple locuaz y bullanguero de nuestros líderes.
El show del caudillo democrático concede un gigantesco poder a los medios electrónicos y en particular a la industria televisiva. La caja idiota se disfraza de caja democrática: el único contacto que la mayor parte de la población tiene con sus dirigentes. Fuera de los pocos ciudadanos que leen periódicos, revistas y libros en América Latina –un porcentaje ridículo-, el resto no tiene otra posibilidad de mantenerse informado sobre las acciones y resultados del gobierno si no es a través de los noticieros. Mientras la radio e internet permanececen como espacios para la diversidad de opiniones, la televisión se presenta como espejo de la realidad política: el traslado inmediato de los hechos, en directo, a la comodidad del hogar. Por ello, el caudillo democrático se ve obligado a pactar con los dueños de las empresas mediáticas, las únicas que pueden garantizarle popularidad, y, como una estrella de culebrón, firma cláusulas secretas para que los productores resalten sus mejores ángulos (y escondan sus defectos).
En medio del capitalismo feroz que impera en América Latina, la democracia se revela entonces como un gigantesco negocio para los medios: los gobiernos centrales y locales invierten millones de dólares en promover sus acciones –o de plano la imagen de ciertas figuras-, y cada temporada electoral anuncia una época de jauja para las cadenas de radio y televisión. En los lugares donde no está reglamentada la transferencia de dinero público a estas empresas, las pantallas se ven inundadas con una infinita variedad de spots políticos: a mayor inversión, mayores posibilidades de victoria. Cualquier candidato que se atreva a desafiar este sistema queda condenado al fracaso: la amplificación electrónica de sus virtudes y defectos, reales o imaginarios, puede determinar el futuro de su carrera. (En México, una reforma reciente intentó arrebatar este poder a las televisoras, prohibiendo la contratación de tiempo aire por parte de particulares y partidos para promover a un candidatos. El resultado ha sido, por el momento, caótico: el Instituto Federal Electoral se ha convertido en una central de pautas publicitarias, los televidentes han recibido miles de insulsos spots a todas horas y las grandes televisoras han explorado todos los resquicios de la ley para burlarse de las autoridades electorales.).
La pelea frontal con una televisora puede ser la peor pesadilla para un caudillo democrático: de allí los invariables intentos por seducirlas, chantajearlas, amenazarlas o, en última instancia, expropiarlas. Unos ejemplos. Más allá de las acusaciones de fraude enarboladas por López Obrador en 2006, no cabe duda de que los arteros ataques contra nél, donde se le presentaba como un émulo de Hugo Chávez, reproducidos una y otra vez en la televisión mexicana –y pagados por un grupo de empresarios de derechas- acabaron con la ventaja que le otorgaban los sondeos. En el otro extremo, la drástica cancelación de la concesión de la cadena RCTV ordenada por Hugo Chávez —el cual por supuesto no se ha preocupado por volver a licitarla— demuestra su temor frente a la única oposición capaz de amenazarlo.
Los vínculos de los nuevos caudillos con la industria mediática constituyen uno de los mayores peligros para la democracia en América Latina: destruyen el equilibrio de poderes y anulan la posibilidad que los dirigentes rindan cuentas de sus actos. Arropado por su popularidad –es decir, el cobijo de los medios-, el caudillo democrático acumula un poder anómalo que no puede ser limitado a través de mecanismos institucionales. El show business desfigura la política: presenta la democracia como una telenovela y los gobernantes como héroes o villanos según la lógica del rating y las tarifas comerciales. Poco importa que la gestión del gobernante sea aprobada por la mayor parte de la población –—el primer Chávez o el último Uribe—: la falta de cotos al poder personal siempre constituye una grave amenaza para las libertades cívicas.
Decálogo del caudillo democrático
1.- Utilizar la palabra democracia en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importarle las medidas que adopte.
2.- Utilizar la palabra cambio en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importar las medidas que adopte.
3.- Acusar a todos los adversarios como “antidemocráticos”.
4.- Presentarse como una persona normal, capaz de entender los problemas de la gente, nunca como un político profesional (por más que haya pasado los últimos veinte años en la política) y emplear siempre un lenguaje coloquial (de preferencia trufado con palabras altisonantes, frases populares y dobles sentidos).
5.- Vituperar una y otra vez la política y a los políticos y denunciar con violencia las prácticas corruptas del antiguo régimen (aunque se haya formado parte de él).
6.- Hablar despectivamente de “lo que se decide” en México, o en Lima, o en La Paz, o en Buenos Aires, o en Bogotá, o en Washington, o en cualquier otra capital.
7.- Arremeter con los privilegios de los ricos (aunque en secreto se pacte con ellos), defender la soberanía en contra de los espurios intereses extranjeros (mientras se hacen negocios con toda clase de empresas transnacionales); y señalar, de vez en cuando, algún intento golpista diseñado para detener el cambio.
8.- Presentarse como la única persona en el universo capaz de combatir el crimen y acabar con la impunidad (pese a pactar en secreto con distintos grupos criminales o proteger a sus subordinados aunque conozca sus actos delictivos).
9.- Mandar al diablo a las instituciones y señalar su complicidad con los enemigos de la democracia.
10.- Prometer un nuevo orden legal que por fin recogerá la voluntad democrática de la nación (aunque en realidad sólo busca acrecentera el propio poder) y de preferencia exigir la aprobación de un nuevo texto constitucional.
*Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2009.
http://www.voltairenet.org/article164895.html