Por Tankar Rau-Rau Amaru
Extractos del libro Crónicas del socavón (Grupo Editorial Arteidea 2011)
La pesadilla de Abelardo Qoriwaman comenzó en forma de sueño la mañana en que dos desconocidos llegaron a su choza en una camioneta cuatro por cuatro y le propusieron comprarle el cerco de la pampa. Su respuesta fue tajante:
–Mi cerco no está en venta, caballeros…
Abelardo explicó que ese pequeño cerco, levantado a puro pulso en la
pelada puna, era el único pastizal con que contaba para pastar animales
en tiempos de secano.
Especialistas en convencer a las mismas piedras, los desconocidos insistieron con cañazo, coca y finos cigarrillos.
–No queremos el terreno, sólo las piedras –dijeron.
Abelardo soltó una carcajada que hizo salir de la cocina a su hija Amalia.
–¿Y para qué quieren comprar sólo las piedras? No sirven ni siquiera para hacer tullpa...
–Haremos mazamorra de piedra –respondió riendo uno de los
desconocidos–, pero te pagaremos un buen precio, el valor de cincuenta
toros...
Al comunero le pareció una broma de mal gusto. Su cerco era su cerco y no podía venderlo ni por todo el oro del mundo.
–No pierdan su tiempo, caballeros. Hasta luego…
Los desconocidos se fueron por esa trocha apenas transitable que llevaba a la costa.
Abelardo entró en la cocina. Sorbió en silencio la sopa de cebada.
Estaba pensativo, tal vez se sintió viejo. Genoveva, su mujer, le
preguntó qué querían esas personas que se fueron en silencio después de
carcajearse en el patio.
–Nada –respondió Abelardo.
–Cómo que nada. Algo me estás ocultando…
–Querían comprar nuestro cerco, sólo las piedras.
–Deben estar locos –dijo la mujer.
–Ofrecieron pagar el valor de cincuenta toros…
–Debiste llamarme para ayudarte. Con hablar no perdemos nada. Nuestros hijos no tienen zapatos ni ropa…
Genoveva, la esposa, le ayudaba siempre a sacar las cuentas. Ella
tenía primer grado de primaria y entendía de números. Abelardo en cambio
nunca había ido a la escuela.
–No creo que hayan venido a comprar piedras –dijo él–. Es por otra cosa…
–¿Qué otra cosa?
–Parece que han venido por Amalia –dijo mirando fijamente a su hija de diecisiete años.
Se olvidaron del asunto durante esos días. O trataron de olvidarse.
Una semana después alguien se llevó, de noche, nueve metros de roca del
cerco de Abelardo y veinte del corral de Adelmo Qallañaupa. Nadie
encontraba explicación a tan extraño robo.
Solo entonces se acordó Abelardo de la propuesta de los dos extraños
visitantes, recordó el color de la camioneta y contó la verdad a los
presentes.
–¿Quiénes eran? –preguntó Adelmo.
–Cómo saberlo… me olvidé preguntarles...
–Debiste avisar a las autoridades…
–Pensé que eran bromistas…
–Hay que tener cuidado, Abelardo… Vivir al borde de la carretera
siempre nos ha traído problemas. ¿Recuerdas la vez en que cargaron
nuestros ganados?
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La noticia del robo de piedras llegó a la prensa de la provincia por
la vía regular: al gobernador del distrito, al subprefecto de la
provincia, al puesto policial, a manos del redactor de policiales del
periódico. El artículo abrió la puerta de las ambiciones: “En las punas
de Leqlespampa, a ciento veinte kilómetros de Andahuaylas, siendo
aproximadamente las nueve de la noche del domingo último, unos
desconocidos cargaron en un camión varias toneladas de piedra de un
cerco. Según las características descritas en el acta del gobernador,
las piedras son de color amarillo y se deshacen con el leve roce de las
manos. Por la formación porosa que presentan, no sirven para hacer casa
ni para otra cosa. Sin embargo, para el ingeniero Pedro Janampa dichas
piedras podrían contener algún valioso mineral”.
¿Valioso mineral?
Adelmo paró las orejas. Se encaminó inmediatamente a la choza de
Abelardo y leyó el periódico en voz alta para que oyeran grandes y
chicos. ¡Mineral! ¡Nuestras piedras pueden tener mineral!
Bajaron a la ciudad a realizar averiguaciones. El periodista que redactó el artículo debía saber algo.
–Traigan un kilo de piedra –propuso el periodista–. El laboratorio de Lima nos dirá la verdad…
Una semana después los dos comuneros bajaron cada uno con cinco kilos
de roca. Contaron que esa madrugada volvieron los ladrones de piedras.
Se disponían a cargarlas en un camión cuando los comuneros salieron con
hondas y palos, y los ladrones huyeron abandonando en la pampa costales,
licores y coca.
–Eso confirma que esas piedras tienen mineral –dijo el periodista.
Efectivamente, el análisis físico–químico de las rocas arrojó un
resultado alentador: tres onzas de oro, 24 de plata y dos por ciento de
cobre.
–¿Y eso qué significa? –preguntó el más preguntón: Adelmo.
El ingeniero Pedro Janampa explicó que en cada diez costales de roca,
equivalente a una tonelada métrica, había cien gramos de oro, 24 onzas
de plata y unas gotas de cobre, y redondeó diciendo que el gramo de oro
costaba ahora cien nuevos soles, y en diez costales de roca había mínimo
diez mil soles.
–¿Cuántos metros de cerco tienen ustedes? –preguntó.
–Me quedan solamente veinte metros de corral –respondió Adelmo–. El resto se han llevado los ladrones…
–Yo tengo ochenta brazadas –afirmó a su vez Abelardo.
El ingeniero se frotó las manos.
–Ahí tienen una verdadera fortuna –dijo–. Lleven esas piedras a la
costa, véndanlas antes de que los ladrones las carguen todas. Con ese
dinero hagan canales de irrigación, levanten cercos vivos o levanten
corrales con alambres de púas. Llenen la pampa de árboles nativos, de
pasto mejorado. Compren ganados y eduquen a sus hijos. Y compren armas
de fuego para protegerse de los ladrones. Es mucho dinero lo que van a
tener, millones de soles…
3
Adelmo fue el primero en deshacer los veinte metros del corral que le
quedaban y vendió sus únicos dos toros para contratar un camión. Como
faltaron piedras para completar la carga, fue necesario tumbar la casa
del perro, deshacer los poyos y destruir la tullpa. En vista de que el
carro seguía algo vacío, se prestó dos metros del cerco de Abelardo.
Con esa carga partió una noche a Nasca. Su cabeza estaba llena de
números con muchos ceros y de bonitos pensamientos: canales de
irrigación para las tierras sin agua, cercos vivos a base de árboles
nativos, corrales con alambres de púas, pasto y ganado mejorados, hijo
abogado o ingeniero, armas de fuego para protegerse de los ladrones…
–¡Alto! ¡Documentos!
La ronca voz del policía le despertó de sus sueños. Ya se encontraban en Pampachiri, en la misma puerta de la comisaría.
–Estamos llevando papa –respondió el chofer luego de entregar la licencia de conducir.
–Sigan…
La carretera Andahuaylas–Pampachiri–Pukio fue siempre la peor de
Apurímac y Ayacucho. En esa ruta de trocha colonial, los huecos son
abismos profundos y es imposible coger sueño, por los baches. Y no es
recomendable viajar parado; con el sacudón de los buses epilépticos se
corre el riesgo de que se averíen los órganos colgantes.
Adelmo no viajaba en bus, por eso se dio el gusto de soñar con pampas
cubiertas de árboles nativos donde retozaban becerros y niños en armonía
cósmica. El camión se desplazaba con paso de procesión, poniendo las
pezuñas de caucho con lentitud de elefante sobre grietas y elevaciones.
–¿Por qué le dijiste que estamos llevando papa? –le preguntó al chofer cuando dejaron atrás la comisaría.
–Para evitar preguntas. Nunca he cargado mineral…
–Buena idea…
Adelmo permaneció callado durante el resto del viaje. Volvió a sus
sueños de canales de irrigación para las tierras sin agua, cercos vivos a
base de árboles nativos, corrales con alambres de púas, pasto y ganado
mejorados, hijo abogado o ingeniero, armas de fuego para protegerse de
los ladrones… Y pararrayos para plantar en lomas y colinas.
Pensó en el pararrayos porque acababa de entender por qué caía tanto
rayo en esa pampa donde vivió desde niño. Era por el mineral. Fue un
rayo el que mató a su esposa mientras pastaba ovejas en la ancha
llanura. Le dejó viudo a sus veinticinco años cuando su único hijo,
Rosendo, tenía apenas dos años de edad. Ahora Rosendo tenía siete años y
ya iba a la escuela. Adelmo no pensaba casarse nuevamente. Eso de que
paraba detrás de Amalia, la hija de Abelardo, era mentira.
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Tal vez le engañaron. En Nasca los compradores de mineral se saben los
mil trucos para reducir la ley de los minerales, con tal de pagar
menos. Tal vez no le engañaron sino que cargó rocas de buena ley
combinadas con rocas inservibles. Por uno u otro motivo, lo cierto es
que no le pagaron los ciento cincuenta mil soles que pensaba recibir.
Descontando impuestos y humedad, transporte y costales, comida y
alojamiento, le quedaron treinta mil soles. Eran billetes recién sacados
de la imprenta cuyo antimonio causaba mareo. Adelmo nunca había visto
tanto dinero junto, con las justas mil soles cada cinco años, que es el
tiempo que demoran los toros en ser vendibles. Para que no se evaporen
los números, los envolvió en un costal de lana y partió de regreso a su
pueblo.
En el camino comenzó a dar forma a sus sueños de mejorar la pampa.
Sacando cuentas, aún le sobraría dinero para comprarse un terreno en
Andahuaylas. Rosendo ya estaba grande y pronto tendría necesidad de
estudiar en la universidad.
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La noticia de las piedras de Adelmo recorrió la puna con la velocidad
del trueno. Abelardo fue el siguiente en tumbar el cerco. Vinieron los
alpaqueros de los alrededores a darle una mano. A veces los sueños son
contagiosos y son peores que la enfermedad. Canales de irrigación para
las tierras sin agua, cercos vivos a base de árboles nativos, corrales
con alambres de púas, pasto y ganado mejorados, hijos abogados o
ingenieros, armas para protegerse de los ladrones, pararrayos para que
no mueran pastores y animales…
Se improvisó un campamento de ichu y plástico en la pampa. De una
estancia de unas cuantas viviendas, pronto se convirtió en un caserío.
Adelmo les ayudaba a llenar los costales. Amalia distribuía chicha y
comida, y sonreía… Tal vez, quién sabe… ya era una mujer echa y derecha…
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Abelardo salió una mañana a Nasca cargando sus piedras en un tráiler
de treinta toneladas. Adelmo le acompañaba porque ya conocía al
comprador de oro.
Esta vez la policía de Pampachiri los esperaba en la puerta de la delegación.
–Abran el carro –ordenó.
–Piedras estamos llevando –dijo el chofer.
–¿Y piedras para qué? ¿No estarán llevando droga?
–Es mineral, jefe…
–¿Tienen denuncio?
–Soy comunero, jefe –intervino el dueño del mineral–. Nunca he tenido denuncias…
–¡Denuncio!… Estacionen el vehículo y traigan los documentos del denuncio…
El policía ingresó a la delegación llevándose los documentos del
chofer y del vehículo. Chofer y los dos comuneros les siguieron.
–Presenten los documentos de la mina –dijo el policía.
Abelardo explicó que las piedras procedían de su cerco y no de ninguna mina.
–El mineral está en la mina y no botado en la pampa para recogerlo con
pala. Así que presenten también la licencia de los explosivos que han
utilizado…
El comunero contó su vida, desde el principio. Era una larga historia
que el policía escuchó con la paciencia de quien tiene todo el tiempo
del mundo para escuchar historias. Había nacido en una pampa pelada
donde sus ancestros vivieron desde que el mundo es mundo. A sus
diecisiete años el carnaval le trajo, así como el río trae peces, el
matrimonio. El día central de la festividad los mayores se marcharon al
pueblo jalando troncos de qeñua, dejando en la ancha puna sólo ancianos,
niños y muchachos. Manuel Enciso, el más viejo de todos, dijo que los
niños y los muchachos no vinieron a este mundo para estar tristes e
improvisó una yunsa. Trajeron a rastras hasta la pampa el eucalipto que
los mayores tumbaron en la quebrada. Cuatro ancianos y dos ancianas
acompañaban el traslado tocando quenas y tinyas. Plantaron el árbol en
plena llanura y lo vistieron con serpentinas. Comenzó la gran fiesta
bajo una lluvia que trajo mayor alegría. La anciana Rosenda Alarcón
repartió chicha de jora. Cantaron y bailaron, en r
onda y en pareja. Abelardo y Genoveva, jóvenes ambos, tumbaron el
árbol. Como premio, uno de los ancianos les hizo beber harta chicha de
jora. Continuaron bailando hasta que el sol se ocultó detrás de los
cerros. Después todos partieron a sus estancias. Abelardo y Genoveva se
fueron juntos. En el camino sucedió algo que para ellos fue una
verdadera novedad y la novedad les gustó y creyendo que, como sucedía
otros años, sus padres no volverían hasta el final del carnaval,
amanecieron juntos. En la madrugada llegaron los padres de Genoveva. Una
semana después los casaron… Hasta ahí todo bonito. Solamente
despertaron a la realidad cuando descubrieron que no tenían ni olla para
cocinar, ni herramientas para labrar la tierra, ni animales para criar
y, lo peor, no tenían dónde vivir.
–Creo que era muy pronto para casarnos –advirtió Genoveva después de
prestarse ollas de su madre para preparar caldo de lo que sea.
Sólo el ayni les salvó de la pobreza total cuando, días después, los
vecinos y los familiares trajeron papa y maíz, vaquillas y ovejas,
arados y lampas. Para que hagan casa y cerco, la comunidad les donó dos
hectáreas de tierra en plena pampa, cerca del lugar donde tumbaron la
yunsa. Entre todos levantaron las dos primeras chozas.
Era una llanura pelada como la cabeza de un calvo, cubierta por un
pasto diminuto que parecía una simple vellosidad. Como no había con qué
hacer cerco, Abelardo cargó piedras en la espalda desde la orilla del
río, casi un kilómetro de distancia. En una semana logró avanzar apenas
tres metros de muro. Pasó los siguientes días abriendo la tierra aquí y
allá, con la esperanza de hallar roca.
–¿Estás buscando petróleo? –le bromeaban los pastores.
Meses después, encontró por casualidad, junto a la choza, unas piedras
rojas cuando buscaba raíces achicoria. A punta de barreta las sacó por
montones. A los dos meses ya había cerco y corrales. El segundo cerco se
levantó años después con las mismas piedras cuando un nuevo comunero
vino a instalarse a la pelada pampa: Adelmo Callañaupa.
–Estas piedras son mías, jefe –concluyó Abelardo en la comisaría de Pampachiri–, y las he sacado con mis manos, sin dinamita.
El policía fue paternal pero también severo al soltar “su” aplastante
verdad. Dijo que, según las leyes vigentes, la tierra era de la
comunidad sólo hasta veinte centímetros de profundidad. Abajo era del
Estado, y el Estado lo había concesionado a una empresa canadiense que,
tarde o temprano, vendría a llevarse los minerales.
–El mineral que has traído no es tuyo sino de la empresa –explicó el
suboficial–. Lo que has hecho es robar y eso se castiga con cárcel. Para
efectivizar la denuncia ya está en camino el fiscal de la provincia…
Mientras llega, quedan detenidos…
Abelardo comprendió que algo no andaba bien en el mundo. “Leyes
vigentes”, “denuncio”, “empresa canadiense”, “robo de minerales”…
7
Los dos encorbatados que llegaron horas después les preguntaron cosas
que ellos no entendían. A todo respondieron con un “no” o un “sí”. Les
subieron después a un patrullero, una camioneta cuatro por cuatro, y
partieron hacia Andahuaylas. Atrás iba el tráiler cargado de piedras.
Por primera vez los dos comuneros se sintieron mejor que encima de un
caballo. El viento frío de la puna no se sentía, los baches de la
carretera tampoco. Bien abrigados y bien sentados, protegidos por los
policías, hasta congresistas parecían, con la diferencia de que ellos
iban presos. ¡Y presos por llevar las piedras de su cerco!
En su desesperación, Adelmo ensayó una salida.
–Si nos dejan ir, jefecitos, podemos darles algo para la gaseosa. Deberán entender que nosotros no conocemos las leyes…
Uno de los policías fue contundente:
–Cinco mil soles y se van… Tres para el fiscal y dos para nosotros…
Para pasar pichikata pagan más de cinco mil… Este mineral en cambio debe
valer una fortuna…
Adelmo aceptó la propuesta pensando en el dinero que poseía de la
venta anterior, pero dijo que la plata se encontraba en su estancia. El
convoy se desvió de la ruta en alguna parte de la carretera y
“solucionaron” el problema. Sólo después de entregar el dinero Abelardo y
Adelmo tomaron la carretera a Nasca. Pero la venta fue mala. El mineral
de Abelardo no valía nada, según los compradores de Nasca.
–Llévense sus piedras, si quieren –les dijeron arrojándoles doce mil soles a los pies.
Descontando transporte y otros gastos, les quedó algo. Compraron ropa y
algunas cosas y tomaron el camino de regreso. En la estancia les
esperaba la noticia de que el Gobierno acababa de promulgar una ley para
encarcelar a los “mineros informales”, entendiéndose como tales también
a todos aquellos que, como Adelmo y Abelardo, vendían las piedras de
sus cercos. No sólo eso: las cosas que los “informales” habían comprado
con el producto de esa venta, serían confiscadas.
La noticia alegró a los policías de la provincia. Como nunca, ahora
detenían a los camiones en cualquier parte de la carretera, en turnos de
doce horas, de día y de noche, para cobrar cupos. Rezaban para que los
camiones traigan minerales. Como eso no sucedía, llegaron al cerco de
Abelardo y levantaron actas sobre la extracción ilícita del mineral, y
amenazaron con cárcel a los comuneros. Las piedras de Abelardo quedaron
regadas en la pampa sin que nadie se atreva a tocarlas.
Los policías ya se sabían de memoria lo que tenían que decir:
–Si no nos pagan, les espera la cárcel…
Una noche Adelmo cogió a su hijo y se perdió para siempre. Hay quienes
dicen que se fueron a la selva para que la temible mano del Estado no
les coja del cuello y les quite el producto de la venta de sus piedras.
Abelardo y toda su familia les siguieron los pasos.
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Tierra desolada y ajena, ésa es la trágica expresión de las llanuras.
Grandes y chicos se han ido por caminos que, tarde o temprano, los
traerán de regreso. No hay en ninguna parte tierra como la tierra amada,
ni pampa como la pampa donde se ha dejado huellas desde la infancia, ni
choza más cómoda como la choza propia. Atrás quedaron todos los sueños.
Ni canales de irrigación para las tierras sin agua, ni cercos vivos a
base de árboles nativos, ni corrales con alambres de púas, ni pasto y
ganado mejorados, ni hijos abogados o ingenieros, ni pararrayos para
plantar en lomas y colinas. Tal vez armas de fuego para protegerse de
los ladrones. De todos los ladrones…
La escalera
I
Pantaleoncha se ha metido de minero. Vendió sus toros y anda en el cerro
reventando piedras. Su mujer dice que ha perdido la razón.
II
Pantacha sigue en el cerro. Yo no creo que haya perdido el juicio. No es
que me haya contagiado. Su fórmula de la escalera viene cogiendo de la
nariz a muchos y los arrastra cerro arriba. El ejemplo es sencillo.
Pantacha vendía cuatro toros cada cinco años. Trescientos soles por
cabeza. Cinco años para mil doscientos soles. A veces perdía su trabajo
de todo ese tiempo en un día cuando los toros se le morían por falta de
pasto o una noche los abigeos se llevaban un par de ellos. Dicen que con
un poco de suerte en minería ganará trescientos soles cada dos días.
III
Yo también venderé mis toros. La fórmula de la escalera me ha
convencido. Dice Pantacha que los pobres nacemos en el último escalón de
la sociedad. Eso, por supuesto, no es malo. Lo malo es quedarnos
sentados como un queso sin hacer nada. Nuestra fuerza e inteligencia son
suficientes para avanzar al primer escalón. Eso dice. Su vida es una
clara lección. Se casó sin un sol en los bolsillos hace ya treinta años.
Ayudando en la chacra se ganó unos soles, con los que compró un par de
cuyes. Todas las mañanas iba a los cerros a juntar pasto. Los cuyes
aumentaron a cincuenta. Los vendió y compró un gallo y cinco gallinas.
En dos años ya tenía treinta gallinas y diez gallos. Los vendió y compró
un carnero y cinco ovejas. En cinco años logró aumentar a cincuenta
cabezas. Los vendió y compró un toro y tres vacas. Llegó a tener diez
vacas y cinco torillos. Había llegado ya al primer escalón en la
comunidad. Era hora de pasar a la siguiente etapa: vender los toros para
comprar pequeñas máquinas de minería… Yo no nací en el último escalón
de la sociedad. Mis padres avanzaron hasta las vacas después de toda una
vida de privaciones. He decidido no quedarme en las vacas.
IV
Yo también ando en los cerros reventando rocas. Como soy soltero, no hay
quien me diga que he perdido la razón. Si vieran las cosas que suceden
en estos cerros. La energía de la dinamita despierta a las piedras, les
da vida. Adquieren éstas la agilidad del cernícalo y salen disparadas
hacia el cielo. Es flor de nube letal que se abre sobre mi cabeza. Caen
después las rocas como enormes granizos, filudos o puntiagudos.
V
Esa mujer descalza que pasta ovejas en el bofedal, callada como la
piedra, escoltada por un perro, es la pastora hilandera. Está aquí desde
que nació y no conoce más mundo que las peladas pampas, los escarpados
riscos.
VI
La pastora baja del cerro detrás de las ovejas. Dejo la comba y el
barreno y voy hacia ella. Soy el zorro que se esconde en el ichu, el
minero tímido que quiere escuchar la canción que canta. Su voz de viento
recuerda otros tiempos, habla de sueños que se parecen a los míos. Yo
vine a estos cerros arrastrado por los sueños. Y los sueños tienen, en
estas tierras, olor a dinamita, a soledad infinita.
VII
Yo no estoy solo, tú tampoco, pastora hilandera. Mis manos saben de
abruptas montañas, mis pies han recorrido caminos empedrados y
polvorientos. En las noches te hablaré de otros pueblos, te cantaré
canciones de esperanza. Tú me mostrarás los secretos de tu pecho. El
calor de los deseos fundirá nuestros cuerpos en un crisol de arcilla.
Otro día nacerá un ser de bronce que tallará estas cordilleras y
cabalgará en el viento.
VIII
Pantacha se ha comprado una camioneta y acaba de lanzar un plan para el
minero. Dice que el crecimiento debe ser por etapas. La primera es la
artesanal, cuando uno trabaja con comba y punta. La segunda es la del
pequeño minero: maquinarias simples y concesión propia. En la tercera
etapa, la de mediano minero, ya se debe contar con concesión propia y
medianas maquinarias. La última, la cuarta, es la del gran minero: es
cuando se debe expulsar del país a las transnacionales. Eso sí, siempre
en armonía con la Pachamama y con la sociedad. Ahorro permanente y mucha
disciplina. Los mineros somos una sola familia, dice Pantacha. La
honradez es fundamental: el cerro no le da nada al que roba al hermano.
Debe existir solidaridad con los demás para avanzar y organización para
defenderse.
IX
El cerro me ha sonreído. Mi veta ha empezado a producir cobre de alta
ley. La pastora hilandera, que vive conmigo, ahora hila mis sueños. Y
mis sueños son, en sus manos, suaves como la lana, puros como la nieve.