Abajo del puente
por Herbert Mujica Rojas
El precio de ser independiente, (eufemismo lindo para no decir desempleado), obliga a un traslado por la gran metrópoli que es Lima y el pasaje por no pocos de sus puentes en avenidas que parecen hormigueros peatonales, de enorme congestionamiento, ruido monstruoso y gritones “llenadores” de combis y buses. Abajo del puente —de cualquiera de ellos— hay otro mundo, un caos neurótico y desestabilizador y un ejercicio de paciente espera resignada hasta que los choferes se acomeden a quitar el pie del freno.
El precio de ser independiente, (eufemismo lindo para no decir desempleado), obliga a un traslado por la gran metrópoli que es Lima y el pasaje por no pocos de sus puentes en avenidas que parecen hormigueros peatonales, de enorme congestionamiento, ruido monstruoso y gritones “llenadores” de combis y buses. Abajo del puente —de cualquiera de ellos— hay otro mundo, un caos neurótico y desestabilizador y un ejercicio de paciente espera resignada hasta que los choferes se acomeden a quitar el pie del freno.
Debajo de los puentes no funcionan los celulares, tampoco las llamadas a la cordura pues el cobrador de combi se empeña en seguir llamando a víctimas a compartir la ruta y con la jaculatoria “al fondo hay sitio”, encapsula al pobre viandante que quiere dejar de serlo, en virtualmente un adorno sentado, de pie o pisando al prójimo.
Quien aborde su movilidad, de ida y de vuelta, en —por citar un ejemplo cotidiano y horroroso— el Puente Primavera, en la avenida de ese nombre y la carretera en Surco, sabe que en la estación el vehículo asentará su férrea contextura no menos de 8 a 10 minutos. No importa si salió temprano o tiene prisa, para estos personajes —chofer y cobrador— sólo hay una motivación: llenar la nave y si eso tarda más de 10 minutos ¡pues qué importa!
La cultura urbana permite que todo esto suceda aunque sea irregular y hasta inhumano. No hay un reglamento —y si lo hay, nadie lo cumple— que civilice esta clase de relaciones de clientelaje: el cobrador suele ser grosero; el chofer es impasible y el pasajero aguanta el vejamen por la simple razón que no tiene cómo ir a su trabajo o volver a su casa o cumplir con la tarea encomendada.
Tiempo atrás se dijo que la enorme cantidad de combis aliviaría la congestión e impediría la gente de pie en el transporte. No sólo eso: se dieron normas para que los vehículos contratasen seguro para sus clientes. No obstante aquello, es de amplio conocimiento que la mayor cantidad de accidentes —no pocos fatales— ocurren por impericia de los choferes o por esas malditas carreras en las avenidas.
Muy temprano los vendedores expenden desayuno y menudean exquisitos panes y colaciones suficientes para saciar hambres de todo calibre. Eso está muy bien. Lo que está muy mal es que la gente elimine las bolsas y servilletas en cualquier parte formando montículos y pudrideros que expelen mal olor, atraen moscas y son signo inequívoco de barbarie. Las municipalidades no incrementan el número de tachos y, para colmo de males, no hay campañas educativas que instruyan a los caminantes y consumidores en la sana costumbre de usar estos depósitos para su fin específico: la basura.
La salvajización —de algún modo hay que llamarla— es pan de cada día. No parece molestar ni incordiar a ningún tipo de autoridades desde las sanitarias, municipales o de cualquier índole por la simple sinrazón que nadie entiende que esta bestialización se inocula con mucha facilidad e insolencia en el cuerpo colectivo que lo “asimila” y lo asume como parte de sus vidas. Y no lo es.
Así como la gente hizo del uso del cinturón una ley que cumple por varias razones: multa al chofer, o para preservar la vida, entonces, la conducta con limpieza, decoro, cortesía, rapidez y funcionalidad en los paraderos debía reemplazar todo lo narrado que es un infierno diario de nunca acabar. ¿Cómo hacerlo? He allí la gran cuestión.
Lo primero y fundamental es reconocer que estamos comportándonos como animales de la peor clase: sin ton ni son. Hay que preguntarse: ¿se puede ser bestia en las carreteras y en los paraderos y trabajadores, profesores o alumnos o gerentes en nuestros locales? ¿por causa de qué tanta hipocresía e impostura?
Esto ocurre en múltiples escenarios de la vida del país. En la política unos sinverguenzas sobre los cuales hay fundadas sospechas de corrupción no se largan por decisión propia y en cambio practican la vendetta de mafiosos que se sacan los trapos al aire y con la complicidad de los medios de comunicación que a veces hasta gozan con estas bambalinas. ¿No es la toma de carreteras una forma de extorsión, según dicen, porque ya no hay otra “forma de protestar”?
¿Quién o cuántos protestan cuando los intríngulis de coimas millonarias por el negocio del armamento sobrevaluado, empobrece al Perú? ¿saben los ministros o funcionarios cuánto se roba al pueblo? ¡Claro que lo saben! ¡Hay derecho a preguntarse cuánto toca a cada sinverguenza de estas ferias expoliadoras!
Este es un tema simple que muestra la desgarradora situación de embrutecimiento masivo en que vive el país. No reconocerlo es parte de esa hipocresía colectiva tan beneficiosa para las castas gobernantes que no saben sino decir: “así es el Perú”. ¡Bah!
¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
¡Sólo el talento salvará al Perú!
Lea www.voltairenet.org/es
hcmujica.blogspot.com
Skype: hmujica
Quien aborde su movilidad, de ida y de vuelta, en —por citar un ejemplo cotidiano y horroroso— el Puente Primavera, en la avenida de ese nombre y la carretera en Surco, sabe que en la estación el vehículo asentará su férrea contextura no menos de 8 a 10 minutos. No importa si salió temprano o tiene prisa, para estos personajes —chofer y cobrador— sólo hay una motivación: llenar la nave y si eso tarda más de 10 minutos ¡pues qué importa!
La cultura urbana permite que todo esto suceda aunque sea irregular y hasta inhumano. No hay un reglamento —y si lo hay, nadie lo cumple— que civilice esta clase de relaciones de clientelaje: el cobrador suele ser grosero; el chofer es impasible y el pasajero aguanta el vejamen por la simple razón que no tiene cómo ir a su trabajo o volver a su casa o cumplir con la tarea encomendada.
Tiempo atrás se dijo que la enorme cantidad de combis aliviaría la congestión e impediría la gente de pie en el transporte. No sólo eso: se dieron normas para que los vehículos contratasen seguro para sus clientes. No obstante aquello, es de amplio conocimiento que la mayor cantidad de accidentes —no pocos fatales— ocurren por impericia de los choferes o por esas malditas carreras en las avenidas.
Muy temprano los vendedores expenden desayuno y menudean exquisitos panes y colaciones suficientes para saciar hambres de todo calibre. Eso está muy bien. Lo que está muy mal es que la gente elimine las bolsas y servilletas en cualquier parte formando montículos y pudrideros que expelen mal olor, atraen moscas y son signo inequívoco de barbarie. Las municipalidades no incrementan el número de tachos y, para colmo de males, no hay campañas educativas que instruyan a los caminantes y consumidores en la sana costumbre de usar estos depósitos para su fin específico: la basura.
La salvajización —de algún modo hay que llamarla— es pan de cada día. No parece molestar ni incordiar a ningún tipo de autoridades desde las sanitarias, municipales o de cualquier índole por la simple sinrazón que nadie entiende que esta bestialización se inocula con mucha facilidad e insolencia en el cuerpo colectivo que lo “asimila” y lo asume como parte de sus vidas. Y no lo es.
Así como la gente hizo del uso del cinturón una ley que cumple por varias razones: multa al chofer, o para preservar la vida, entonces, la conducta con limpieza, decoro, cortesía, rapidez y funcionalidad en los paraderos debía reemplazar todo lo narrado que es un infierno diario de nunca acabar. ¿Cómo hacerlo? He allí la gran cuestión.
Lo primero y fundamental es reconocer que estamos comportándonos como animales de la peor clase: sin ton ni son. Hay que preguntarse: ¿se puede ser bestia en las carreteras y en los paraderos y trabajadores, profesores o alumnos o gerentes en nuestros locales? ¿por causa de qué tanta hipocresía e impostura?
Esto ocurre en múltiples escenarios de la vida del país. En la política unos sinverguenzas sobre los cuales hay fundadas sospechas de corrupción no se largan por decisión propia y en cambio practican la vendetta de mafiosos que se sacan los trapos al aire y con la complicidad de los medios de comunicación que a veces hasta gozan con estas bambalinas. ¿No es la toma de carreteras una forma de extorsión, según dicen, porque ya no hay otra “forma de protestar”?
¿Quién o cuántos protestan cuando los intríngulis de coimas millonarias por el negocio del armamento sobrevaluado, empobrece al Perú? ¿saben los ministros o funcionarios cuánto se roba al pueblo? ¡Claro que lo saben! ¡Hay derecho a preguntarse cuánto toca a cada sinverguenza de estas ferias expoliadoras!
Este es un tema simple que muestra la desgarradora situación de embrutecimiento masivo en que vive el país. No reconocerlo es parte de esa hipocresía colectiva tan beneficiosa para las castas gobernantes que no saben sino decir: “así es el Perú”. ¡Bah!
¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
¡Sólo el talento salvará al Perú!
Lea www.voltairenet.org/es
hcmujica.blogspot.com
Skype: hmujica