Gonzalo Fernández Puyó
Por Manuel Rodríguez Cuadros
La diplomacia es una de las actividades profesionales más crípticas en el imaginario de la opinión pública. Dueña, desde siempre, de los prejuicios más extremos. Flaubert la definía como una “magnífica carrera, pero preñada de dificultades y henchida de misterios”. León Tolstoi asignaba ese temperamento al diplomático Bilibin, uno de los personajes de La Guerra y La Paz que, pragmático, no se preguntaba mucho por el porqué de sus misiones sino sobre el cómo realizarlas.
La diplomacia es una de las actividades profesionales más crípticas en el imaginario de la opinión pública. Dueña, desde siempre, de los prejuicios más extremos. Flaubert la definía como una “magnífica carrera, pero preñada de dificultades y henchida de misterios”. León Tolstoi asignaba ese temperamento al diplomático Bilibin, uno de los personajes de La Guerra y La Paz que, pragmático, no se preguntaba mucho por el porqué de sus misiones sino sobre el cómo realizarlas.
La diplomacia es una profesión que se eleva sobre el prejuicio de su propia imagen. Es altamente especializada y consiste en elaborar, ejecutar y evaluar la política exterior del Estado en todos los ámbitos de las relaciones externas. En ese sentido es multidisciplinaria, aunque didácticamente se puede diferenciar su campo de acción en tres áreas esenciales: la política-jurídica, la económica, comercial y financiera y la correspondiente a la defensa y la seguridad nacional.
Como el diplomático representa los intereses de su Estado y sociedad nacional su trabajo se realiza, esencialmente, en un medio descentralizado: la sociedad internacional. Si hubiese un solo Estado mundial, no habría diplomacia, sino un parlamento universal. Pero como la sociedad internacional la conforman cerca de 200 Estados nación, las relaciones y los procesos de cooperación y conflicto entre ellos se realizan a través de las relaciones exteriores. Y los diplomáticos, que son una suerte de políticos profesionales al servicio del Estado, son los actores fundamentales de la política mundial.
Alejada la profesión del prejuicio, los diplomáticos además de ser analistas y negociadores especializados, deben en lo personal y funcional cultivar algunos valores. Harold Nicholson, en su obra ¿Qué es la diplomacia?, un clásico en la materia, resume esas calidades humanas y funcionales que el diplomático ideal debiera cultivar: la lealtad al Estado y la sociedad que representa; la veracidad y la credibilidad, que constituyen el requisito mínimo y el atributo máximo de la representación y la negociación; la precisión que implica certeza intelectual y moral; el buen carácter que contribuye a una buena reputación e intensifica la credibilidad; la paciencia y calma, que permiten guardar imparcialidad y precisión y, finalmente, la modestia, para no dejarse envanecer y jactarse de las victorias y éxitos, que los hay.
Pocos diplomáticos he conocido en los que estas virtudes se encarnen en forma tan equilibrada como en el caso del embajador Gonzalo Fernández Puyó, cuya vida luego de 92 años se ha apagado el viernes 2 de julio. La Primera, 08.07.2010.
Como el diplomático representa los intereses de su Estado y sociedad nacional su trabajo se realiza, esencialmente, en un medio descentralizado: la sociedad internacional. Si hubiese un solo Estado mundial, no habría diplomacia, sino un parlamento universal. Pero como la sociedad internacional la conforman cerca de 200 Estados nación, las relaciones y los procesos de cooperación y conflicto entre ellos se realizan a través de las relaciones exteriores. Y los diplomáticos, que son una suerte de políticos profesionales al servicio del Estado, son los actores fundamentales de la política mundial.
Alejada la profesión del prejuicio, los diplomáticos además de ser analistas y negociadores especializados, deben en lo personal y funcional cultivar algunos valores. Harold Nicholson, en su obra ¿Qué es la diplomacia?, un clásico en la materia, resume esas calidades humanas y funcionales que el diplomático ideal debiera cultivar: la lealtad al Estado y la sociedad que representa; la veracidad y la credibilidad, que constituyen el requisito mínimo y el atributo máximo de la representación y la negociación; la precisión que implica certeza intelectual y moral; el buen carácter que contribuye a una buena reputación e intensifica la credibilidad; la paciencia y calma, que permiten guardar imparcialidad y precisión y, finalmente, la modestia, para no dejarse envanecer y jactarse de las victorias y éxitos, que los hay.
Pocos diplomáticos he conocido en los que estas virtudes se encarnen en forma tan equilibrada como en el caso del embajador Gonzalo Fernández Puyó, cuya vida luego de 92 años se ha apagado el viernes 2 de julio. La Primera, 08.07.2010.