No a la masacre de Libios

Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe

Después de Libia ¿a quién le toca?


Sufrimos un ataque tan grave de apatía que en nuestra modorra no importa sacrificar la vida de millones de seres humanos con tal de seguir creciendo infinitamente en un planeta de recursos finitos. El crecimiento es Dios; es la idea absoluta hegeliana desenvolviéndose en una historia abstraída del universo, una historia existente exclusivamente en el cerebro de quienes se creen eternos.
Los primeros en pagar con sus vidas la crisis del sistema y el calentamiento global son los pobres, se afirma en un reciente número del semanario estadounidense Time, insospechable del pecado mortal de socialismo, marxismo o extremismo.

A los extremos nos lleva el sistema en que vivimos, su plutocracia, sus geniecillos formados en Harvard y empleados en Wall Street. Sobre la desgracia de los siervos del neofeudalismo, los geniecillos se ganan Rolex de cien mil dólares, cocaína peruano-colombo-mexicana, heroína afgana, la pertenencia a cofradías y redes donde se lubrica la cretinidad.

Para ser presidente de Estados Unidos se necesita una escalera grande más cientos de millones de dólares. Se habla ya de que la próxima campaña de Obama costará un billón de dólares.

¿Eso es democracia? No. Es la dictadura del interés compuesto, acaso en una fase terminal semejante a la que llevó al genocidio —sin distingo de genes ni nacionalidades— de dos guerras mundiales y la de Vietnam en el siglo XX. ¿Cuántos holocaustos hubo en el siglo pasado? ¿Por qué lo de Vietnam y Camboya no se llama holocausto? ¿Se ha patentado el sustantivo? ¿O no lo llamamos holocausto porque lo perpetramos nosotros o nuestros aliados?

Existe un grupo de veteranos estadounidenses que ayuda a encontrar los cadáveres de más de trescientos mil soldados vietnamitas cuyas almas aún andan penando por los campos de su país.

No son democráticos los gobiernos que mandan asesinar libios a sangre fría. No están en sus cabales quienes celebran la muerte de civiles en Libia, Afganistán e Irak con fanfarria de heroísmo para los que disparan desde muy alto o desde la pantalla a través de la cual envían su mensaje de muerte a naves no tripuladas.

Más de cien mil veteranos americanos tendrán que ser atendidos el resto de sus vidas por la gravedad de sus lesiones. Más de diez mil jóvenes estadounidenses han perdido la vida sólo en Irak. Washington ha causado la muerte de más de cien mil irakíes y afganos —usando fuentes conservadoras— debido a sus vicarios: Saddam Hussein, los talibanes y Osama bin Laden eran aliados de Washington contra Irán y la Unión Soviética.

Dime quiénes son tus aliados.

Después de años de guerra, Washington es dueño del cagatorio enchapado en oro de Saddam Hussein, su ex socio, pero la verdad y el futuro le siguen siendo esquivos.

Traduzco un párrafo de La gran guerra por la civilización — la conquista del Medio Oriente, uno de los libros de cabecera sobre los siglos XX y XXI, escrito por Robert Fisk:

Hacia 1996, se estimaba que medio millón de niños iraquíes habían muerto como resultado de las sanciones. Madeleine Albright, por entonces embajadora de Estados Unidos en Naciones Unidas, proporcionó una réplica infame cuando se le preguntó acerca de las sanciones en el programa 60 Minutes de CBS. La entrevistadora Leslie Stahl se lo planteó a Albright: "Hemos oído que medio millón de niños han muerto. Es decir, más niños de los que murieron en Hiroshima. ¿Vale la pena el costo?" Albright replicó: "Creo que es una opción muy dura, pero el costo... creemos que el costo valió la pena." (704)

Mil veces más hubiera valido condenar a Saddam Hussein a cadena perpetua para que escribiera sus memorias o fuera entrevistado y así quizá conocer con mayor detalle el uso que hizo del gas, fabricado a partir de un compuesto de cianuro de hidrógeno desarrollado con la ayuda de una empresa alemana, para matar iraníes y curdos, con el encubrimiento diplomático de Washington. (Fisk 214)

En Libia se mata a civiles para proteger a los civiles. Lo matan a usted para protegerlo a usted. Si el remedio que le ofrecemos por televisión le causa la muerte, consulte con su médico cuanto antes.

La diferencia entre el poder de fuego de los países agresores y el de los países agredidos u ocupados es tan grande que no se trata de guerras sino de exterminios mal disimulados por la aberrante uniformización mediática. Afortunadamente, existen casos de valor y amor a la verdad, como los de Robert Fisk, Mike Prysner y los pilotos judíos que se negaron a bombardear a la población civil palestina. Sé que aumenta la cifra de palestinos que se niegan a asesinar a civiles judíos.

El muro de Cisjordania ha reemplazado al Muro de Berlín: judíos y palestinos son el mismo pueblo.

Lo que más temen los señores de la guerra es la confraternización entre las tropas, entre los pueblos que se matan entre sí, mientras yates de doscientos millones de dólares navegan por océanos infestados de basura. Manifestarnos contra la matanza de libios es una manera de alentar la confraternización, como lo es llamar al cese de hostilidades entre palestinos y judíos, entre americanos, afganos e iraquíes, y, hoy más que nunca, entre árabes.

Si a nosotros, los cincuentones de ahora, nos perseguía la policía por exigir educación y salud gratuitas, democracia, justa distribución de la riqueza y el fin del genocidio de vietnamitas, los jóvenes de hoy deben asumir la memoria y el porvenir para detener el asesinato de libios, la destrucción del derecho a la vida, a un medio ambiente sano y a la felicidad dentro de los límites de la condición humana.

"¿Quién le puede poner puertas al campo?", se preguntaba Cervantes a principios del siglo XVII, sin brindar respuesta porque le parecía imposible que se cercara la inmensidad. "¿Quién puede privatizar la lluvia?", pregunto cuatroscientos años después. Parte de la respuesta yace en el acuífero que comparte Libia con los países vecinos, en la boyante industria de los combustibles y el agua fósiles.

¿Qué yace y quiénes yacerán en el Perú? Nada ni nadie. Explotaremos racionalmente el qué y evitaremos a toda costa el quiénes.

Dios ha sido privatizado. Sus acciones se cotizan al alza. Los más pobres y la clase media-media pagan el precio de la crisis pero se les ha prohibido el ingreso al reino de los cielos, pues el ojo de la aguja y el camello también se curten a disgusto en una bóveda privada.