Piérola-García: megalomanías en el tiempo

Por Herbert Mujica Rojas


La ridiculez es como el capital: no tiene patria, tampoco nacionalidad, menos un tiempo histórico determinado. Se reproduce aquí o acullá, allende y aquende, urbi et orbi. Está a pesar del adelanto de la ciencia siempre firme para mostrar sus aristas dañinas contra el cuerpo social que lo alberga y el desenfreno elefantiásico de sus protagonistas no cabe en la crónica mundial de la infamia.
En 1881, el dictador Nicolás de Piérola, con fanfarria de la prensa de entonces, la complicidad cucufata de la iglesia y sus bendiciones, la mediocridad de que era dueño don Nicolás para cualquier apresto militar o estratégico, hizo montar con bombos y platillos la Ciudadela Piérola en el Cerro San Cristóbal. ¡Hasta cañones trasladaron allí bajo el supuesto que había de ser parapeto contra la invasión chilena! La historia, madre y maestra, cuenta que nunca hubo combate de ninguna especie porque los intrusos llegaron por mar y desde el sur.

Como se sabe, los días 13 y 15 de enero de ese año infausto, en San Juan, Chorrillos y Miraflores, se registran batallas sangrientas que culminan en la absoluta derrota nacional y la toma de la capital por Chile.

En la Enciclopedia Universal de la Infamia, gruesos tomos que nuestros historiadores plásticos olvidan consultar, debe estar registrada la abyecta contradicción de que, con el enemigo en las puertas de Lima, un señor como Nicolás de Piérola alentaba fiestas y celebraciones que a la postre constituyeron parte de la tragedia.

Dimos cuenta de cómo, meses después, el señor Piérola, sin mando, en la soledad absoluta, estuvo en Lima conferenciando con el jefe de la invasión chilena, Patricio Lynch y que el de las botas a la Federica, usó un documento chileno para dejar el país, tema que nadie ha querido analizar.

Años después, otro presidente, también megalómano, Alan García Pérez, premunido de un obsequio extraño que le hizo la empresa brasileña Odebrecht, decidió, él también, regalar otros S/ 100 mil de su peculio, y con la ayuda de un clérigo no muy amante de los derechos humanos y caracterizado por su conservadurismo fanático, Juan Luis Cipriani, logra la colocación de un Cristo-réplica del Corcovado de Río de Janeiro, en el Morro Solar de Chorrillos.

Ni siquiera porque se enorgullece de considerarse como la reencarnación de Piérola, García Pérez se acordó que ése fue el escenario en que cayeron miles de hombres y mujeres defendiendo a Lima de la invasión de los del sur. Y que en lugar del Cristo-réplica, bien pudieron haber, con más propiedad y sindéresis, construido el Museo de Sitio, saneado la Estatua al Soldado Desconocido y haber hecho circuitos turísticos, internos y externos, para hacer conocer así a la ciudadanía de cómo pelearon los peruanos de entonces.

Es conveniente denotar que Piérola no tuvo un ministro de Cultura tan a la carta como lo es Juan Ossio para García Pérez. El antropólogo de marras, para otorgarle justificación teórica al Cristo-réplica, fue noticiado, en algún instante de qué ocurrió allí y entonces tomó conocimiento de los trágicos sucesos de 1881 y no dejó de hacerlos constar por escrito.

¿Alguna duda de cómo la ridiculez en que caminan los megalómanos, se repite en el tiempo?

Piérola ha gozado de la benevolencia y simpatía de historiadores que han ocultado capítulos extraños y circunstancias injustificables de su accionar público. Por el contrario sí otorgaron loas superlativas a su gestión entre 1895-1899 y por poco le reputaron como el pro-hombre de la república y siempre para disimular su pasado vergonzante y atrabiliario.

García Pérez tendrá muchas dificultades para hacer tragar los sapos de su gestión, hasta las últimas, con esa facilidad. Su gobierno, el gabinete de ministros, la irresponsabilidad y dejadez llevan la impronta macabra de civiles muertos en Huancavelica, Huancayo, Juliaca y Puno.

¿Se atreverá el señor que se va, el del Cristo-réplica, como fin de fiesta, a indultar al delincuente Alberto Kenya Fujimori? Esperemos que no. Pero nadie descarte esa opción.

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