¿Descansa en paz Walter Oyarce?
Por Herbert Mujica Rojas
El titular que figura en el portal de RPP afirma que Walter Oyarce ya descansa en paz. ¡Qué fácil! Al joven de casi 24 años le fulminó una pandilla de rufianes y desadaptados tirándolo desde un palco y por todo “consuelo” un medio de comunicación afirma que ha encontrado la paz. El proyecto de vida de un mozo a quien no conocí, del que no sabía nada o con el que de repente jamás hubiera tenido relación alguna, se truncó violentamente por el acto criminal de asesinos. ¿Vamos a seguir “consolándonos” hipócritamente lamentando el oprobioso hecho digno de las sentinas y los huecos abisales de las peores sociedades? ¡De ninguna manera, hay que actuar de una buena vez!
Y la convocatoria debiera repicar en el espíritu de una sociedad que admite como normal la existencia de pandillas de forajidos y las bautiza como “barras bravas” para no llamarlas por su nombre: delincuentes. No sólo eso: las barniza, a las gavillas, como depositarias de un entusiasmo en defensa de sus equipos deportivos, sólo que nadie atina a explicar por causa de qué en lugar de cánticos de aliento, vomitan insultos y por argumentos usan pistolas o armas blancas. Todo esto lo sabe la Policía Nacional a la que no se avitualla con presupuesto, personal, vehículos y autoridad suficientes para pulverizar, con los procedimientos de prevención, apresamiento y detección, a los malhechores y —en Perú todo es al revés— se los ridiculiza, menoscaba y presenta como a esbirros de los gobiernos de turno.
¿Será suficiente que el presidente Humala y que su primer ministro Lerner, pronuncien palabras sentidas o asistan al entierro? Me temo que eso es parte del armazón clásico que tanto destacan los medios de comunicación y siempre dentro de la abultada crónica roja que es la mayoría de su línea informativa. Prender un canal de televisión, sintonizar una radioemisora, equivale a abrir la compuerta a ríos de sangre, violaciones, chavetazos, choques truculentos y todo el resto de importantes sucesos queda al margen porque lo mórbido vende más.
Si el Estadio Monumental del Club Universitario de Deportes carece de licencia ¿cómo es que funciona y deviene en escenario de tragedias vergonzantes como la del sábado último? ¿qué esperan las autoridades para poner lacre a esas puertas y poner en vereda a los responsables?
¿Qué le dice la sociedad a la familia Oyarce? Si ese joven no hubiese sido aventado y muerto de mala manera ¡jamás! habría reparado en el inmenso cúmulo de irregularidades que se pasan por alto y bajo la premisa barata que se trata del deporte rey. ¡Qué desfachatez actuar siempre por reacción y jamás por prudencia y antes de la crónica de tragedias! La sociedad no puede decirle gran cosa a la familia Oyarce por la simple razón que en este intríngulis tiene mucha culpa pues ha dejado pasar yerros monstruosos que sólo consiguen el rango de evidencias cuando avientan a un joven desde los pisos superiores del estadio.
Más aún. Si muchos de esos réprobos y hampones que forman parte de las barras bravas fueran entrevistados, la sociedad aprehendería que no es casualidad su existencia, por el contrario, ¡es su fábrica directa y culposa! Hijos de hogares destrozados, hombres y mujeres víctimas del abandono, piezas de complicados esquemas en que todo se resuelve con el vil dinero facilitador de tranquilidades hechizas de los jefes de familia, los facinerosos sólo han podido ver cómo sus presidentes, ministros, parlamentarios y autoridades, son unos vulgares ladrones y fabricantes de coimas con abogados habilísimos en la tejeduría de resquicios legales para cubrir la monra. ¿Qué ejemplo han tenido? ¡Ninguno! ¿Justificaría una parte mínima de lo narrado la existencia de estos elementos lumpenescos? No lo creo, pero sí que contribuye a que estén diseminados por calles y plazas y que la sociedad los reconozca como “parte” integrante de su cuerpo vivo.
En Perú los medios de comunicación mienten a diestra y siniestra y la verdad no concita el más mínimo interés. Lo que vende, forja espectáculo, parece escandaloso o mórbido, tiene preferencia. De cada diez titulares 8 ó 9 se refieren a crímenes, choques, vandalismo, violaciones de padres degenerados a hijas, estupros, etc. A nadie parece inquietarle semejante coprolalia por la simple sinrazón que aquí llueve para arriba.
Es hora que el Estado y el gobierno comprendan que la violencia urbana y fuera de la ciudad nos destruye por la animalización de la sociedad, nos retorna a la época de las cavernas y nos adentra en la ley de la selva. ¿Sería mucha insolencia predecir que pronto los pistoleros dejarán las armas pequeñas para iniciarse en el uso de ametralladoras de guerra en los principales cruceros de las ciudades de todo el país?
No tenía que irse Walter Oyarce. A él aguardaba, en las postrimerías de sus estudios universitarios, un futuro de ensueño vía el esfuerzo y la ciencia. Un miserable grupo de hampones le asesinó y con eso también yuguló las esperanzas que en Walter había depositado su familia, sus amigos, una sociedad que espera que sus mejores hijos rindan su cuota en la construcción de un Perú justo, culto y soberano.
¡Hay que exterminar a las pandillas callejeras, a las de saco y corbata, inmunidad y fajín y a todas encaminarlas hacia la ley y el orden. Lo inverso es ahondar el caos existente.
Y mañana, la víctima, podría ser cualquiera de nosotros. O nuestros hijos o padres o parientes o amigos.