El lenguaje, raíz de la corrupciónchismosos

Por  Carlos Miguélez Monroy*

El rescate millonario con dinero público a numerosas cajas de ahorro ha contribuido a la indignación ciudadana en España. Los motivos para indignarse no quedan ahí. Antes de ser despedida por “irregularidades” en su gestión, la ex directora de la Caja de Ahorros del Mediterráneo realizó lo que se conoce como “contabilidad creativa” para fijarse un sueldo de 600.000 euros anuales y una pensión vitalicia de 370.000 euros cada año en caso de despido. La fiscalía Anticorrupción ve indicios de delito y el juez Fernando Grande-Marlaska, de la Audiencia Nacional, tiene competencia para llevar el caso. Algo similar ha sucedido con Novacaixagalicia, que ha recibido fondos públicos por casi 2.500 millones de euros. Tres de sus directivos han recibido casi 24 millones de euros por su despido. Cada uno.

 

Esto sucede al mismo tiempo que miles de personas pierden su casa por no poder hacer frente al pago de hipotecas abusivas. Además de quedarse sin vivienda, mantienen deudas que, en muchos casos, no podrán pagar hasta que se aborde la posibilidad de cancelar la deuda con la entrega del inmueble, entre otras iniciativas.

“Los contratos están hechos para cumplirse”, argumentan quienes, en el fondo, se sienten amenazados por las exigencias ciudadanas de acabar con algo que ya no se puede considerar privilegio, sino un crimen en las circunstancias actuales. Si los contratos están para cumplirse al pie de la letra, las cajas de ahorros, convertidas en bancos controlados por partidos políticos cuando antes tenían un fin social, pagarán millones de euros durante años para cumplir con el pago de esas pensiones vitalicias. Esto sucede mientras cinco millones de personas en España no tienen trabajo, 300 mil han sido desahuciadas y miles de españoles preparados empiezan a buscar suerte en el extranjero.

No basta con despedir a ejecutivos y funcionarios culpables de  corrupción. Los jueces en España señalan el camino a seguir en ese sentido: investigar los indicios de delito y, si se prueba la culpabilidad de estos cargos, hacerlos cumplir la condena que les corresponde.

Al conocer casos europeos, con frecuencia se oye decir a ciudadanos de países con altos índices de corrupción: “al menos ahí dimiten. En nuestro países roban más y se mantienen en sus cargos”. Cuando estaba imputado el ex presidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, por aceptar trajes de miles de euros como regalos de empresarios para influir en la concesión de contratos, se llegó a decir en México: “la que están armando por unos simples trajes”. Pocos medios de comunicación supieron explicar que se trataba de una trama que desviaba millones de euros públicos para fines particulares.

Algo que se ha alterado, se ha echado a perder, se ha depravado, dañado o podrido, en la acepción clásica de “corrupción”, no se puede atajar con correctivos en sus fases más avanzadas. En los últimos quince años han entrado en vigor siete tratados internacionales para la lucha contra la corrupción. Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos, la Unión Africana y los países de la OCDE comprendieron que la corrupción alimenta el crimen organizado y frena el progreso de los países. Se calcula que las grandes fortunas de Grecia tienen casi el equivalente al primer rescate que recibió para evitar su colapso: 300.000 millones de euros.

En la raíz del problema están la educación y la responsabilidad de los medios a la hora de informar sobre estas cuestiones. Está en el lenguaje, en no permitir que la frecuencia de los abusos nos acostumbre a algo que produce estragos en la moral de las sociedades y en las arcas públicas.

Países como México no podrán solucionar sus problemas con la violencia y el crimen organizado mientras jueces, militares, policías, funcionarios públicos y los fiscales se vendan por el dinero que amasan los grandes cárteles de la droga y las redes de contrabando. Sobre todo, mientras los ciudadanos mantengan una actitud pasiva y culpabilicen a “los de arriba” de una corrupción que ha inoculado todo el tejido social. Se trata de alcanzar pactos de Estado para que, gobierne quien gobierne, se sigan unas directrices educativas para unas nuevas generaciones que heredarán un mundo corrompido. Al menos agradecerán que cambiemos el chip.  

*Periodista, coordinador del CCS

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