¿Sólo cada cuatro años?
Daniel Innerarity (*)
La democracia es un sistema político que inflama nuestras expectativas; nos hace creer en cosas tan irrenunciables e imposibles como que una sociedad libre se gobierna por sí misma, que son idénticos los que gobiernan y los gobernados.
Buena parte de los debates que ha suscitado el movimiento del 15-M han puesto de manifiesto las paradojas de la soberanía popular. Por un lado, el ideal de una democracia plena, el deseo de participación, la exigencia de una ratificación popular de las decisiones, que la representación refleje con la mayor precisión posible a lo representado, mandatos más rígidos por parte de los electores, reivindicación de que los representantes cumplan lo que prometen... Desde esta aspiración, votar parece muy poco.
Frente a ellas hay posiciones que sostienen, con distintos matices, que la mayor democracia a la que podemos aspirar es una oligarquía competitiva. Al mismo tiempo, no es fácil adivinar cómo puede ser una democracia sin organismos que intervienen en las decisiones políticas y que no hemos elegido o solo de manera muy indirecta (como los jueces, las autoridades independientes o determinados organismos internacionales). La experiencia nos enseña que la democracia no está hecha siempre por demócratas, sino por jacobinos y férreos aparatos, defendida por leyes de excepción y sostenida por una opinión pública que detesta a los partidos, pero especialmente a aquellos que no están unidos, es decir, en los que hay crítica y libertad de expresión.
Hay que tener en cuenta que la democracia representativa surgió en un momento en el que era pensable la armonía de intereses y valores en la sociedad. La democracia moderna se concibe con anterioridad a los grandes conflictos sociales de la era contemporánea y al actual pluralismo político. De ahí el antipartidismo de los fundadores de la democracia inglesa y americana, que ha tenido su continuidad en las democracias orgánicas del XX y en los actuales populismos (o en la generalizada aversión hacia los partidos). Supuesta la posibilidad y la conveniencia de que todos quieran vivir bajo las mismas leyes, los partidos eran entendidos como facciones, artificios que rompían la unidad natural de las sociedades. Incluso la idea misma de oposición carecía de sentido. Si el autogobierno del pueblo es literal, si coinciden los que gobiernan con los gobernados, no existe derecho de oposición. La idea de que la gente pueda oponerse a un gobierno elegido mayoritariamente tardó en abrirse paso.
Que la democracia es un sistema representativo significa que los ciudadanos no gobiernan, que es inevitable ser gobernados por otros. Si en las sociedades complejas los ciudadanos no gobiernan es porque hay una dimensión de delegación: los Gobiernos deben ser capaces de gobernar. Si los Gobiernos únicamente hicieran aquello a lo que están autorizados expresamente por las elecciones, esto supondría muchas limitaciones a la hora de gobernar. Cualquier liderazgo tiene costes inevitables en términos de autorización democrática, distanciamientos exigidos por la adopción de decisiones. O justificamos democráticamente esa “distancia” o no tenemos argumentos para oponernos al populismo plebiscitario, que cuenta, a derecha e izquierda, con impecables defensores.
Una democracia no es un régimen en el que se hace lo que todos queremos sino un régimen en el que las decisiones individuales tienen alguna influencia en la decisión colectiva final.
Toleramos que otros nos gobiernen porque es posible la alternancia, que es el procedimiento que permite realizar el ideal de autogobierno en sociedades complejas. Aunque estemos gobernados por otros, podemos estar gobernados por otros diferentes si así lo queremos. Como dice Bernard Manin, la libertad democrática no consiste en obedecerse únicamente a uno mismo, sino en obedecer a alguien en cuyo lugar puede encontrarse uno mañana. Por eso las elecciones son el instrumento fundamental del autogobierno. Entre todos los instrumentos de participación política, las elecciones son el más igualitario.
Por supuesto que las elecciones no deberían ser idealizadas como si la democracia no tuviera ninguna otra exigencia. Pero gracias a esa institución se mantiene viva y se reitera la promesa de autodeterminación democrática.
La experiencia política incluye una cierta desmitificación de la democracia, lo que no nos impide ni apreciarla, ni defenderla ni abandonar el trabajo por mejorarla. Más bien al contrario: son las expectativas desmesuradas lo que más puede cegarnos frente a las reformas posibles. La cuestión es distinguir qué insatisfacciones corresponden a defectos que deben corregirse y cuáles son consecuencia de la limitación de la condición humana y de nuestras formas de organizarnos. Saber en qué, cómo y cuándo no existen alternativas es fundamental para desenmascarar a quienes apelan interesadamente a que no hay alternativas cuando puede y debe haberlas.
(*) Catedrático de Filosofía Política y Social, investigador en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática Cnetro de Colaboraciones Solidarias