Promover la sinceridad y remover la cultura del pretexto

Por Edistio Cámere

Decir la verdad no se agota en revelar la autoría de una acción determinada. Todo acto humano tiene un titular que debe pechar sus consecuencias -entre otras razones- porque éstas afectan a terceros. Cuando se prefiere el anonimato se atenta contra la justicia. Si se actuó bien, el agradecimiento o el reconocimiento es lo que corresponde. Por el contrario, cuando los efectos perjudican a otro(s) resarcir o atenuarlos es lo debido para recuperar la armonía en la convivencia.

La mentira aleja transitoriamente de la reparación. Para acallar la propia conciencia se requiere de justificaciones que como no responden a la realidad terminan por dirigir la conducta, a todas luces incoherente con la verdad. El mayor peligro de aferrarse a la mentira como estilo de vida es la incoherencia. Es preferible pasar un mal momento aceptando la medida correctiva que, por evitarla, elegir configurar paulatinamente una vida basada en el engaño.

La aceptación, el reconocer las cualidades y los defectos -sinceridad con uno mismo- ayuda al propio conocimiento, de manera que aleja de los falsos ideales o del temor a no asumir responsabilidades por subestimarse. El conocerse con realismo hace al hombre más sencillo y, por tanto, menos susceptible. Quien se acepta como es está menos preocupado por el ‘qué dirán’ y más pendiente de actuar con arreglo a unos criterios y principios.

La sinceridad sella y fortalece la amistad. La confianza y la lealtad recíprocas consolidan los lazos amicales. Qué se pensaría de una persona que va al médico aquejada por un fuerte dolor de estómago y ante la pregunta del galeno éste describiera prolijamente los síntomas del dolor pero… del brazo.  La sinceridad es la clave para dejarse ayudar eficientemente. El darse a conocer facilita el consejo adecuado a las propias necesidades y circunstancias.

La mirada objetiva matizada por el afecto del padre o del educador, cuando se muestra tal y como es, permite que uno se conozca mejor; primero, porque nadie es buen juez en su propia causa; y, segundo, cuando se describe un hecho personal se le objetiva y en simultáneo se comprende con más claridad, lo que apoya a la toma de una decisión. Decir la verdad favorece el crecimiento de la libertad porque es el camino adecuado para que aquella se oriente al bien, meta de la felicidad. El ser humano tiene el enorme privilegio de poder contar con personas significativas que puedan auxiliarlo en esa meta.

Cultura del pretexto

Pretexto es todo motivo o causa simulada o aparente que se alega para excusarse de no haber ejecutado algo (Diccionario de la Lengua Española, 2001). Se tiende con facilidad al pretexto porque se es consciente del deber pero también se reconoce que aquel se contrapone a los propios gustos y a la comodidad que no pocas veces influyen en la estructura del orden de las prioridades. El deber siempre convoca, pero no siempre se concurre a la cita. Parece que se impone, pero a pesar de la gravedad de su porte el deber espera y acepta hidalgamente las consecuencias de una libertad que decide y actúa. El deber tiene una cualidad que lo hace constante y perseverante: su sencillez, que aparece en todo su esplendor cuando se le posterga. Sin resentimiento alguno vuelve a presentarse para nuevamente convocarnos.

El riesgo de una cultura del pretexto radica en que la persona pierde el norte y al extremo también el camino hacia su desarrollo personal. El pretexto en los niños es sencillo y simple al punto que una mirada sostenida abre las puertas a la verdad. A medida que se van haciendo adultos las excusas se van sofisticando de manera que la justificación termina convenciendo también a quien la sostiene. Esta convicción formará luego parte de su modo de pensar: uno piensa como vive o vive como piensa.

Los pretextos consuetudinarios, que en el fondo atentan contra la sinceridad con uno mismo y con los demás, impiden: a- Identificar la dificultad que yace y que traba la realización de un determinado deber; y, b- Al no conocer la causa, que puede ser un defecto o una carencia de habilidades, no es posible establecer una estrategia para erradicarla.

Al profesor le corresponde trascender al deber por el deber para enlazarlo con el desarrollo personal. Situarlo más como una suerte de plano inclinado que cuesta porque el ser mejores no se logra por simple espontaneidad, reclama de la propia libertad y responsabilidad. En la medida que el alumno se engañe a sí mismo con pretextos, caminará en sentido contrario. Cada vez más se alejará de su propio fin. Por eso, cuando un niño o joven no cumple con su deber es bueno hacer cumplir lo acordado, mejor aún si junto a ello se le explica con afecto la importancia que tiene en su formación personal y para su futuro.