Nosotros, los intrusos
Daniel Innerarity (*)
Toda sociedad que se democratiza genera un espacio público correspondiente con nuevas lógicas de observación, vigilancia, voluntad de trasparencia, debate y control. Así ocurrió con el surgimiento de los estados nacionales y algo similar ocurre con el espacio mundial.
El fenómeno de Wikileaks es un indicador de que los asuntos geoestratégicos y diplomáticos no están en condiciones de frenar este proceso de publicitación y mantenerse protegidos en el campo del secreto que hasta ahora se les había asignado. No quiere esto decir que el secreto o la discreción vayan a ser abolidos de la diplomacia mundial, sino que están siendo reducidos en virtud de la configuración de una humanidad observadora que dispone de cada vez más instrumentos para conocer lo que pasa en el poder. La lógica que explica este proceso es la imparable irrupción de las sociedades en la escena política.
La diplomacia ha sido un espacio reservado, dominio del secreto, último bastión de la razón de estado, un lugar inmune, el último refugio frente a los asaltos de la democratización, se encuentra hoy asediada por lo que podríamos llamar un derecho de las sociedades a mirar sobre los asuntos internacionales. Estamos transitando hacia una forma de diplomacia pública que rompe con la idea tradicional del secreto. La internacionalización supone una visibilidad creciente de las cuestiones sociales.
El proceso de configuración de un espacio público mundial apunta a la formación de un nuevo sujeto, la humanidad global, que es la evaluadora última de las prácticas políticas. Gracias a la globalización el mundo se ha convertido en un lugar vigilado por el público. Las dinámicas contestatarias han supuesto la entrada de las sociedades en el debate político internacional. Por supuesto que no hay que hacerse demasiadas ilusiones. La opinión que irrumpe sobre la escena internacional no es el contrapoder ideal, una fuerza eficaz que pueda contradecir el poder de los estados.
La función de supervisión de las sociedades apenas impide, no dispone de veto, pero recompone el juego internacional hasta el punto de hacer que la arbitrariedad sea extremadamente costosa. Esta intrusión y vigilancia ya contradice el mero juego del poder o ese beneficio de la ignorancia que ha sido de gran utilidad para los poderosos. Quince millones de personas en la calle, en febrero de 2003, no consiguieron impedir la guerra en Irak, pero contribuyeron decisivamente a deslegitimarla. El actual conocimiento de los “asuntos exteriores” es el primer paso para introducirlos en un espacio de debate en el que cualquiera puede tomar partido fuera de toda tutela gubernamental y de todo alineamiento patriótico. Vivimos en un mundo que rechaza la excusa del secreto, que desearía modificar profundamente el sentido de la diplomacia para insertarla en una pública discusión.
La política internacional se ha beneficiado durante mucho tiempo de la ignorancia. Los estados podían permitírselo casi todo cuando apenas se sabía lo que hacían. El golpe del ejército soviético en Budapest el año 1956 tuvo menos resistencia que el que se repitió doce años más tarde en Praga; para entonces la televisión se había instalado en los hogares europeos y la imagen de los carros desplegados por el Pacto de Varsovia contribuyó a forjar el comienzo de una opinión pública internacional. El actual conocimiento de los “asuntos exteriores” es el primer paso para introducirlos en un espacio de debate en el que cualquiera puede tomar partido fuera de toda tutela gubernamental y de todo alineamiento patriótico.
El siglo XX ha terminado con el monopolio del que disfrutaban los estados en su calidad de únicos actores internacionales. Dicha desestatalización se corresponde con la creación de un espacio público de libre discusión y de compromiso. Somos testigos de genocidios, vulneraciones de la legalidad, opresiones de todo tipo, desigualdades, etc. La mundialización es también un espacio de atención pública que reduce sensiblemente las distancias entre testigos y actores, entre responsables y espectadores, entre uno mismo y los demás. Se configuran así nuevas comunidades transnacionales de protesta y solidaridad. Los nuevos actores, en la medida en que vigilan y denuncian, desestabilizan cada vez más la capacidad del poder para imponerse de forma coercitiva. Ningún estado es propietario de su imagen. La humanidad observadora participa en el debate que funda el espacio público mundial y actúa en nombre de una legitimidad universal, de modo que ningún estado puede hacer abstracción de esa mirada posada sobré él. Es muy significativo a este respecto el giro que ha efectuado la discusión sobre la justicia penal internacional: estamos pasando de una justicia dictada en nombre del pueblo a una justicia que apela a la humanidad. La nueva responsabilidad internacional de los estados obedece a que la humanidad se impone cada vez más como una referencia de la acción internacional.
(*) Catedrático de Filosofía Política y Social, Centro de Colaboraciones Solidarias