Cajamarca en emergencia
Por Gustavo Espinoza M. (*)
El vocablo “emergencia” tiene varias acepciones. En el análisis de los temas que conmueven hoy a la sociedad peruana, podemos ubicar dos y decir, en efecto, que Cajamarca está en emergencia.
Una primera acepción tiene que ver directamente con la crisis que provocara en esta región del país el denominado proyecto “Conga”, implementado por la minera Yanacocha y que amenaza contaminar aguas y bosques y alterar sustantivamente la biodiversidad.
Este proyecto ha sido vigorosamente rechazado por la población del lugar, no obstante la intensa campaña desarrollada en sentido contrario por los medios de comunicación, que se empeñan en asegurar que la minería es “progreso” y que el oro enriquecerá a todos.
La actitud ciudadana, en contra de esta ofensiva bien montada —y bien pagada— por cierto por la empresa imperialista, merece el respaldo activo de todas las fuerzas sociales avanzadas en el plano nacional. Ella muestra el nivel de la organización y la conciencia de un pueblo que lucha por la vida y busca hacerse respetar aunque en el camino encuentre incluso la incomprensión de sectores y gentes que debieran compartir esta batalla.
La segunda acepción está vinculada a la realidad concreta, a una suerte de status legal derivado de la actitud del gobierno peruano ante esta lucha. Anoche, en efecto, en un breve mensaje a la nación el Presidente Ollanta Humala anunció el “Estado de Emergencia” para cuatro provincias del departamento (Cajamarca, Celendín, Hualgayoc y Contumazá) por 60 días.
Constituye un deber —ante esta realidad— analizar los hechos y definir políticas no con la idea de deslindar responsabilidades ni salvar imágenes, sino de contribuir a buscar caminos de solución a lo que bien podría considerarse la primera gran crisis en la gestión del gobierno nacionalista que iniciara su gestión en julio pasado.
Lo primero que debe subrayarse es que la lucha del pueblo de Cajamarca es absolutamente justa y legítima. Justa porque importa la defensa de los valores más preciados. Y legítima porque es la única actitud que corresponde a una sociedad secularmente sometida y nuevamente amenazada por consorcios empeñados aviesamente en apoderarse de todos los recursos a su alcance. Estos dos extremos —justicia y legitimidad— no necesariamente convalidan posiciones extremas ni consignas “radicales” que reflejan la actitud de “anacrónicos recalcitrantes o enfatuados impacientes”, como calificara Pablo Neruda a quienes suelen desbordar las decisiones correctas y las consignas racionales.
Lo segundo es que un conflicto como el planteado sólo tiene una vía de solución: el diálogo. La ausencia del mismo o su reemplazo por acciones de corte burocrático o administrativo no solamente que no constituye solución alguna sino que no aporta a ella. Y ayuda más bien a agravar los hechos hasta derivarlos a una confrontación irracional en la que la sangre y la muerte habrán de primar por encima de los intereses de la sociedad y la población.
De estas dos consideraciones se infiere que el conflicto de Cajamarca debió haber encontrado un cauce natural de salida en la reunión sostenida ayer domingo 4 de diciembre entre las 12 del día y las 9 de la noche en esa ciudad. Eso no ocurrió para preocupación de muchos, pero también para solaz de quienes buscan precisamente agravar las tensiones entre el pueblo y el gobierno hasta construir un abismo que los separe irreconciliablemente.
Tres cuestiones afectaron por cierto la posibilidad de un acuerdo que, sin poner necesariamente fin a este conflicto, abriera una ruta razonable de entendimiento. La primera de ellas tuvo que ver con el modo como fue “creado” el escenario para el encuentro por parte —sobre todo— de los medios de comunicación. Para ellos, existían solo dos posibilidades: o el gobierno se “echaba”, se “bajaba los pantalones” y aceptaba las demandas de la población; o bien “aplastaba la sedición”. No había, en este esquema, una estrategia de acuerdo, sino de confrontación. Y ella sólo conducía —como ocurrió— a la ruptura.
El gobierno no estaba --ciertamente-- dispuesto a “echarse” ni a “bajarse los pantalones”. Debía mostrar su autoridad e imponerla. Y los “sediciosos” tampoco podrían aceptar nada porque eso implicaba “capitular”. El tema, entonces, era no quién tiene la razón, sino quién vence a quién. Hacerle caso a esa disyuntiva era la antesala de cualquier fracaso. Hubo quienes no lo entendieron así.
La segunda estuvo relacionada a la parafernalia usada por el gobierno en la materia. Pretender arrancar un compromiso solutorio a un pueblo en lucha no pasa por la decisión de intimidarlo, ni quebrarlo por la fuerza. Anunciar pomposamente un “diálogo democrático” y presentarse a él con el sable desenvainado y la pólvora a punto no ayuda en lo más mínimo a sentar las bases de la más elemental confianza. No se puede negociar “desde posiciones de fuerza”, sobre todo cuando, obviamente, sólo una de las partes tiene la posibilidad de hacer uso de la fuerza.
Un despliegue militar de esa envergadura constituía simplemente una provocación y un desafío. Una manera de decirle al pueblo a la chilena: o por la razón, o por la fuerza. Y ese idioma es legítimamente rechazado por la ciudadanía.
Y un tercer factor fluía del carácter del encuentro. Se podía pedir a ambas partes que buscaran caminos de salida, que difirieran —incluso— exigencias y demandas. Pero no se le podía pedir a nadie que baje las manos y se rinda.
Los dirigentes de las organizaciones en lucha no podían —en ningún caso— aceptar la exigencia del gobierno de suspender su Paro por una razón muy simple: ellos no lo habían decretado.
Quienes tienen un mínimo de experiencia en el trabajo de masas saben que un núcleo dirigente no puede contraer compromisos a “espaldas” de sus representados. Y fueron esos —los representados— los que aprobaron las huelgas y las acciones de lucha. Solo ellos tenían el derecho, y la posibilidad objetiva, de levantar tales medidas.
A lo más que podría comprometerse el gobierno regional o el Frente de Defensa de los Intereses del Pueblo de Cajamarca era a someter a consideración de la asamblea —y de las organizaciones que la integran— la propuesta de dejar sin efecto una medida de lucha. Debían obrar así incluso en el caso que estuvieran de acuerdo con dejar esa alternativa. La delegación oficial tenía el deber de entender esa realidad.
Los dirigentes de un movimiento son eso: dirigentes. Eso implica que dirigen acciones que se acuerdan con la participación de todos. Y si todos acordaron un Paro o una huelga, sólo todos podrían modificar, o dejar sin efecto, esa decisión. Pretender que lo hicieran los dirigentes por su cuenta era abrir una Caja de Pandora de la que saldría luego “la decisión de la masa”: desconocer los acuerdos, censurar a los dirigentes y continuar el conflicto. Y esa era, sin duda, “la carta” que se jugaban los enemigos del movimiento.
Los dirigentes, por otra parte, deben ser siempre conscientes de la necesidad de llevar a la victoria —y no a la derrota— a los movimientos que conducen. Y eso pasa siempre por medir las acciones, apreciar en todos los casos la correlación de fuerzas —que es muy cambiante— y cuidar lo que le dicen a la gente. En este orden de cosas, las palabras son decisivas. Y ellas deben dirigirse más a la cabeza —es decir, a la inteligencia de cada combatiente— que al corazón. Las palabras bonitas pueden arrancar aplausos, pero se van pronto porque inciden apenas en las emociones. Solo queda lo que la gente racionalmente entiende. Y eso es lo que se debe buscar.
Estos tres factores conspiraron —y no podía ser de otro modo— para que fracasara el “domingo cajamarquino”. Pero eso no tiene por qué significar un hecho irreparable. El diálogo puede —y debe— continuar y los acuerdos deben seguir abriéndose paso.
La suerte del proceso peruano iniciado el 28 de julio pasado y el porvenir del Perú así lo demandan. Sería muy bueno que la “emergencia” cajamarquina contribuya a este propósito.
(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera. / htttp://nuestrabandera.lamula.pe