La historia profunda (I)
por Jorge Majfud (*)
La historia sumerio-hebrea de Caín y Abel es la escenificación y la memoria de uno de los cambios más dramáticos en la historia no escrita de la Humanidad: el paso del mundo nómade y del mundo pastoril al mundo de la agricultura. Abel, el bueno, era el hermano pastor: Caín, el asesino no sólo mata a su hermano convirtiéndose en criminal, sino que también representa el fin de una Era. A partir de entonces, con la agricultura, surge la civilización. No es coincidencia que Dios o los dioses rechazaran el cambio: los hombres no pueden mejorar lo creado. La historia no significa ningún progreso sino un interminable proceso de corrupción.
Es una paradoja cuando consideramos que no sólo la palabra civilización surge de civitas, ciudad, sino que la cultura misma de hombres y mujeres civilizadas se refiere a las normas de convivencias urbanas. Pero la civilización, como las ciudades surgen con el fin del nomadismo por tres razones: primero, porque una ciudad es algo que no se puede mover, como un campamento; segundo, porque las ciudades no tendrían ningún sentido sin la agricultura, sobre todo sin la agricultura intensiva; tercereo, porque el sistema agrícola, a diferencia de la caza y la recolección del nómade, se basa en la previsión y en la conciencia de los siglos climáticos.
Probablemente la historia de Caín y Abel haya surgido o su memoria se haya consolidado con el nacimiento de las primeras ciudades en medio Oriente, que en la tradición o en la narrativa Bíblica conservan su aura negativa, que se corresponde a la idea del Edén perdido por el pecado. No es casualidad que sea una gran ciudad como Babilonia el arquetipo del pecado y la corrupción. No es casualidad que Abraham abandona la gran ciudad mesopotámica y se convierte en pastor trashumante. Una vez que esta historia entra en la cultura escrita, propia de las primeras civilizaciones, se fosiliza y pasa a regir el imaginario y los valores de innumerables pueblos a lo largo de los siglos.
La civilización ya consolidada en Mesopotamia y Egipto adquieren, desde este contrapunto histórico y existencial, una visión negativa (el romanticismo, la nostalgia por el tiempo perdido, con frecuencia es nacionalista, lo que se prueba no sólo con el romanticismo del siglo XIX sino con los nacionalismos del siglo XX). Abraham entra en Egipto y miente a sus autoridades; Dios no castiga a Abraham sino los civilizados egipcios, que deciden deportar amablemente a Abraham (Abraham repetirá la misma historia en otras comarcas; otra vez es deportado y beneficiado con riquezas materiales que obtiene de otros reyes que pretenden evitar la furia de Yahveh).
Aparte de la lógica mítica e histórica, hay un factor psicológico que con la cultura se convertirá en una práctica básica: con el desarrollo de la agricultura y de las ciudades, los hombres debieron cambiar el primer impulso por satisfacer sus deseos más inmediatos, de alimentación, de sexo y consecuentemente de propiedad (los tres valores claramente expresados en la conflictiva historia de Abraham). La búsqueda por la satisfacción inmediata del nómade, cazador y recolector, debió se sustituida por la autorepresión de los deseos más inmediatos y, por ende, por el surgimiento de la conciencia individual y social: el duro sacrificio del cultivo de la tierra y la larga espera de la siembra.
Esta falta de inmediatez desarrolló los tabúes, la autorepresión y expandió o sofisticó la conciencia. Todo lo cual hizo posible una vida más segura y probablemente más prolongada, pero al mismo tiempo una vida que no pudo olvidar el bucólico paraíso de la Era anterior. Obviamente, quizás por un mecanismo que es común en la psicología individual, se echó al olvido los sufrimientos pasados o la memoria del dolor ya no dolía, como no duele la muerte de un mártir o un héroe lejano. No se recordó los peligros que acortaban la vida porque la conciencia primitiva todavía expresaba una idea indiscutible: todo pasado fue mejor. Nuestros padres no sólo vivían en el Paraíso, el Edén, sino que sus castigados hijos, aunque ya no inmortales, eran capaces de vivir cientos de años. Lo que no se corresponde con las investigaciones científicas pero sí con la naturaleza espiritual y psicológica más profunda, no sólo en la tradición judeocristianomusulmana sino en muchas otras, algunas tan diferentes como la tradición griega, resumida por Hesíodo en las cinco Eras, la primera de las cuales era de oro y la última, la nuestra, de hierro (la cosmología amerindia difiere sensiblemente, como lo analizamos en un estudio sobre Quetzalcóatl y los movimientos revolucionarios latinoamericanos).
No sabemos qué pueblos podrían representar a Abel, ni estamos seguros de qué pueblos representarían a Caín, aunque podemos especular que estos últimos fueron los pueblos semíticos. Digo esto porque sospecho que en cada cambio de paradigma hay un cambio de pueblos. Esto lo veremos muy resumido en el próximo ensayo, al analizar los cambios históricos más importantes. La hipótesis sería la siguiente: un nuevo paradigma nace en una cultura o en una civilización en su madurez y apogeo pero sólo se realiza en una cultura o en una nación emergente, sin las fuerzas reaccionarias que produjo el paradigma anterior.
(continúa)
(*)Jacksonville University
majfud.org