La política en directo
por Daniel Innerarity (*)
La actual fascinación por las redes sociales, la participación o la proximidad pone de manifiesto que la única utopía que sigue viva es la de la desintermediación. Una desconfianza ante las mediaciones nos lleva a suponer automáticamente que algo es verdadero cuando es transparente, que toda representación falsifica y que todo secreto es ilegítimo. No hay nada peor que un intermediario. Por eso nos resulta más cercano un filtrador que un periodista, un aficionado que un profesional, las ONG que los gobiernos y nuestro mayor desprecio se dirige a quien representa la mayor mediación: como nos recuerdan las encuestas, nuestro gran problema es la clase política.
¿De dónde procede esta manera de pensar? Hay un condicionante tecnológico que está modificando la relación de las personas entre sí, la configuración de los espacios públicos y nuestra relación con la autoridad. Este es el impulso que está en el origen de la actual ola democratizadora que tiene su base en las nuevas posibilidades tecnológicas de información y comunicación. Las nuevas tecnologías han puesto en marcha desde hace tiempo unas prácticas de desintermediación y capacitación que no podían dejar de modificar nuestro modo de entender y practicar la política.
Gracias a las nuevas tecnologías vivimos una especie de “sociedad de los aficionado”, que ha producido una verdadera democratización de las competencias. Sin necesidad de autorizaciones ni instrucciones, la nueva figura del ciudadano es la de un amateur que se informa por sí mismo, expresa su opinión y desarrolla nuevas formas de compromiso; por eso desconfía tanto de los expertos como de los representantes. En una sociedad del conocimiento la gente posee más capacidades cognitivas. Surgen nuevas organizaciones y grupos de intereses que contribuyen a debilitar la autoridad de los expertos. Lo que en algún momento fue un poder exotérico del saber, ahora es públicamente debatido, controlado y regulado.
El deseo de abolir la mediación se alimenta del sueño democrático de la libre espontaneidad, de mercados más transparentes e ilimitada accesibilidad de la información, de que la voluntad política se reconoce perfectamente en las encuestas y permite gobernar únicamente a partir de ellas, pero también puede producir la pesadilla de un espacio público sin contralimitaciones, procedimientos y representaciones, factores todos ellos que protegen a la democracia de su posible irracionalidad. Porque los límites garantizan también nuestros derechos, los procedimientos dificultan la arbitrariedad y la representación contrapesa el populismo. Por supuesto que la transparencia y la proximidad representan dos valores políticos, pero hay una discreción democrática y una imparcialidad democrática, lo que pone de manifiesto aquello que ya sabían los clásicos: en política, cualquier valor sin contrapunto se convierte en una posibilidad amenazante.
La representación se defiende con la misma lógica y por las mismas razones por las que se aboga en favor la regulación de los mercados. ¿Y si nuestro gran desafío consistiera precisamente en construir unas mediaciones menos rígidas, pero mediaciones al fin y al cabo, en la economía, en la política o en la cultura, que compatibilizaran tanta libertad como fuera posible con la arquitectura que proteja derechos y corrija los efectos no deseados?
Para todo esto es de escasa utilidad la idea de una política en directo que consistiera en suprimir las mediaciones institucionales, los rodeos retóricos y los protocolos del acuerdo. Una ideología de la inmediatez se propone devolver al pueblo el poder que es detentado por sus representantes. Se supone que la representación democrática constituye una falsificación, o deformación, de la voluntad popular pura, la fragmentación de su unidad originaria en el atomismo de los intereses.
El deseo de que la política sea más verdadera, de eliminar la inexactitud institucional, sólo conduce a fortalecer la ilusión de que habitamos un mundo que se retransmite en directo, al imperio absoluto de la inmediatez. La invocación de una política que reproduzca la verdadera realidad social ejerce todas las funciones de un horizonte mítico al que puede apelarse siempre para justificar cualquier cosa. Reivindicar que el pueblo actúe 'live', en directo, sirve para deslegitimar como inauténticos los delicados artificios que las sociedades tejen para posibilitar la convivencia.
Lo que falla es la construcción de la voluntad popular (lo vemos actualmente en la evolución titubeante de las revueltas árabes o en las indignaciones del mundo occidental), que es un factor de democratización tan decisivo como la indignación y la protesta. Para llamar la atención sobre un estado insoportable de cosas es necesaria la movilización popular; para profundizar en la democracia se requiere un trabajo de representación y compromiso que nos introduce en una lógica política.
(*) Catedrático de Filosofía Política y Social, Centro de Colaboraciones Solidarias