pasaportePor Jorge Rendón Vásquez

La nacionalidad es la pertenencia de una persona a un Estado determinado. Dentro de este se le acredita con el documento nacional de identidad; en el extranjero, con el pasaporte. Es un derecho fundamental de la persona, reconocido por la Declaración Universal de Derechos Humanos y las constituciones políticas.


Sin nacionalidad una persona se convierte en apátrida y ningún Estado lo aceptaría, salvo por humanitarismo. El novelista inglés Eric Ambler ha narrado las desgraciadas peripecias de un súbdito de la Gran Bretaña a quien el cónsul inglés de Atenas se negó a renovarle el pasaporte sin razón, desconociéndole su nacionalidad británica (un burócrata son of a bitch, Dirty Story, 1967).

La nacionalidad no es necesariamente única. La mayor parte de Estados admite la doble y hasta la múltiple nacionalidad. Pero dentro de un Estado, cuya nacionalidad posee una persona, sólo se ejerce la correspondiente a este.

Inicialmente, la nacionalidad tenía dos vertientes: en un caso, se tenía la nacionalidad de los padres, a la que se denominó jus sanguinis, es el régimen de los países europeos; en otro, se le adquiría por opción, naturalización o nacionalización. Cuando los Estados comenzaron a recibir inmigrantes para poblarse se creó la nacionalidad por el nacimiento en el territorio receptor. A esta nueva modalidad se le denominó jus soli. Su finalidad fue vincular definitivamente al Estado receptor a las personas que nacían en él para evitar la pluralidad y la confusión que podría ocasionar el mantenimiento del jus sanguinis. Es el caso de los países de América. Sin embargo, por regla general, una nacionalidad no excluyó a la otra. De manera que se podía tener la nacionalidad de los padres, la nacionalidad del Estado en el que se había nacido y, además, una nacionalidad por adopción.

En el Perú, la Constitución de 1933 consideró peruanos a los nacidos en el territorio nacional, a los hijos de peruanos nacidos en el extranjero, a las mujeres extranjeras casadas con peruanos (no a los extranjeros casados con peruanas) y a los nacionalizados.

La Constitución actual declara que son peruanos los nacidos en el territorio de la República, los hijos de padre o madre peruanos nacidos en el extranjero e inscritos en el registro consular peruano y los nacionalizados con residencia en el Perú (art. 52º). Añade que la nacionalidad peruana no se pierde, salvo por renuncia expresa ante autoridad peruana (art. 53º). Ninguna norma constitucional establece que sólo se puede tener una nacionalidad.

Por lo tanto, una persona puede tener dos y más nacionalidades, lo que refleja la realidad de los millones de peruanos emigrados con hijos nacidos en el extranjero, o que adquieren la nacionalidad de otros Estados o que por ser hijos de padres de países con jus sanguinis tienen también la nacionalidad de sus padres, o de los extranjeros nacionalizados peruanos que conservan la nacionalidad de sus padres o de sus países de origen.

Además de su necesidad y conveniencia, la doble y la múltiple nacionalidad ofrecen la ventaja de poder desplazarse por los países que permiten el ingreso a los nacionales de otros países sin las restricciones de las visas, sobre todo la Schengen, necesaria para que los peruanos que solo tienen la nacionalidad peruana ingresen a la Unión Europea. Sólo es posible obtenerla en el consulado de algún país de este grupo, presentando numerosos documentos, la invitación de algún pariente cercano que se comprometa a asumir los gastos de su invitado o acreditando ingresos que permitan suponer que el peticionante podrá pagar sus gastos de turista y no se quedará en los países que visite. Es una molestia que la Cancillería del Perú en todos los gobiernos ha admitido en perjuicio de los peruanos.

Trato de este asunto porque en la década del noventa al presidente de la República se le acusaba de tener la nacionalidad japonesa por haberlo inscrito sus padres en el registro del Japón, debido a que este país considera como sus nacionales a los hijos de japoneses nacidos en el extranjero. El presidente en cuestión había nacido en el Perú y era, por consiguiente, peruano y, según la Constitución de 1979, cumplía con el requisito relativo al nacimiento para acceder a la primera magistratura.
El escandalete lo suscitaron, sobre todo, algunos grupos apartados del poder que, sin embargo, loaban su política económica.

Cuando Pedro Pablo Kuczinski se presentó como candidato a la presidencia de la República en las elecciones de 2011, algunos epígonos de la llamada izquierda y otros de alquiler pretendieron descalificarlo por su nacionalidad estadounidense por opción, callando, sin embargo, que era tan peruano como ellos.

Dicen que la ignorancia es atrevida. Pero puede ser también malévola y desvergonzada. Cuando los impugnantes de ese personaje supieron que candidateaba para las elecciones de 2016, volvieron a la carga, hasta que súbitamente se callaron. Los periódicos con el espolón de proa dirigido contra él renunciaron a denostarlo utilizando este argumento. ¿Qué había ocurrido? Que la candidata Verónika Mendoza, de sus simpatías, además de peruana es francesa por su madre (jus sanguinis).

Hace mucho olvidaron que Mario Vargas Llosa también tiene doble nacionalidad, un olvido a propósito para venerarlo como un dios en cuanta oportunidad se les presenta. Lo que diga este laureado literato de derecha es palabra santa para ellos, como la santidad de la Inquisición en otros tiempos.

La sequía de argumentos pertinentes y convincentes para mostrar lo que quieren en realidad los candidatos presidenciales es un condimento de la sopa boba ofrecida a los electores de los barrios populares en las sonrientes y bulliciosas excursiones a sus calles y mercados.

 

16.01.2016
(16/1/2016)