Eduardo Gonzales Viaña
Lo más asombroso que me ocurrió el año pasado fue tropezarme con Maestro Mateo al frente de un grupo de peregrinos en la puerta de la catedral de Santiago de Compostela.
 
Santiago de Compostela
Hay sólo una oportunidad entre cien mil o más para que dos viajeros se encuentren allí luego de haber estado juntos en una peregrinación anterior. Aparte de ello, la edad de Mateo y sus condiciones físicas no eran las mejores. Calculo que es ochentón, y además, esta vez, había hecho los últimos tramos en silla de ruedas.
No le asombró verme:
—Hola, amigo del Perú. ¿Ya hiciste el libro que ansíabas escribir?
Le confesé que había publicado otros, pero que no había concluido la novela en la que pensaba comparar la inmigración a Estados Unidos con la peregrinación de Santiago de Compostela.
De acuerdo con la tradición, Santiago es el apóstol de ese nombre cuya misión era evangelizar España. Luego de recorrer la península, el santo volvió a Judea donde sería decapitado por orden de Herodes Agripa. Las leyendas cuentan que algunos discípulos fieles colocaron su cadáver en una barca sin timón y dejaron que el destino lo llevara.
En un viaje fantástico y tan sólo empujada por el viento, la nave lo conduciría hasta España y bordearía la península hasta encontrar una de las rías de Galicia. Subiendo por ese curso de agua, arribó a Compostela.
Este conjunto de historias ha empujado a millones de hombres a peregrinar en el “Camino de Santiago” desde hace 1200 años. De uno y otro lado de Europa parten caminos hacia allí. La travesía se hace a pie y puede durar meses o tal vez años.
Por mi parte, he sido catedrático visitante en dos ocasiones en la Universidad de Oviedo. Acepté serlo tanto por el honor de trabajar en una de las casas de estudio más antiguas de Europa como por el hecho de que Asturias es una de las etapas del viejo camino, que yo también seguiría.
Algunos viajan a Santiago para cumplir un voto. Otros caminan pensando en pedirle un favor. Para algunos, se trata de un formidable ejercicio físico. Hay otros romeros que descubren en cada piedra la milenaria historia de España. También hay los que se descubren a sí mismos, y tal vez yo era uno de ellos.
Al viajero con quien me encontraba, le puse el nombre de Maestro Mateo porque me recordaba al misterioso edificador de Compostela y de otras catedrales del Viejo Mundo. Quise preguntarle qué favor pediría, pero antes de que yo hablara, me dijo que el Apóstol aceptaba siempre cualquier encargo. Para que yo estuviera seguro de eso, me contó la historia de tres romeros.
El primero de ellos prendió un cirio en la catedral y recitó una oración especial. Santiago, de inmediato, le dio lo que pedía.
Diez años después, llegó otro peregrino, se postró ante el altar y dijo: “Maestro, yo no tengo un cirio azul, pero puedo decir la oración secreta”. Todo lo que quería le fue concedido.
Pasaron otros diez años, y un viajero se arrodilló ante la puerta de la iglesia. Dijo: “No traigo un cirio azul, maestro. No he sido capaz de aprender de memoria la oración. Por fin, no voy a poder llegar hasta tu altar porque estoy muy cansado. Sin embargo, aquí, en la puerta de tu iglesia, te voy a contar la historia de los tres romeros”.
Eso fue suficiente: Santiago accedió a sus súplicas. Y así fue porque al apóstol le encantan las historias, y ama a los hombres que saben contarlas.
No sé si me veré otra vez con Maestro Mateo o si nos encontraremos en los misteriosos caminos de la Vía Láctea. Por si acaso, me llevo algunas historias para rogarle a Santiago que nos ayude entrar en el cielo. Y me llevo también las palabras de Machado: “Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar”.
Diario Uno, 17.01.2016