rae logoPor Eduardo González Viaña

Me acaba de llegar un diploma de la Real Academia de la Lengua acreditándome como miembro, y estoy a punto de creer que todos los hechos extraordinarios que ocurren en mi vida proceden de un gran pecado mortal que cometí cuando tenía nueve años.


No había estudiado la lección de Catecismo, y, como si lo adivinara, el padre Francisco, un vasco de ojos profundos, me señaló con el dedo: ¿Qué es Dios?

En vista de que no sabía al pie de la letra la respuesta, comencé a hacer una descripción de los atributos del ser supremo, pero el sacerdote me interrumpió:

—Estás hablando de tres personas distintas... ¿Quieres decir que el Padre es anterior al Hijo?

Me parecía lógico, y asentí. A mi respuesta, sucedió la condena:

—¡Arriano!… Niños: estos son los arrianos, los que entregaron España a los moros…

No lo sabía yo entonces. Más tarde, leí que el arrianismo había sido una doctrina divulgada en los primeros siglos de la era cristiana. Según la misma, el Hijo de Dios era posterior al Padre, había sido creado por Él, y por ende no era completamente Dios.

La tesis de Arrio, obispo de Constantinopla, sería causa de concilios, ejecuciones y guerras. La España que invadieron los árabes estaba profundamente dividida entre los reyes visigodos arrianos y aquellos otros ortodoxos que profesaban la doctrina oficial según la cual las tres personas coexistieron desde la eternidad.

El padre Francisco culpaba a los arrianos por la dominación musulmana. Centenares de años después y en otro continente, a mis nueve años de edad, mi error doctrinario me convertía en un infame hereje. Me levanté de la banca de la iglesia y caminé hasta la puerta sosteniendo sobre mis hombros la pesada culpa de haber entregado a la Madre Patria.

¿Tendría yo salvación? ¡Ni pensarlo! Durante la misa del domingo, nuestro párroco se refirió a un caballero que había fallecido hacía poco: “No venía a misa ni frecuentaba los sacramentos. Tuvo suerte de que le diera la extremaunción, y se salvó. Irá al purgatorio y permanecerá dos meses.”

Ante tan breve condena, los deudos respiraron tranquilos. “…Pero, debéis recordar que una sola hora de fuego en el purgatorio equivale a diez mil años aquí.”

Conmigo fue clemente. Me ofreció que mi herejía sería perdonada si es que, cuando fuera mayor, hacía a pie el Camino hacia Santiago de Compostela… descalzo.

El otro sacerdote de la parroquia, el padre Alfonso, un melancólico gallego apasionado de la literatura, aceptó conmutarme la pena en el caso de que, ya adulto, fuera aceptado como miembro de la Real Academia de la Lengua.

Caminar descalzo a Santiago de Compostela me parecía un infierno. En cuanto a lo otro, pensaba que era más fácil recibirme de santo.

Y sin embargo, un milagro ha ocurrido. Luego de un viaje al Perú, acabo de regresar a mi casa de Salem, y encuentro -sobre varios kilos de correspondencia- un rollo que ha dado varias veces la vuelta al mundo para buscarme.

Me lo enviaron desde Madrid en abril del 2015 y llegó primero a Nueva York. De allí lo mandaron a mi casa, pero con dirección equivocada. Devuelto por el correo a Nueva York, siguió el camino hacia Madrid otra vez. Esas idas y vueltas han significado tantos meses como los de mi ausencia, y en el momento en que lo saco del tubo resulta ser un Diploma de la Real Academia que me proclama Miembro Correspondiente.

No recordaba que la RAE reconoce como miembro correspondiente a quien es Numerario en una de las otras 21 academias del mundo, y yo había recibido ese honroso nombramiento en abril de 2015 de parte de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).

Voy a sacar una fotocopia pequeña del diploma de la Real Academia. La guardaré en un bolsillo de la camisa, y la próxima vez que haga el camino de Santiago, recordaré al padre Francisco, pero iré calzado, con mi carnet de santo y zapatillas Nike.

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