Alejandro Sánchez-Aizcorbe
Tomando el término de Rocío Silva Santisteban, no resulta extremado afirmar que los procesos electorales en el Perú son víctimas del efecto "basurización". Hegel afirmó que debido a una tensión constante entre la forma y el contenido los hindúes no habían podido fijar su misticismo en figuras unificadoras, y que por lo tanto su energía imaginativa se había multiplicado en incontables manifestaciones de la divinidad. De ahí que en la India los primates, las ratas y las vacas disfruten del escalafón divino. Al símil entre lo dicho por Hegel en sus clases de estética y la campaña electoral peruana y el contexto internacional que la determina, se añade con parsimonia científico-poética la basurización de los seres humanos en general y de los enemigos en particular expuesta por Silva Santisteban.
El razonamiento de ambos pensadores ayuda a explicar los procesos de deshumanización, demonización y conversión en ratas del acromegálico agregado de candidatos, partidos políticos, narcotraficantes, sicarios, matones y demás manifestaciones de la campaña electoral que se desarrolla en el Perú. Sus habitantes no caben en sus fronteras imaginarias y sus gobiernos y fuerzas armadas no representan los intereses cotidianos de la mayoría de los peruanos. Representan más bien los dictados de las grandes corporaciones y sus luchas intestinas en pos del sueño de opio de la hegemonía. Semejante sueño implica el control, la anulación o el arrasamiento de toda potencia emergente o simple país disidente y de los movimientos sociales que pongan en seria duda el dominio geoestratégico de la OTAN y los Estados Unidos.
Según Gorbachov y Kirill, patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, el Medio Oriente en llamas de hoy en día —curiosa primavera la que se incendia— y la cuestión ucraniana nos acercan de nuevo al suicidio del holocausto nuclear. Para ilustrar el horror sin precedentes que significaría dicho holocausto, Gorbachov recurre a describir el efecto de Satán, nombre con que la OTAN bautizó a un misil intercontinental muy poderoso del arsenal ruso: “Uno solo de estos misiles”, le advierte Gorbachov a Sophie Shervarnadze, “lleva en su interior cien chernóbiles.”
Los conglomerados capitalistas han echado por tierra el principio de soberanía nacional, que jamás respetaron, para dar un salto cualitativo hacia un gobierno mundial. En un alarde de las medidas que un gobierno de tal naturaleza acostumbra tomar, el presidente Obama declaró que de vez en cuando Washington se ve obligado a torcer el brazo a los regímenes que no hacen lo que los cosmócratas prescriben. De allí que los candidatos a la presidencia del Perú y a las curules del parlamento se parezcan a las numerosas divinidades hindúes por su multiplicidad e inutilidad. Ambos rasgos, sin embargo, se cancelan en la promesa de evitar el torcimiento de brazo a costa de la propia población si es necesario.
Borges fue socialista en su juventud porque creyó que el socialismo borraría las confusas líneas de los mapas. El capitalismo y la historia misma de la humanidad son hipercontradictorios. La globalización y un gobierno universal se tornan posibles. Pero en lugar de recorrer caminos convergentes hacia un orden mundial donde predominen la paz y la igualdad, y desaparezcan las pandemias de la miseria y la guerra combinadas —como lo soñaron las mejores mentes de los últimos siglos—, nos hallamos nuevamente ante la posibilidad de una pax universalis que disfrutaríamos con múltiples máscaras en los cementerios de un escenario de posguerra nuclear.