Lo obvio de la política peruana, por lo menos desde el 2000, es que busca constituirse sin partidos políticos. Al respecto, el resultado de las elecciones 2016 fue un escenario eminentemente político que, desgraciadamente, como en muchas otras oportunidades, nos coge sin las organizaciones que debían administrarlo. Una pena, porque era una ocasión más de fortalecer el sistema democrático, si los responsables de ello hubieran existido.
Sin embargo, no todo es desolación. Una afirmación, por demás provocadora podría sostener que la única actitud política, sin que ello lo convierta en una entidad política en toda la regla, provendría del fujimorismo, al negarse a ser parte de una fórmula que ofrezca algunas garantías de «gobernabilidad» para los próximos años.
En esa línea, una creciente porción de la derecha peruana, cada vez más inquieta, exige a este grupo «hacer las paces» y «olvidar los rencores» para posibilitar así una superconvivencia que, entre otros objetivos, termine por cerrar las puertas a una débil izquierda que no encuentra aún su rumbo.
¿Creemos realmente que los fujimoristas, hablando en genérico, se han conmovido y se sienten sumamente afectados por las acusaciones, timoratas además, de un PPK que solo ha demostrado una correlación inversa entre sus dotes tecnocráticas y su capacidad política? En todo caso, tengamos fe que sea así y veamos las distintas posibilidades que se abren. Una de ellas, planteada por periodistas como Augusto Álvarez Rodrich, sería que PPK cometería un error si «negocia con rodilleras la convivencia entre un gobierno políticamente débil y una oposición fuerte por su amplia mayoría congresal». El argumento se basa en los probables daños que podría causarle al fujimorismo una actitud obstruccionista, aunque sin señalar cuáles son las capacidades políticas del círculo PPK para llevar adelante la tarea de organizar dicha convivencia.
Pero, también podría ser que simplemente el fujimorismo no esté interesado en ninguna «estabilización» ni que PPK tenga medios para lograrla. Este es el peor escenario, el que no deja dormir, sobre todo, a la derecha económica que ve diluirse la posibilidad de negocios si se instala el entrampamiento político.
Así las cosas, no solo se trata de saber que desearían hacer quienes están en medio del juego; las preguntas mayores son por lo que realmente pueden hacer. En esa dirección, está claro que PPK no puede hacer mucho sin el concurso de otras fuerzas. Lo que queda para la conjetura es si el fujimorismo no quiere, o tampoco puede hacer lo que la derecha restante más tradicional espera de él.
Mientras tanto, a un par de semanas para el inicio de la administración PPK, no sabemos a ciencia cierta quiénes conformarán el próximo gabinete ministerial, aunque está «comprometido» su anuncio para el 15 de julio (contrastar esta situación con lo acontecido a estas alturas en el 2011, cuando se exigía a grito destemplado los nombres de los ministros entrantes), mostrando el desconcierto y las tensiones que imperan en el gobernante elegido y su círculo más cercano.
El asunto va más allá porque la voluntad política del gobernante debe ser ejecutada por un aparato que la haga suya. Es decir, el gobierno necesita un buen grupo de altos funcionarios que expresen la misma orientación que las autoridades. Lo que llaman funcionarios de confianza. Según SERVIR, en el Perú existen actualmente un millón 300 mil servidores públicos. El 45% de éstos, están adscritos al Gobierno Nacional. De ellos, se estima muy conservadoramente que no menos de dos mil personas son consideradas como «personal altamente calificado». ¿Puede cubrir el gobierno de PPK, que aspira a darse legitimidad con una imagen tecnocrática, esta nomenclatura?
desco Opina / 15 de julio de 2016