Steven Levitsky
El comportamiento del fujimorismo desde el 5 de junio ha sido una desgracia. Algunos actos, como negarse a saludar a PPK tras su triunfo, negarse a aplaudir tras su juramentación, y exigir —como condición para el diálogo— un pedido de disculpas por lo ocurrido en la campaña, han sido verdaderamente infantiles (durante mis 30 años como politólogo, jamás he visto un pedido de disculpas por cosas dichas en campaña). Parecen rabietas de un niño de primaria.
Peor que la intransigencia infantil del fujimorismo ha sido su macartismo. Calificar a los líderes del Frente Amplio de “terroristas” es un acto tan reprensible que merece atención especial. Todos saben que Verónika Mendoza, Marisa Glave, Marco Arana, y los demás líderes del FA no tuvieron nada que ver con la violencia de los años ochenta y noventa (Mendoza y Glave eran niñas), y que jamás en sus vidas han apoyado el uso de la violencia. Son militantes de izquierda, pero su militancia siempre ha sido pacífica y democrática. Seamos muy claros: ser militante de izquierda o tener ideas socioeconómicas radicales no es terrorismo. Es un derecho constitucional, aún bajo la Constitución impuesta por el fujimorismo. Llamar "terrorista" a gente que (obviamente) no promueve la violencia, sino ideas izquierdistas, es mentir de una manera deliberada.
Pero no es solo una mentira. Asociar el FA con el terrorismo, en una democracia precaria, con una historia reciente de terrorismo real es un acto de tremenda irresponsabilidad. Es, además, bastante antidemocrático. Si uno tilda a su rival político de “terrorista” está diciendo que no es un actor político legítimo. Los terroristas –los que usan la violencia contra civiles con fines políticos– son criminales. Deben ser encarcelados. Asociar a los frenteamplistas con el terrorismo, podría legitimar medidas antidemocráticas tomadas con fines de impedir su llegada al poder. Podría justificar la represión.
La intransigencia del fujimorismo parece poco racional. Ha erosionado su imagen pública. Según Ipsos, la aprobación de Keiko Fujimori cayó a 38% en julio, mientras su desaprobación subió al 53%. Entre un PPK conciliador (aprobación 56%) y un fujimorismo agresivo e intransigente, la mayoría claramente opta por el Presidente. Mientras tanto, los esfuerzos de Keiko para crear una imagen más seria, moderada y democrática están siendo aniquilados. El comportamiento de Fuerza Popular (FP) ha sido rechazado no solo por la izquierda sino por gran parte del establishment. La página editorial de El Comercio —bastión de la derecha— critica casi diariamente la irresponsabilidad de los líderes fujimoristas. Y Augusto Álvarez Rodrich escribió hace poco que el fujimorismo ha caído al “abismo del ridículo”.
¿Qué pasa? Gracias a nuestra ignorancia colectiva de la organización fujimorista (pocos científicos sociales hablan con frecuencia con fujimoristas), nuestra capacidad para explicar su comportamiento es limitada. Pero quiero proponer una posible explicación: con su intransigencia, los fujimoristas buscan mantener la unidad ante la crisis partidaria generada por su derrota.
FP entró en una severa crisis el 5 de junio. Demasiado confiados en su triunfo, los fujimoristas quedaron en shock tras su derrota. Perdieron en los últimos minutos del partido, gracias a sus propios autogoles (los líderes de FP culpan al gobierno, los medios, y a medio mundo, pero saben bien que ellos mismos perdieron la elección). Y no tenían un Plan B.
La derrota abrió varias heridas en el fujimorismo. Acabó con el sueño del regreso político de Alberto Fujimori, dejando al fujimorismo sin su principal razón de ser. Pero también les hizo cuestionar la estrategia renovadora de Keiko: Joaquín Ramírez y José Chlimper, dos líderes principales del fujimorismo keikista, se convirtieron en los malos de la película. La derrota produjo un cuestionamiento del liderazgo de Keiko y destapó conflictos internos que habían sido embotellados durante la campaña (el reciente pedido de indulto, por ejemplo, surgió por afuera de FP, y parece haber sorprendido a varios de sus líderes).
En un ambiente de crisis interna, los fujimoristas buscaron cerrar filas. Y la mejor receta para la cohesión partidaria es un enemigo común, una amenaza externa. Para FP, las amenazas y los enemigos no son difíciles de encontrar: el fujimorismo nació del conflicto violento con Sendero, y su resurgimiento durante los años 2000 fue acompañado por la creación de un poderoso mito de persecución (según el fujimorista Jorge Morelli, los fujimoristas eran “como los cristianos en Roma” bajo los gobiernos de Paniagua y Toledo), en otras palabras, el anti-izquierdismo y la victimización ante la “persecución” de los caviares son elementos fundamentales de la cultura fujimorista.
Priorizando la unidad partidaria, entonces, el fujimorismo se encerró en sí mismo. Volvió a sus raíces culturales. La lucha contra la izquierda y la victimización ante la “persecución” son sus fuentes principales de cohesión interna. Ayudan a reforzar la identidad fujimorista y reanimar una militancia que quedó golpeada y decepcionada tras la derrota.
Muchos partidos se encierran en sí mismos ante las crisis. Lo hizo, por ejemplo, el PRD mexicano tras la durísima derrota de López Obrador en 2006. Pero a diferencia de otros partidos derrotados, el fujimorismo controla el Congreso. Tiene responsabilidades reales. Las consecuencias de sus rabietas, entonces, son mayores. Está en juego la gobernabilidad democrática. Un fujimorismo intransigente, sumergido en sus propios mitos, podría hacer mucho daño. Podría paralizar al país, dañando la economía y el bien público. Podría hasta provocar una crisis institucional que ponga en riesgo la estabilidad democrática.
Los liderazgos partidarios operan simultáneamente en dos frentes: el interno y el externo. Si descuidan al frente interno, pueden perder la base o sufrir divisiones. Pero si descuidan al frente externo, o si no distinguen bien entre los mitos de la subcultura partidaria y la realidad, pueden cometer serios errores de juicio y terminar comportándose de una manera bastante irresponsable.
El fujimorismo, encerrado en sí mismo, está descuidando el frente externo. La estrategia podría ayudar a unificar el partido. Pero si se mantiene, haría daño al país. Algunos exabruptos infantiles eran de esperarse tras una dura derrota. Pero ya es hora de crecer. La democracia está en juego.
Nota aparte: Se acabó la presidencia de Ollanta Humala. Contra todos los pronósticos histéricos de la derecha, el gobierno de Humala respetó las reglas del juego democrático. No hubo golpe, ni autogolpe, ni reelección conyugal. Antauro se quedó en la cárcel. Los medios —muchas veces injustos con Humala— no fueron tocados. No llegó nunca el chavismo, el velasquismo, o la dominación cubana tan esperada por Cecilia Valenzuela. Varios periodistas nos aseguraron diariamente, por casi cinco años, que estas cosas iban a ocurrir. Por qué sus opiniones todavía son tomadas en serio es, para mí, un misterio.
La República, 31.07.2016