Finalizó uno de los procesos electorales más desconcertantes que podamos recordar. También pudimos decir que fue decepcionante, pero creemos que una parte considerable de los peruanos no dudaba de un desenlace como el que mostró la contienda. En suma, no podía decepcionar lo que ya se presentaba devaluado ante nuestros ojos.
Como afirmaba Murphy en su famosísima ley, si algo puede salir mal, saldrá mal. En materia política, las cosas en el Perú pueden salir mal desde hace décadas y, de hecho, han estado saliendo mal. Luego de la disolución constitucional del Congreso en setiembre del año anterior, debíamos elegir nuevos integrantes del Parlamento, esperanzados en obtener algo cualitativamente mejor que el Congreso dominado por una mayoría fujimorista que interpretó la política como el arte de hacerlo todo imposible mediante el uso de artimañas, imposiciones y colusiones con colegas indefectiblemente delincuentes.
Suponer la política, como fue el caso del fujimorismo y otros grupos parlamentarios, como un negocio, hacer de la representación política un asunto proclive a transarse en el mercado, concebir el financiamiento de las campañas como una actividad empresarial, mostrar un ejercicio torpe de la representación y la práctica ausencia de habilidad política, terminaron por hundir un poder del Estado que, dicho sea de paso, nunca tuvo un nivel aceptable de aprobación.
Por ello, no tenía que llamar a sorpresa la alta indecisión previa. El descrédito del Congreso tiene una larga data entre nosotros y no se debe exclusivamente a la actuación fujimorista-aprista de los últimos años. Aunque en primera instancia pudo ser sorprendente que ninguna agrupación política lograra una clara mayoría, visto ahora no pareciera ser tal, y esto las obliga a poner de manifiesto capacidades políticas para la negociación que no muestran hasta el momento.
Sumado a ello, queda un amplio margen de duda sobre la representatividad de los elegidos y, lo que es más, se ha concedido representación congresal a opciones confesionales, xenófobas, machistas, represoras y demás, dejando constancia que la acción política del ciudadano peruano difiere radicalmente del «deber ser» imaginado por el liberalismo.
El resultado obtenido, entonces, pareciera un capítulo más de un «control ciudadano» que tomó forma tiempo atrás con la sentencia “que se vayan todos” que, si bien ha limitado a la fuerza la discrecionalidad de las autoridades y funcionarios del Estado peruano, ha devenido en una fórmula informal de accountability vertical ante la defección de los canales institucionales y, por lo mismo, un mecanismo sumamente precario que no propende al fortalecimiento democrático.
Asimismo, la democracia peruana se caracteriza por funcionar con remedos de partidos políticos y casi nos hemos acostumbrado a aceptar que ese es el quid del problema, sin reparar en mayor medida que el Estado peruano funciona con instancias oficiales cuyas competencias son difusas, graves desarticulaciones verticales con los niveles subnacionales de gobierno y ámbitos sin funciones definidas que, finalmente, hace de los pesos y contrapesos entre poderes una cuestión que es cotidianamente superada. El resultado de esta situación ha sido el profundo distanciamiento ciudadano de las instituciones.
Es cierto que hubo voluntad para corregir en algo esta situación, cuando el presidente Vizcarra buscó implementar una reforma del sistema judicial y, luego, una reforma política cuya legitimidad la sancionó mediante referéndum. Sin embargo, hasta el momento no vislumbramos cambios y a juzgar por las preocupaciones manifiestas por los probables congresistas electos, vamos a tener que esperar mejores tiempos.
Entonces, lo que tenemos es el reacomodo de un sistema político que presenta síntomas de no dar para más, pero que tampoco tiene actores y líderes que podrían conducir su reforma y consolidación. En esa línea, si algo positivo podemos extraer de esta experiencia, es que se ha propuesto como un piloto para las elecciones «de verdad»: las del próximo año. Algo debe hacerse, y pronto, para subsanar siquiera en parte la enorme carencia de organicidad de los partidos y competencia de los candidatos.
desco Opina / 31 de enero de 2020