Transcurrido medio año en emergencia, ahora sabemos que se nos fue la vida intentando descubrir las claves de nuestra gobernabilidad en medio de la crisis sanitaria y en el esfuerzo fuimos trazando el imaginario mundo informal-formal, ad hoc para consolidar nuestras zonas de confort y evitar hacernos preguntas incómodas ante las evidencias.
Por eso, nada más molestoso que constatar, sin aceptar, que los actores reales que se estaban conformando en los años previos eran los de la des-gobernabilidad, los que intuitivamente buscan descomponer lo que no los incluye, los que quedaron al margen de nuestro orden. Todo ello, será reforzado por los estereotipos, que consolidan y agravan las brechas existentes y para el caso los medios de comunicación son una excelente caja de resonancia.
- A lo anterior, debiéramos adosar la direccionalidad de las políticas gubernamentales durante la pandemia. Los mensajes dirigiendo las responsabilidades a «la sociedad», catalizados por la tragedia de la discoteca Thomas y las puestas en escena de algunos velorios y entierros de las víctimas, son más que elocuentes para establecer un modo de comprensión que, esencialmente, busca poner en duda o negar cualquier posibilidad de construir alguna condición de víctimas alrededor de ellas.
- Evitar, en primera instancia, hacerse preguntas básicas sobre el comportamiento de las fuerzas del orden en esas circunstancias. Ellas siempre se desempeñarán correctamente y si no fuera así, las personas responsables serán identificadas y sancionadas, pero siempre quedando incólume los procedimientos institucionales.
- Mostrar que los costos sociales, cualquiera que estos sean, son de entera responsabilidad de la sociedad.
Hay un problema en todo ello. Como señala John Comaroff (nada más antipolítico remitirse a él en estos momentos, pero que valga el riesgo), debemos buscar alguna comprensión al «desorden excesivo». Para el caso, contradiciendo la versión victimizada del Estado peruano, la única evidencia que tenemos hasta el momento es que la democratización ha venido acompañada con un aumento de la «desobediencia», incluyendo el crimen y la violencia. Esto desnuda dos mitos: primero, el denominado «control ciudadano», en cuya base reside alguna idea difusa de «sociedad civil» en medio de gobernanzas cada vez más «técnicas»; segundo, la contundencia de los procesos electorales como mecanismo vinculante entre autoridad y gobernado.
En efecto, en medio de ambientes determinados por la privatización y la desregulación, difícilmente podía asumirse que la sociedad civil y las elecciones, como han sido entendidas en el siglo XXI, hayan sido esas panaceas que quiso entenderse por el predicamento contemporáneo de las multilaterales.
Entonces, sin intermediaciones, ¿será que la democracia electoral obnubila las causas y determinaciones de la presencia cada vez mayor de la ilegalidad? Al respecto, hay que considerar desde el inicio que el aumento de las manifestaciones al margen de las normas y la criminalidad no son simplemente un espasmo, una respuesta antisocial a la pobreza, el desempleo o la escasez. Tampoco son meramente la acción de poderes que no pueden ser subsumidos por el Estado o de bandas que funcionan como un cuasi-Estado. Menos aún, es la consecuencia de un vacío normativo.
Así, el propio Estado y su obsesividad por el PBI ha generado su espejo antitético. Con el fundamentalismo de mercado se han esfumado gradualmente las fronteras entre lo informal y lo ilegal, regulación e irregularidad, orden y desorden organizado. En ese sentido, las economías, y modos de vida, que se forman fuera de los marcos formales, sean criminales o no, son frecuentemente las expresiones más perfectas de los principios de la oferta y demanda, capaces de generar ganancias cuyas dimensiones serían impensadas en marcos con mayores controles.
Como vemos, altos rendimientos económicos son inherentes al sustento activo de ambigüedades formuladas entre la presencia y la ausencia de la ley: los retornos obtenidos del control de la incertidumbre, el terror, incluso la vida misma, son como venimos constatando, inmensos.
De esta manera, el debate no debiera ser en dónde radica la culpa de la situación descontrolada que vivimos, como quisiera plantear un Estado ansioso de ser identificado como víctima. Por el contrario, se trata de preguntar quién está recibiendo las enormes utilidades que produce este desorden organizado que nos negamos a conocer, imponiéndole el rótulo de «país informal».
desco Opina / 11 de setiembre de 2020