El escándalo de las vacunas es un nuevo golpe a la desconfianza que se ha instalado en nuestra sociedad y que está significativamente en la política, pero va mucho más allá de ella, es muy profunda y de larga duración. Si la última versión del Barómetro de las Américas nos mostraba como el país de la región con menor apoyo al sistema político (41.7%) y aquél donde el 95% de los encuestados creía que la mitad o más de los políticos son corruptos; el Latinobarómetro evidenciaba para el mismo período que el 85% de encuestados consideraba que la democracia era el gobierno de los poderosos para su beneficio y, lo que es más grave, apenas el 11% creía en la confianza interpersonal. Para que no queden dudas, a inicios de la pandemia (marzo 2020), el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) en su Encuesta Nacional de Hogares (Enaho), nos indicaba que los partidos políticos eran la institución que generaba menor confianza en la gente (3%), superados apenas por el Congreso de la República (4.3%).
En este marco en el que se desconfía de instituciones públicas y privadas, pero tampoco se cree en la gente, los sucesos de los últimos días abundan en argumentos en esa dirección. Más allá de cargos, trayectorias, ocupaciones y responsabilidades, e independientemente de prestigios y reconocimientos previos, resulta muy difícil encontrar razones para la fe en el otro, menos aún en instituciones públicas que a lo largo de décadas nos acostumbraron al desengaño, o de importantes sectores privados que, en la pandemia —por si hiciera falta— revelaron su entraña.
Si la revelación de lo hecho por Martín Vizcarra, dos exministras, varios viceministros y muchos altos funcionarios era escandalosa, pero no una sorpresa total, la irresponsabilidad de los científicos a cargo de los ensayos de Sinopharm y de algunas de las principales autoridades de las universidades Cayetano Heredia y San Marcos, dos de las más importantes y prestigiadas del país, es un golpe particularmente duro, como lo es encontrarse con el Vicepresidente del propio Colegio Médico. Por cierto, más duro que descubrir en la lista de privilegiados por sus contactos y vínculos con el poder a una conocida lobbista, a la plana mayor de un prestigioso laboratorio clínico o a los parientes y amigos de los funcionarios más visibles e importantes de la lista.
Más allá de la total falta de ética y de la responsabilidad más elemental, aunada en varios casos al probable delito y a la traición a distintos juramentos –desde el político hasta el hipocrático–, lo que llama la atención e indigna más, son las explicaciones y justificaciones que han dado varios de los distintos involucrados e involucradas. Desde el miedo hasta el ya tristemente célebre «así funcionan las cosas», asistimos a una dramática normalización del todo vale y el sálvese quien pueda, –presentes a lo largo de nuestra historia republicana e incentivada por el discurso individualista y exitista del neoliberalismo peruano, sustentado en los intereses particulares y de corto plazo tanto como en el amiguismo y el compadrazgo–, que cada día hace más difícil imaginar y construir un futuro político común y un sentido mínimo de país.
Así las cosas, a seis semanas de las elecciones, el desánimo y el desinterés en ellas que registran las últimas encuestas realizadas antes del escándalo —Datum muestra que apenas el 18% tiene su voto decidido, CPI encuentra que el 48.9% votará en blanco o no sabe por quien hacerlo—, puede agravarse en los próximos días. Ipsos Apoyo encontraba que la desaprobación del presidente Sagasti (51%) ya era mayor que su aprobación, que el porcentaje de gente que no sabe por quién votará o lo hará en blanco o viciado creció cuatro puntos en relación a enero, donde 38% en el medio rural, 37% en el norte del país y 42% en el estrato E, se encuentran en esa situación.
En este escenario, el aprovechamiento político y mediático del escándalo, que no niega la urgencia de una investigación inmediata y de las sanciones más duras posibles de acuerdo a la responsabilidad de cada quien, no alcanza a esconder las profundas raíces del patrimonialismo, enquistado en todos los sectores y espacios de nuestra vida, no sólo en la política; menos aún, las debilidades de nuestro tejido social que no termina de salir de su mezcla de sorpresa, indignación y pesar por comportamientos que se expresan diariamente en el funcionamiento de la sociedad, la economía y la política. En un contexto de esta naturaleza, frente a límites y desafíos de este calado, no debe sorprendernos la distancia que la gente muestra de unas elecciones que no parecen encaminadas a atender nuestros problemas de fondo.
desco Opina / 26 de febrero de 2021