Las elecciones del 2021 que fueron comparadas por sus similitudes con varios de los procesos electorales que hemos vivido en este siglo, una vez concluidas terminan recordándonos a aquellas que iniciaron el XXI. Una vez más, el fujimorismo, el establishment político y parte de nuestras decadentes élites limeñas, evidencian que la opinión de la mayoría no importa. Que el término perder no existe en su vocabulario y que, frente a la fría matemática y la razón elemental, siempre optarán por la fe, que para ellos no es más que creer en lo que les da la gana y les conviene; tratando de convencer por el miedo y la angustia a quienes todavía creen en ellos y en los monstruos que inventan.
La última encuesta del IEP mostraba ya que 53% de encuestados creía que Keiko Fujimori y su feligresía carecían de razón en sus reclamos y denuncias sobre un supuesto fraude, mientras 12% aunque encontraba algunas irregularidades, pensaba que no afectaban los resultados. En otras palabras, percibían ya que se trataba de una estrategia desesperada para desconocer los resultados que por tercera vez le decían no. De allí la alta desaprobación a su actuación que alcanzaba el 69%. Recordemos que, desde el día mismo de las elecciones, los perdedores buscaron descalificarlas, acusándolas como fraudulentas, instalando con la complicidad vergonzosa y la voluntad de suicidio de buena parte de los medios de comunicación una narrativa que fue creciendo en intensidad y delirio.
Cotidianamente esgrimieron nuevas fantasías. De los indicios de fraude con los que empezaron la noche misma de los resultados, pasaron en horas a la denuncia de un fraude sistemático. Argumentaron que Perú Libre había impugnado las actas donde Fuerza Popular tenía votaciones altas, denunciaron el contenido de las charlas de capacitación a sus contrincantes, encontraron «imposibles estadísticos» en las mesas donde no tuvieron votos, «descubrieron» familias completas instaladas en mesas electorales, hallaron muertos votando y firmas falsificadas…pero nunca presentaron pruebas. Simultáneamente, intentaron ocupar las calles y aumentar la presión sobre las autoridades electorales —incluyendo la «declinación» de Arce Córdova—, como parte de una campaña que se fue llenando de agresividad verbal y discriminación racista contra Pedro Castillo y sus electores «apretujados en la sierra peruana» en lo que Alfredo Barnechea con singular desparpajo llamó “el corredor Jauja-Cusco que se remonta a la colonia”, de donde habrían salido los recursos para la supuesta farsa electoral.
Más grave aún, empezaron a alentar un golpe de Estado. Movilizaron a militares retirados para presionar a las Fuerzas Armadas y pretendieron presentarse como los salvadores de la patria. Algunos de ellos sacaron a las calles a grupos violentos y buscaron amedrentar y agredir a distintas autoridades del proceso electoral, cruzando líneas rojas elementales que obligaron a Fujimori a tomar distancia de las peligrosas y constantes incitaciones a la violencia de López Aliaga y su movimiento
Paulatinamente vieron adelgazar su caudal. Muchos y muchas de quienes votaron por ellos para que el comunismo no llegara al gobierno (55% según la encuesta del IEP) y distintos opinólogos que veían en Pedro Castillo un peligro mayor, optaron por la realidad, rechazando el mundo paralelo que les ofrecían. Los más tercos han persistido exigiendo revisar el padrón electoral, invocando a la criptología o convocando directamente a una auditoría internacional. Incluso parte de la compañía de la señora Fujimori —uno de sus parlamentarios, un aspirante a presidente del futuro Congreso, un gerente y una fallida candidata presidencial— llegó hasta las puertas de la OEA en Washington, con la expectativa de ser atendidos y «proteger la legitimidad del futuro mandatario, sea quien fuere», como sostuvieron. Incluso la señora K, tras advertirle al Presidente que no debía intervenir en el proceso, le deja una carta conminándolo a que lo haga. Casi tan patético como la resurrección de Lourdes Flores y Vladimiro Montesinos.
Todo señala que lo único que les queda ahora a los perdedores, es esperar lo que haga un Congreso donde se han dado probadas muestras de voluntad golpista. Aunque fracasados en su intento de censurar a la actual Mesa Directiva, el sector más duro de los representantes insiste en lograr la cabeza de la Presidenta de ese poder, que ha resistido dignamente en defensa de la democracia y el sentido común, además de imponer la designación «al paso» e inconstitucional de los magistrados del Tribunal Constitucional.
Así las cosas, todo indica que Pedro Castillo será el próximo mandatario del país, porque así lo ha decidido la mayoría; aunque la oposición ya ha empezado torpedeando el proceso de transferencia y probablemente no tenga el usual periodo de gracia. Más allá de lo que se piense sobre él y de las dificultades que indudablemente tendrá por la incertidumbre sobre la composición de su futuro gobierno y la precariedad de su respaldo político, es innegable que estamos frente a un hito mayor en nuestra historia política: la elección de un presidente campesino, rondero, sindicalista, provinciano serrano; el triunfo en realidad de la gente que, entre el miedo y la dignidad, optó por ésta.