Los esfuerzos que hace la derecha peruana para que la escena sea dominada ampliamente por las declaraciones de Jaime Villanueva, son inocultables. Por supuesto, el objetivo no es, ni por asomo, arribar a la verdad, sino hacer todo el daño posible a los que considera sus enemigos, porque mientras se corrobore lo que declara, cuando las evidencias muestren finalmente el engaño, todos los impactos, desde sus expectativas, ya deberían ser irreversibles.
De esta manera, podemos entender cómo es que lo buscado no es revelar los tejidos cada vez más tupidos de la corrupción en el Perú, sino llevarle —¿a quién?— la cabeza de Gustavo Gorriti, diluir lo que queda de la Junta Nacional de Justicia (JNJ), descomponer el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y, en suma, dar fin a todo aquello que desde su óptica suene, se vea o se escuche como “caviar”.
Así, la colaboración eficaz, que es un proceso especial regulado en el Código Procesal Penal, terminó totalmente desdibujada, aun cuando la figura misma era observable en tanto las declaraciones ofrecidas por cualquier colaborador eficaz no siempre son ciertas y, en sentido estricto, ya que tiene interés personal en el asunto tratado, intentará que lo delatado sea considerado como cierto. En suma, aunque las declaraciones de un colaborador eficaz pueden ser publicadas, es éticamente crucial evaluar su veracidad y considerar su contexto legal.
Pero, lo que resulta por demás desconcertante, es que para esta misma derecha la palabra clave del momento es “confianza” que, por supuesto, no la entiende según la definición gramatical, sino de acuerdo con su conveniencia. En efecto, los estropicios institucionales que promueve los justifica aduciendo la desconfianza que le suscitan dos instancias —JNE y ONPE— por haber instrumentalizado un fraude electoral –de los que nunca tendrá pruebas —porque no existió—, en perjuicio de su candidata, Keiko Fujimori. En idéntica forma, señalan que debe destituirse a los integrantes de la JNJ por una acumulación de supuestas infracciones , para luego ser juzgados, lo que a todas luces es una vendetta por la destitución de la ex Fiscal de la Nación, que era digna de su confianza.
Es a ese sentido de confianza que tiene la derecha peruana, al que respondió el Ejecutivo conducido por la presidenta Dina Boluarte el 13 de febrero, cuando anunció el cambio de cuatro ministros. En efecto, desde meses atrás, los empresarios peruanos empezaron a preocuparse por una recesión económica que no era aceptada oficialmente, considerando que era escasa la vocación gubernamental para alentar las inversiones mineras, que el gobierno no podía resolver el asunto de Petroperú y que había una creciente afectación de las actividades ilegales a sus intereses. Fue entonces cuando el Ejecutivo, el mismo que no se inmutó cuando ocurrieron graves violaciones de derechos humanos en el país, consideró que había llegado el momento de enmendar rumbos en el sentido sugerido, más bien impuesto, por el poder económico.
Aun así, parece que no todos están contentos. Hay quienes quieren más sangre y exigen agregar a la lista de destituidos no sólo a los ministros del Interior y Trabajo, sino al mismísimo primer ministro, Alberto Otárola, arguyendo que, según las encuestas de opinión, es aprobado solo por un 8% de la ciudadanía. Aunque increíble, ese fue el argumento del editorial de un diario de circulación nacional, el 14 de febrero.
Sin embargo, para otros lo ocurrido está en la línea de ofrecer, por lo menos, cierta tranquilidad a los que tienen la sartén por el mango en el país. En sus palabras, se ha buscado un “reencauche básico para un mejor funcionamiento relativo del gobierno y poder avanzar con más fluidez en la carretera rumbo al 2026”. Lo que, bien entendido, sería perfectamente traducible como la voluntad de hacer bien las cosas, para que las inversiones no pierdan rentabilidad (cueste lo que cueste), al menos hasta el año referido.
Para el caso, nada resulta más ilustrativo que las declaraciones del ministro Rómulo Mucho, apenas asumió el cargo de ministro de Energía y Minas. Aseveró que su gestión priorizará el destrabe de proyectos mineros —remarcando—, “por eso me han traído aquí”, promover el proyecto Tía María, enfrentar la informalidad en la actividad minera y reestructurar la gobernanza de PetroPerú. El objetivo último, según sus palabras, responde a “la necesidad de recuperar la confianza de los inversionistas que se han retirado y trabajar en la promoción interna para atraer nuevos proyectos”.
De esta manera, nada más astuto que hacernos creer que el problema real del gobierno de Boluarte es su estado casi catatónico, sin responder a demandas de ningún tipo, como deja entrever un columnista político. No es así. Reacciona claramente a las exigencias que le impone la derecha, desde el lado económico y desde el lado político. Esa es la manera como asume que puede quedarse hasta el 2026.
Esto último es algo que debe remarcarse. En algún momento, entre inicios del 2023 y el presente, la amenaza para el gobierno dejó de ser la protesta social (ante la cual no cedió nada) y pasó a tomar la forma de una presión cada vez más intensa desde el poder económico (al que, al parecer, le concede todo). Resta averiguar cuándo, cómo y por qué se dio ese cambio en las correlaciones políticas del país.
desco Opina / 23 de febrero de 2024