Miguel Ángel Rodríguez Mackay*
Alguna vez refiriéndose al impacto de nuestra relación con Chile, Alberto Ulloa Sotomayor, a mi juicio, el más grande internacionalista que ha dado el Perú al mundo —el Aula Magna de la Academia Diplomática del Perú lleva su nombre—, dijo: “El hecho internacional más importante, más grave y de más extensas y profundas consecuencias en la historia del Perú, después de la Emancipación, es la Guerra del Pacífico”. Estas palabras no pueden ser objeto de exacerbación alguna para quienes ven en esas líneas de Ulloa, selladas en su obra Para la Historia Internacional y Diplomática del Perú: Chile, una justificación para sus motivaciones antichilenas. Sencillamente se equivocan. El propio Ulloa añade que liquidamos, por el Tratado de 1929, las consecuencias materiales, jurídicas y morales de la Guerra de 1879 y que la amistad entre Chile y el Perú es obra del conocimiento recíproco, cada día más a fondo, que conduce a una colaboración leal y sincera; y que debemos estrechar progresivamente esta colaboración. Estas anotaciones del jurista y diplomático Ulloa —histórico Presidente de la Sociedad Peruana de Derecho Internacional que este año cumple cien años de vida institucional— deben ser confirmadas en esta etapa estelar de la relación bilateral entre ambos países que pronto tendrán en el fallo que emita la Corte Internacional de Justicia, la gran prueba de fuego, para definir el verdadero rumbo que la realidad internacional les exige. Ni el Perú ni Chile pueden ni deben faltar a la regla del respeto irrestricto del derecho internacional. Hacer lo contrario sería una amenaza o un atentado a los principios de paz y de tranquilidad internacional consagrados en la Carta de las Naciones Unidas de 1945.