Por Wilfredo Pérez Ruiz (*)
Coincidiendo con la entrada de la primavera en el hemisferio nórdico y con el otoño en el austral, el 21 de marzo se conmemora el “Día Internacional de los Bosques” —desde el 2012 y por acuerdo de la asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)— con la finalidad de recapacitar acerca de su importancia en la vida humana y en el mantenimiento de la biodiversidad. El 2021 el lema es “Bosques: Demasiado valiosos para perderlos”.
Desde la perspectiva biológica son los ecosistemas terrestres con magna pluralidad y representatividad, donde se albergan casi el 80 por ciento de las especies animales y vegetales; cubren un tercio de la superficie física y tienen un papel fundamental para el hombre. Más de 1000 millones de personas —incluidas más de dos mil pueblos indígenas— dependen de éstos para asegurar su supervivencia a partir de proporcionarles alimentos, medicinas, combustible y abrigo.
A pesar de ello, la deforestación continúa a un ritmo cercano a los 13 millones de hectáreas cada año. Según las Naciones Unidas esta pérdida implica un espacio de territorio similar a Islandia y la degradación de la tierra perjudica 2000 millones de hectáreas; un área más extensa que América del Sur. Las cifras concernientes a su acelerado incremento, en los países del Tercer Mundo, son alarmantes y conexas con necesidades desatendidas.
América Latina alberga la más significativa cantidad del planeta (84 por ciento) —que ocupan casi el 46.4 por ciento de su extensión— y es uno de los escenarios en los que avanza con violenta intensidad. Algunos de los estados más agredidos son Brasil, Bolivia, Argentina, Paraguay y Perú. Dentro de este contexto, ocupamos un particular lugar entre los países con elevados indicadores de tala de sus bosques primarios.
Las principales causas en esta parte del continente son: fines comerciales, cría de ganado con el afán de cubrir la demanda de la industria alimenticia, cultivos de soya y palma aceitera, construcción de carreteras e infraestructuras —con la intención de acceder a nuevos mercados— e incendios para desarrollar frecuentes acciones prohibidas. Éstas ascienden precipitadamente por los débiles mecanismos institucionales de fiscalización y la probada corrupción que aflige a sus autoridades. Detrás de cada problema ecológico concurre una visible y lacerante negligencia gubernamental.
La cobertura forestal del Perú abarca el 53.4 por ciento de su territorio; equivalente a 73 millones de hectáreas que, por cierto, nos convierte en la segunda nación de Latinoamérica con más bosques tropicales después de Brasil. En tal sentido, tenemos múltiples opciones para impulsar con énfasis el anhelado bienestar de los pobladores locales. Un ejemplo exitoso de aprovechamiento sostenible consiste en la cosecha y procesamiento de la castaña en la Reserva Nacional Tambopata (Madre de Dios); esta labor —que se ejecuta desde hace unas cuantas décadas— brinda valor agregado al recurso y genera ingresos económicos a 700 personas.
No obstante, la deforestación está conectada con la “agricultura migratoria” —culpable del 60 por ciento de la tala anualizada que equivale a cerca de 140 mil hectáreas— que afecta miles de hectáreas como consecuencia de los extremos estándares de indigencia. Los comuneros toman unas hectáreas, cortan, queman y siembran (yuca y plátano para subsistir) dos o tres años; al depredarse el suelo, por carecer de aptitud agrícola, lo abandonan y, por lo tanto, crean las condiciones para la desertificación. Los nativos poseen un entendible interés destinado a su supervivencia en el corto plazo.
También, la “minería ilegal” influye en este agudo e imparable drama. Las estadísticas del Ministerio del Ambiente evidencian el avance acelerado de las operaciones auríferas en los departamentos de Madre de Dios, Cusco y Puno. El área más perjudicada es la denominada La Pampa —ubicada en la Zona de Amortiguamiento de la Reserva Nacional Tambopata— debido a los complejos e implacables impactos provocados por la extracción de oro.
Estas actividades lesionan la cobertura boscosa y, además, tienen directa injerencia con la indigencia, la falta de oportunidades para los habitantes rurales —que integran sectores históricamente postergados— en busca de subsistencia y una ineludible desatención estatal. Enfrentamos la odisea de la pobreza y la devastación ecológica como las dos caras de una misma moneda. Lograr mejorar el nivel y calidad de subsistencia de los pobres es un imperativo moral, como un requisito indispensable para hacer realidad la ansiada sostenibilidad que reposa en tres pilares: económico, social y ambiental.
Valoremos la trascendencia del admirable patrimonio natural como germen de oportunidades para la sociedad y, especialmente, seamos capaces de encaminar nuestros actos hacía su preservación. Vienen a mi mente las pertinentes y lucidas aseveraciones del Papa Francisco en su encíclica “Laudato Si” (2015) que deben de inspirar una profunda reflexión colectiva: “…La mayor parte de los habitantes del planeta se declaran creyentes, y esto debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad”.
(*) Docente, conservacionista, consultor, miembro del Instituto Vida y ex presidente del Patronato del Parque de Las Leyendas - Felipe Benavides Barreda. http://wperezruiz.blogspot.com/