Objetores del crecimiento

Por Juan Torres López (*)

Una de las obsesiones más comunes a casi todos los dirigentes políticos es lograr que aumente el Producto Interior Bruto (PIB), que se registren tasas cada vez más altas de crecimiento económico. Pero utilizar el PIB para medir el crecimiento de nuestras economías sólo puede proporcionar una medida muy grosera de lo que en realidad está creciendo y de cómo nos afecta a todos. El bienestar humano tiene que ver no sólo con lo que tiene valor monetario sino con cosas como la seguridad o la satisfacción material o espiritual, la felicidad, que hoy día no se computan en el PIB. El crecimiento que muestra el PIB es ficticio, porque no refleja los costes que, aunque no sean monetarios, están claramente asociados a la actividad económica. Tampoco nos dice nada acerca de cómo se reparte lo que está creciendo. La economía puede marchar divinamente pero, en realidad, sólo les va bien o mucho mejor a unos pocos, como viene ocurriendo en los últimos años de gran incremento de las desigualdades.


“En los años de crisis económica o, en otras palabras, de recesión, cuando aumenta el desempleo, la mortalidad tiende a disminuir más rápidamente”, nos dice el profesor español José A. Tapia. Y, a su vez, los años de crecimiento económico intenso, en los que el desempleo se reduce, se asocian a un incremento de la mortalidad.

La perversidad de la idea de crecimiento económico medido sólo a través del PIB se muestra claramente cuando la actividad que lo está generando es tan desordenada e irracional como la construcción y el urbanismo que hoy día predominan.

Algunos investigadores, como W.M. Hern, han comparado las manchas que deja el cáncer en el escáner y las de la cartografía sobre la ocupación del territorio. Es asombroso confirmar que los procesos de crecimiento urbano que estamos contemplando a nuestro alrededor tienen efectivamente las mismas características de las patologías cancerígenas: crecimiento rápido e incontrolado, indiferenciación de las células malignas, metástasis en diferentes lugares e invasión y destrucción de los tejidos adyacentes. Lo que sucede es que fomentamos un tipo de actividad económica que es depredadora y fatal para el conjunto de nuestro ecosistema.

El ser humano se ha erigido en el vértice de la pirámide de la depredación planetaria.

Cuando se hacen planes urbanísticos, y en general cuando se establecen las previsiones del crecimiento de la actividad económica, no suelen tenerse en cuenta el volumen de residuos que se van a generar, o el consumo de energía o de materiales necesarios para llevarla a cabo. Poblamos de cemento nuestras tierras y costas, amurallamos los cauces naturales, envenenamos el aire y el agua, consumimos sin reponer los recursos ancestrales, desforestamos sin límite o, simplemente, agotamos las condiciones que son imprescindibles para la vida humana y no tenemos nada de eso en cuenta a la hora de mostrar lo que cuesta la actividad que se está llevando a cabo. Lo único que importa es que aumente el valor monetario de lo que hacemos y nos creemos que eso significa que todo marcha viento en popa.

Cuando las instituciones, los líderes sociales, los encargados de hacer justicia y los propios ciudadanos asumen sin pestañear que lo conveniente es crecer de cualquier forma, nadie puede luego extrañarse que a nuestro alrededor se multiplique la inseguridad, el desasosiego y el temor.

Hoy no deberían de quedar dudas de que el problema del crecimiento económico radica en su naturaleza intrínseca. No es el modo, ni el ritmo lo que va a paralizar el progreso social y la vida misma en este planeta. El enemigo es el propio crecimiento y por eso, hay que hacerse objetores.

Es imprescindible la denuncia, la manifestación más clara posible de los problemas. El crecimiento irracional de nuestra civilización tiene resultados ‘incómodos’, como muestra la película de Al Gore, pero lo relevante es que tiene causas y tiene propósitos y, sobre todo, tiene responsables muy directos. Todo esto hay que ponerlo sobre la mesa porque, si no, podremos impactarnos pero no seremos capaces de determinar en qué otra dirección conviene orientar la vida social y económica de este planeta herido.

(*) Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga