De la rigidez de las fábricas a la sociedad líquida
Por David Rodríguez Seoane*
En 1908, el mundo se maravillaba ante el comienzo de un extraordinario periodo de desahogo económico. La producción en serie de los primeros automóviles ponía al alcance de los empelados de Henry Ford la posibilidad de ser los primeros consumidores de la sociedad de masas. El sueño americano se hacía más real que nunca. Un siglo después y en plena crisis financiera, los trabajadores ya no tienen aquella seguridad que les permitía pensar a largo plazo y las cadenas de montaje han dejado de funcionar.
Los expertos se afanan por definir una realidad tan novedosa como desestructurada y por buscar explicaciones que logren convencer en medio del descanto generalizado. El fin de las utopías y de la renuncia a la idea de progreso, así es como se presenta a sí misma la nueva etapa posmodernista. Un momento histórico que comienza a partir de la caída del muro de Berlín y que se prolonga hasta la actualidad. Un ciclo en el que se produce un cambio en el orden económico capitalista con la aparición del consumismo como soporte principal del sistema y en el que se cristaliza un nuevo paradigma mundial: la globalización.
La sociedad fragmentada a la que, el sociólogo polaco, Zygmunt Barman, añadió el adjetivo de líquida ya no dispone de continentes prefijados. Las estructuras institucionales a las que los trabajadores se adherían se han vuelto invisibles y resbaladizas. El individuo se encuentra constreñido ante la imposibilidad de hilvanar un relato coherente de su vida. El trabajo para toda la vida y la tranquilidad de saberse no sólo remunerado en la justa medida sino también valorado por la labor y el esfuerzo diarios son circunstancias de un pasado que muchos siguen anhelando ante el desconsuelo y la ausencia de expectativas que provoca la constante búsqueda de lo inmediato.
En un mundo sin soportes que se olvida de la historia y pone en duda el futuro se hace difícil hablar de contenidos vigentes. En los “tiempos postmodernos” lo único importante es vivir el momento y, eso sí, nunca dejar de consumir aunque no haya dinero para ello. Ese es el nuevo sueño americano, vivir una vida por encima de las verdaderas posibilidades. El consumo ha mediatizado la mayoría de las relaciones humanas. Baste con reflexionar en cómo la buena costumbre de regalar un presente se ha convertido en la manera más habitual de mostrar afecto hacia otra persona y en como siempre hay que contar con el impacto económico que presupone. Por algo será que la coincidencia etimológica nos lleva a pensar que el mejor presente no es otro que el propio presente.
Los mayores beneficios han sido siempre el principal objetivo de las compañías pero ahora, lejos de las actitudes paternalistas del fordismo, las políticas de reducción de costes se ceban especialmente con la mano de obra. Si alguien ya no resulta rentable se le sustituye sin más miramientos. Casos como el de Joan Ramón Vilamajó, un empleado barcelonés de 45 años, que fue despedido por la aseguradora Lico Operador de Banca-Seguros diez días después de que se le diagnosticase un cáncer de pulmón, son un ejemplo claro de la fragilidad y la inseguridad que tienen que afrontar día a día los trabajadores de la empresa del siglo XXI.
Como si fuese una reedición del largometraje Tiempos Modernos, en el que Charles Chaplin relataba las condiciones desesperadas de empleo que la clase obrera tenía que soportar durante la época de la gran depresión de 1929, los engranajes de las grandes multinacionales, con filiales repartidas por todo el globo, han deshumanizado un proceso de producción en el que las personas son sólo un recurso más, prescindible si las cuentas de la empresa así lo requieren. El sistema convulso y cambiante en el que se insertan les ha ido despojando de sus derechos hasta convertirlos en simples autómatas que ejecutan una y otra vez la misma tarea. En las fábricas de hoy en día no hay tiempo ni lugar para las imperfecciones humanas.
Una posible solución sería situar a la empresa y al trabajador en el mismo lado de la balanza para vencer a la incertidumbre. Al fin y al cabo los empresarios, como nosotros, también tienen alma.
* Periodista
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