Documentos no muy secretos
Por Alberto Piris*
Que las filtraciones de WikiLeaks traerían consigo complejos y sorprendentes efectos en terrenos insospechados, era algo más que presumible desde que vieron la luz los primeros documentos. Esto se confirma sin más que ojear las páginas de los principales diarios del mundo, no solo las de los cinco privilegiados que recibieron el regalo de esta primicia.
Por Alberto Piris*
Que las filtraciones de WikiLeaks traerían consigo complejos y sorprendentes efectos en terrenos insospechados, era algo más que presumible desde que vieron la luz los primeros documentos. Esto se confirma sin más que ojear las páginas de los principales diarios del mundo, no solo las de los cinco privilegiados que recibieron el regalo de esta primicia.
Algunas de esas consecuencias han alcanzado, por ejemplo, a los miembros de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Cuando la pasada semana alguno de ellos, desde el ordenador de su mesa de trabajo, intentó leer la página web de uno de los diarios antes citados, una ominosa ventana se abrió en la pantalla: “Acceso denegado: el uso de Internet está siendo registrado y analizado”.
Observado desde fuera, parece una medida inútil, puesto que cualquier persona interesada en leer esos documentos puede hacerlo desde su ordenador doméstico o yendo al quiosco de periódicos. Sin embargo, hay que saber que el origen de todo esto se halla en el elaborado sistema de manejo de la información clasificada que rige en el seno de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, un asunto muy complejo que obliga a conocer y cumplir a rajatabla muy variados requisitos regulados por los reglamentos correspondientes.
Los militares españoles que a mediados del pasado siglo empezamos a viajar a Estados Unidos para realizar cursos en sus bases militares tuvimos que aprender dónde y cómo guardar los documentos que se nos entregaban. No era lo mismo utilizar un cajón con llave, un archivador oficial o una caja fuerte, en función del grado de clasificación de cada uno: confidencial, restringido, secreto, etc.
Lo que nos pasaba al principio es que nosotros procedíamos de otro mundo. Poco tiempo antes, a principios de los años cuarenta, en una guarnición militar del norte de España, el coronel de un regimiento, al preguntársele dónde convendría guardar los planos de la defensa de un cierto sector de los Pirineos (cuando el curso la 2ª Guerra Mundial no estaba todavía bien decidido), contestó con esta frase histórica: “Déjenlos ahí, en lo alto de ese armario, porque ahí nadie mira nunca”. Tras una respetuosa objeción del jefe de la Plana Mayor, aceptó meterlos dentro del armario de su despacho que, naturalmente, carecía de cualquier llave y solo contenía su pistola reglamentaria, las escalillas del arma -en las que analizaba cuidadosamente sus posibilidades de ascenso- y algunos otros efectos personales. Ciertos compañeros, al parecer más enterados, le habían comentado que “en el Ministerio” los papeles secretos se guardaban en unos túneles que nadie había visitado jamás; pero como en aquel cuartel el único túnel conocido correspondía a una salida del alcantarillado, el procedimiento no parecía utilizable.
Volviendo al caso de Estados Unidos, conviene saber que el militar que lea documentos clasificados en fuentes no autorizadas puede ser castigado por ello. Una agencia de la Casa Blanca se encargó de recordarlo la pasada semana: “La información clasificada, sea o no difundida en páginas web o revelada a los medios, sigue siendo clasificada y por tanto debe ser manejada como tal hasta que se desclasifique oficialmente”.
Se presta a ciertas consideraciones irónicas el hecho de que, en el caso de Wikileaks, solo se autoriza a leer la información clasificada a ciertas personas, que son quienes habrán de juzgar si puede o no ser leída libremente por los demás. Los que sufrimos el sistema de censura cinematográfica de los años de la dictadura recordamos a aquellos religiosos y altos cargos del régimen que podían regocijarse contemplando las escabrosas escenas de ciertas películas que luego eran vedadas al público en general. Algo parecido ocurría con la censura de libros y otras publicaciones.
Si se tiene en cuenta que, a pesar de tanto cuidado en la protección de la información clasificada, en una previa filtración de WikiLeaks quedaron al descubierto muy críticas y reprobables actividades militares en Irak, habrá que pensar que el sistema de protección de documentos en su conjunto no parece ser digno de mucho crédito. Para obtener ese tipo de resultados bastaba con haber guardado los documentos secretos encima del armario del despacho del coronel.
Desde la Federación de científicos americanos, aunque no se apoya esta elemental solución, un especialista en control de secretos ha emitido también su opinión al referirse a las nuevas medidas de control: “Se trata de una política fracasada, que dejará a algunos funcionarios del Gobierno menos informados de lo que deberían estar”. Tan sorprendente declaración parece insinuar que habría de ser a través de WikiLeaks como esos funcionarios alcanzarían el nivel de conocimientos apropiado para su función. Habrá que dar gracias al ya famoso Assange, no solo por reavivar la mortecina libertad de información en nuestras adormecidas democracias, sino también por proporcionarnos motivos de entretenimiento mejores que muchos tebeos.
* General de Artillería en Reserva, Centro de Colaboraciones Solidarias
Observado desde fuera, parece una medida inútil, puesto que cualquier persona interesada en leer esos documentos puede hacerlo desde su ordenador doméstico o yendo al quiosco de periódicos. Sin embargo, hay que saber que el origen de todo esto se halla en el elaborado sistema de manejo de la información clasificada que rige en el seno de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, un asunto muy complejo que obliga a conocer y cumplir a rajatabla muy variados requisitos regulados por los reglamentos correspondientes.
Los militares españoles que a mediados del pasado siglo empezamos a viajar a Estados Unidos para realizar cursos en sus bases militares tuvimos que aprender dónde y cómo guardar los documentos que se nos entregaban. No era lo mismo utilizar un cajón con llave, un archivador oficial o una caja fuerte, en función del grado de clasificación de cada uno: confidencial, restringido, secreto, etc.
Lo que nos pasaba al principio es que nosotros procedíamos de otro mundo. Poco tiempo antes, a principios de los años cuarenta, en una guarnición militar del norte de España, el coronel de un regimiento, al preguntársele dónde convendría guardar los planos de la defensa de un cierto sector de los Pirineos (cuando el curso la 2ª Guerra Mundial no estaba todavía bien decidido), contestó con esta frase histórica: “Déjenlos ahí, en lo alto de ese armario, porque ahí nadie mira nunca”. Tras una respetuosa objeción del jefe de la Plana Mayor, aceptó meterlos dentro del armario de su despacho que, naturalmente, carecía de cualquier llave y solo contenía su pistola reglamentaria, las escalillas del arma -en las que analizaba cuidadosamente sus posibilidades de ascenso- y algunos otros efectos personales. Ciertos compañeros, al parecer más enterados, le habían comentado que “en el Ministerio” los papeles secretos se guardaban en unos túneles que nadie había visitado jamás; pero como en aquel cuartel el único túnel conocido correspondía a una salida del alcantarillado, el procedimiento no parecía utilizable.
Volviendo al caso de Estados Unidos, conviene saber que el militar que lea documentos clasificados en fuentes no autorizadas puede ser castigado por ello. Una agencia de la Casa Blanca se encargó de recordarlo la pasada semana: “La información clasificada, sea o no difundida en páginas web o revelada a los medios, sigue siendo clasificada y por tanto debe ser manejada como tal hasta que se desclasifique oficialmente”.
Se presta a ciertas consideraciones irónicas el hecho de que, en el caso de Wikileaks, solo se autoriza a leer la información clasificada a ciertas personas, que son quienes habrán de juzgar si puede o no ser leída libremente por los demás. Los que sufrimos el sistema de censura cinematográfica de los años de la dictadura recordamos a aquellos religiosos y altos cargos del régimen que podían regocijarse contemplando las escabrosas escenas de ciertas películas que luego eran vedadas al público en general. Algo parecido ocurría con la censura de libros y otras publicaciones.
Si se tiene en cuenta que, a pesar de tanto cuidado en la protección de la información clasificada, en una previa filtración de WikiLeaks quedaron al descubierto muy críticas y reprobables actividades militares en Irak, habrá que pensar que el sistema de protección de documentos en su conjunto no parece ser digno de mucho crédito. Para obtener ese tipo de resultados bastaba con haber guardado los documentos secretos encima del armario del despacho del coronel.
Desde la Federación de científicos americanos, aunque no se apoya esta elemental solución, un especialista en control de secretos ha emitido también su opinión al referirse a las nuevas medidas de control: “Se trata de una política fracasada, que dejará a algunos funcionarios del Gobierno menos informados de lo que deberían estar”. Tan sorprendente declaración parece insinuar que habría de ser a través de WikiLeaks como esos funcionarios alcanzarían el nivel de conocimientos apropiado para su función. Habrá que dar gracias al ya famoso Assange, no solo por reavivar la mortecina libertad de información en nuestras adormecidas democracias, sino también por proporcionarnos motivos de entretenimiento mejores que muchos tebeos.
* General de Artillería en Reserva, Centro de Colaboraciones Solidarias