Escrito por: Noam Chomsky (*)
La reciente escaramuza Obama-Putin con respecto al excepcionalismo estadunidense volvió a encender el debate sobre la doctrina Obama: ¿se dirige el presidente hacia el aislacionismo o portará con orgullo la bandera del excepcionalismo?
El debate es más estrecho de lo que parece. Existe considerable terreno común entre las dos posiciones, como expresó con claridad Hans Morgenthau, fundador de la escuela realista de relaciones internacionales, exenta de sentimentalismos, que domina hoy día.
A lo largo de su obra, Morgenthau describe a Estados Unidos como único entre las potencias pasadas y presentes, en cuanto tiene un propósito trascendente que debe defender y promover en todo el mundo: la instauración de la igualdad y la libertad.
Los conceptos en competencia excepcionalismo y aislacionismo aceptan esta doctrina y sus diversas elaboraciones, pero difieren en cuanto a su aplicación.
Un extremo fue defendido con vigor por el presidente Obama en su mensaje del pasado 10 de septiembre a la nación: Lo que hace diferente a Estados Unidos, lo que lo hace excepcional, dijo, es que estamos dedicados a actuar, con humildad, pero con decisión, cuando detectamos violaciones en alguna parte.
Durante casi siete décadas, Estados Unidos ha sido el sostén de la seguridad global, papel que ha significado más que forjar acuerdos internacionales: ha significado asegurar que se apliquen.
El aislacionismo, en cambio, sostiene que ya no podemos darnos el lujo de realizar la noble misión de correr a apagar los fuegos que otros encienden. Toma en serio una advertencia emitida hace 20 años por el columnista Thomas Friedmanm, del New York Times, de que conceder al idealismo una influencia casi exclusiva en nuestra política exterior puede conducirnos a desdeñar nuestros intereses por nuestra devoción a las necesidades de otros.
Entre estos dos extremos se da el acalorado debate sobre política exterior.
En los márgenes, algunos observadores rechazan las premisas compartidas y sacan a relucir el registro histórico: por ejemplo, el hecho de que durante siete décadas Estados Unidos ha encabezado al mundo en agresión y subversión, derrocando gobiernos electos e imponiendo despiadadas dictaduras, apoyando crímenes horrendos, socavando acuerdos internacionales y dejando estelas de sangre, destrucción y miseria.
Morgenthau dio respuesta a esas criaturas desorientadas. Académico serio, reconoció que Estados Unidos ha violado con consistencia su propósito trascendente, pero explica que oponer esa objeción es cometer el error del ateísmo, que niega la validez de la religión con fundamentos similares.
La realidad, sostiene, es el propósito trascendente de Estados Unidos; el registro histórico no es más que el abuso de la realidad.
En suma, el excepcionalismo y el aislacionismo estadunidenses vienen a ser variaciones tácticas de una religión secular, cuya fascinación extraordinaria va más allá de la ortodoxia religiosa normal en cuanto apenas si es posible percibirla. Puesto que ninguna alternativa es concebible, esta fe se adopta por reflejo.
Otros expresan la doctrina con mayor crudeza. Jeane Kirkpatrick, quien fue embajadora del ex presidente Reagan ante la Organización de Naciones Unidas, desarrolló un nuevo método para desviar las críticas a los crímenes de Estados Unidos. Los que se oponían a considerarlos meros tropiezos o ingenuidad inocente podían ser acusados del equivalente moral a afirmar que Estados Unidos no es diferente de la Alemania nazi o de cualquier demonio que esté en boga. Esta argucia ha sido usada en muchos casos para proteger el poder ante cualquier escrutinio.
Hasta la academia seria se amolda. Así, en el número más reciente de la revista Diplomatic History, el erudito Jeffrey A. Engel reflexiona sobre la significación de la historia para quienes trazan las políticas.
Engel cita Vietnam, donde, dependiendo de la persuasión política que se tenga, la lección es “evitar las arenas movedizas de la intervención –aislacionismo– o la necesidad de dar rienda suelta a los comandantes militares para que operen libres de presión política” al cumplir la misión de llevar estabilidad, igualdad y libertad destruyendo esos países y dejando un reguero de millones de cadáveres.
La cuota mortal de Vietnam continúa creciendo hasta el presente a causa de la guerra química que el ex presidente Kennedy montó allá, al mismo tiempo que aumentaba su apoyo a una dictadura asesina para un ataque en gran escala, el peor caso de agresión ocurrido durante las siete décadas de Obama.
Otra persuasión política es imaginable: una indignación como la que adoptaron los estadunidenses cuando Rusia invadió Afganistán o cuando Saddam Hussein invadió Kuwait. Pero la religión secular nos impide vernos a nosotros mismos bajo una lente similar.
Un mecanismo de autoprotección es lamentar las consecuencias de nuestras omisiones. Así, el columnista del New York Times David Brooks, al reflexionar sobre el deslizamiento de Siria hacia un horror semejante a Ruanda, concluye que el asunto de fondo es la violencia sunita-chiíta que destroza a esa nación.
Esa violencia, afirma, es testimonio del fracaso de la reciente estrategia estadunidense de retirarse y dejar una presencia ligera y de la pérdida de lo que el ex funcionario del servicio exterior Gary Grappo llama la influencia moderadora de las fuerzas estadunidenses.
Los que aún se dejan engañar por el abuso de la realidad –eso es, de hecho– podrían recordar que la violencia sunita-chiíta fue resultado del peor crimen de agresión del nuevo milenio: la invasión estadunidense de Irak. Y los cargados de memorias más ricas podrían recordar que en los juicios de Nuremberg se sentenció a criminales a la horca porque, según el tribunal, la agresión es el crimen internacional supremo, diferente de otros crímenes de guerra sólo en que contiene en sí mismo el mal acumulado del todo.
Ese mismo lamento es tema de un celebrado estudio de Samantha Power, la nueva embajadora de Washington ante Naciones Unidas. En Un problema del infierno: Estados Unidos en la era del genocidio, Power escribe sobre los crímenes de otros y nuestra inadecuada respuesta. Dedica una oración a uno de los pocos casos durante las siete décadas que podría calificar como genocidio: la invasión de Timor Oriental por Indonesia, en 1975. Trágicamente, Estados Unidos miró para otro lado, informa Powers.
Daniel Patrick Moynihan, quien la precedió en el cargo ante la ONU en tiempos de la invasión, vio el asunto de modo diferente. En su libro A dangerous place, describió con gran orgullo cómo llevó a la ONU a ser del todo inefectiva en las medidas que tomó para parar la agresión, porque Estados Unidos deseaba que las cosas resultaran de ese modo.
Y de hecho, lejos de mirar a otro lado, Washington dio luz verde a los invasores indonesios y les proporcionó de inmediato equipo militar letal. Estados Unidos impidió actuar al Consejo de Seguridad de la ONU y continuó prestando firme apoyo a los agresores y sus actos genocidas, entre ellos las atrocidades de 1999, hasta que el entonces presidente Bill Clinton marcó el alto, lo cual pudo haber ocurrido en cualquier momento de los 25 años anteriores.
Pero eso es mero abuso de la realidad. Es muy fácil continuar, pero no tiene caso. Brooks tiene razón en insistir en que deberíamos ir más allá de los terribles sucesos que tenemos a la vista y reflexionar en los procesos subyacentes y las lecciones que derivan de ellos.
Entre éstas, ninguna tarea es más urgente que liberarnos de las doctrinas religiosas que condenan al olvido los hechos de la historia y refuerzan de ese modo nuestros fundamentos para nuevos abusos de la realidad.
(*) Profesor emérito del Departamento de Lingüística y Filosofía del MIT
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