Pisco: Crónica de un desastre anunciado
luis lujan Pisco: Crónica de un desastre anunciado
Luis Luján
Por: Luis Luján Cárdenas, sociólogo y periodista
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(Primera parte)


¿Cómo estará Pisco?, pensé luego de soportar con terror, abrazado de mi señora y mi hija, dos eternos minutos de convulsiones de la tierra, recordando mi mente los trágicos momentos vividos en 1970, cuando la tierra de mis ancestros ubicada a 231 kilómetros al sur de Lima, capital del Perú, igual, tembló bajo el estertor de la muerte, mientras los postes latigueaban el aire, la pistas se enervaban cual mar de asfalto y tierra, y las casas de adobe se desmoronaban como la sal de la desgracia, mientras mi adolescente cuerpo luchaba denodadamente por mantener el equilibrio para no caer y mis ojos desorbitados apreciaban el castigo divino y los vecinos arrodillados en medio de la vía rezaban llorosos al pie de una imagen del Señor de La Agonía, patrón de la provincia ubicada casi al centro de la costa del Perú, donde habitan actualmente 130 mil habitantes, que hoy, en agosto de una fecha que no quiero recordar, lloran por las almas de 519 hijos muertos en apenas 120 eternos segundos después de las 6 y 42 minutos de la tarde de ese aciago día, de esa pesadilla que nunca olvidaremos, donde cual estela fugaz apareció la muerte con su ruido más aterrador, cubriendo con un manto negro a las cinco provincias del departamento de Ica (Palpa, Nazca, Ica, Pisco y Chincha), Cañete y Huancavelica, que con dos certeros golpes de puño por debajo de la tierra destruyó casi el 90% de la ciudad y con ella sus atractivos principales: las Iglesia de San Clemente (donde sucumbieron 148 fieles –entre ellos 40 miembros de una misma familia- y sobrevivieron milagrosamente el sacerdote que oficiaba la misa en esos aciagos instantes y un bebé de seis meses cuyos padres murieron), el templo de Belén ( con sus coloridos frescos bíblicos en su bóveda) y la antiquísima Iglesia de La Compañíaterremotoica23 (construída por los jesuitas y decorada con altares en pan de oro y lienzos coloniales ) al frente de la plazoleta de Francisco Bolognesi y detrás del Palacio Municipal, cual imponente mezquita árabe de paredes con franjas blancas y celestes vigilando la Plaza de Armas; el boulevard del pisco sour y los souvenir con figuras de lobos marinos, gaviotas y sirenas hechas de conchas de abanico; el elegante Club Social, centro del arte y la cultura gracias a la asociación cultural Círculo Blanco, en la principal avenida que une la ciudad con el Malecón Miranda en Pisco-Playa, donde el general argentino instaló su cuartel general el 20 de julio de 1820, luego de desembarcar con sus huestes libertadoras en la bahía de Paracas (a propósito, las figuras pétreas El candelabro y los Frailes, ya no son más), y soñar, al pie de una palmera, con una bandada de flamencos de plumas rojiblancas para crear la primera bandera peruana (Pisco, Cuna de la Bandera y Puerta de la Libertad)...¡Qué pena da recordar las bellezas de mi tierra cuando éstas se han ido para siempre!...(en estos momentos nuevamente tiembla la tierra; prendo la radio, el locutor de Radioprogramas pide calma a la población: “El epicentro del sismo con una intensidad de 7.9 en la escala de Richter se ha localizado a 33 kilómetros de la costa de la provincia de Pisco, no hay ningún tipo de comunicación ni servicios de energía eléctrica y agua en todo el departamento de Ica y parte de la ciudad de Lima).

 

Al día siguiente, una nueva replica sísmica a las seis y cuarto de la mañana me recuerda que debo viajar a la tierra del insigne poeta y escritor Abraham Valdelomar, del historiador Jorge Basadre y de la santa Luisa de la Torre, más conocida como la Beatita de Humay; emprendo rumbo al centro limeño, una larga “cola” de personas se agolpan en las agencias de viaje y pagando sobreprecios partimos en un ómnibus, observando a pocos kilómetros en las afueras de la gran ciudad las primeras paredes destrozadas, en Cañete numerosas casas se han rendido a la furia de la naturaleza; en Chincha (196 kilómetros al sur) los daños son mayores y siento un nudo en mi garganta, porque es mi primera parada: allí vive mi madre; camino por una ciudad callada, donde se ha detenido el tiempo; la algarabía y alegría características de los chinchanos y su vino manchapecho, la carapulcra con sopaseca, el pan con adobo, los tamales de chancho y chicharrones con camote frito y su colao de frejoles, ha dado paso a la tristeza más larga, al asalto de los puestos de alimentos y farmacias, a la falta de agua y al lamento por la pérdida de seres queridos; tomé una mototaxi y fui hacia la humilde morada de adobe y caña de mi progenitora, donde la noche anterior se había aferrado con todas sus fuerzas al marco de la puerta de la cocina, rezando a Jehová Dios, una y mil veces, sola, en la oscuridad, temblorosa; el Altísimo por esta vez le perdono la vida, pero su casa fue destruida; me vio llegar, me abrazó con sus débiles brazos, escondió su rostro en mi pecho cual pajarito que ha perdido su nido y sentí la humedad de sus lágrimas en mi alma.

Evadiendo los escombros y caminando por en medio de las calles, abordamos el primer vehículo que pasó por la carretera; decenas de preocupados pasajeros se peleaban por un asiento sin importarles el aumento del precio de los pasajes; en el camino a medida que avanzábamos aumentaba la desgracia: letreros “AYUDA, POR FAVOR”, niños y adultos empolvados extendían sus manos a los centenares de vehículos que lentamente circulaban por trozos de asfalto y puentes parcialmente derruidos, en una interminable fila; herido mortalmente en las piernas, el puente Huamaní yacía agónico en brazos del río Pisco, por lo que centenares de personas descendían de los vehículos e iniciaban una larga caminata para llegar donde sus seres queridos; caminamos kilómetro tras kilómetro, yo empuñando en la mano derecha mi pequeña pistola browning y mirando a todos lados, y mi madre recogiendo a su paso botellas de plástico (“me han pedido, hijo, 20 para el viernes ¡son dos soles, hijo, dos soles!, ¡ya tengo para mi pan!”) por el borde de la carretera Panamericana, mientras rostros desencajados de hombres, mujeres y niños se confundían en un ir y venir como grandes hormigas; negros, cholos, chinos, blancos, rubios, en auto, en moto, en bicicleta, a “pata pelada”, con dinero y sin dinero todos estábamos unidos en la incertidumbre por conocer el estado de nuestros familiares; preguntábamos a los que venían: “¿cómo está Pisco?. “¡Es un desastre, todo ha sido destruido!, nos contestaban y nuestra desesperación aumentaba a pasos agigantados queriendo explotar nuestro cerebro, aligerando nuestro caminar; centenares huían del infierno y allí llegamos con el sudor en los labios, luego de dos horas de caminata.

Nuestro paso ahora era lento por una ciudad devastada y se confundía con mujeres que nos imploraban ayuda con sus pequeños hijos desfallecidos en brazos, familias con las manos heridas removiendo desde la noche anterior los escombros de sus casas para rescatar a sus muertos y heridos, jóvenes y niños que lloraban al pie de su hogar destruido, maleantes hurgando entre los escombros, bomberos, policías, soldados y funcionarios del gobierno dirigidos personalmente por el presidente de la República, asombrados por la dimensión del desastre e impartiendo las primeras medidas de emergencia, perros hambrientos al pie de sus amos sepultados, dos muchachos cargando prestos un ataúd, otros tres jalando una bolsa de plástico negro con un bulto humano, para arrimarlo en la Plaza de Armas, en una hilera de cadáveres mientras la oscuridad empujaba al sol para adueñarse nuevamente de la ciudad en complicidad con la muerte, cuyo macabro ritual se iniciaba en el Cementerio General, en la entrada de la ciudad, donde los nichos y sus cajones abiertos llenos de huesos y restos humanos formaban una tenebrosa escalera al más allá; ese fue el triste recibimiento que tuvimos en la tierra de los antiguos Paracas (así también se denominan sus fuertes vientos que acaban de ser liberados como corceles desbocados después de la tragedia) famosos por sus coloridos y eternos mantos y ceramios, por sus trepanaciones craneanas y sus necrópolis y fardos funerarios, quienes fueron vencidos por los yungas y éstos a su vez por los incas, y después por los españoles (en 1640 fundaron la Villa de Pisco, pero 40 años después –y pocos saben – un terremoto desapareció la ciudad, por lo que fue refundada kilómetros más arribaron con el nombre de Nuestra Señora de la Concordia de Pisco y en 1832 fue renombrada Villa de la Independencia, para luego ser declarada ciudad en 1898 con su nombre en quechua “Pissku”, ave o pájaro).