Carlos Miguélez Monroy*
El progresivo envejecimiento en Europa y en los países ricos ha llevado a que se celebre cada año el Día de la Solidaridad Intergeneracional, con el objetivo de potenciar la convivencia entre personas de distintas edades.
Este envejecimiento y las bajas tasas de natalidad plantean la necesidad de cambiar el enfoque con el que miramos a las personas mayores. Porque se trata ya de una realidad y por el interés de cimentar comunidades sólidas conviene dejar atrás el edadismo con el que se les discrimina y tratarlos como sujetos que deciden su propio destino.
Las personas mayores pueden y deben participar como ciudadanos y mantenerse activos dentro de las limitaciones y dificultades que supone el paso de los años. De lo contrario, los convertiremos en objetos de beneficencia, dignos de lástima en lugar de sujetos de derechos. Nos lo estaremos haciendo a nosotros mismos, pues el tiempo se escapa como la arena de un reloj y un día, antes o después, llegaremos a esa situación.
Por otro lado, para reconocer sus derechos como ciudadanos que participan en sociedad se necesita partir de la realidad. Durante las últimas décadas se dio rienda suelta a la obsesión por añadir años a la vida. La industria farmacéutica y los avances médicos fueron en esa dirección. No se le dio la misma prioridad a la vida que se le puede añadir a los años, sean los que sean, con el desarrollo de otras competencias más allá con las relacionadas con producir.
Dar paso a los ejércitos de jóvenes preparados en el mercado laboral no implica que una persona mayor de 65 años tenga que pasar de una vida productiva y llena de actividades al sofá con las telenovelas que gritan desde el televisor, intercalado con las visitas al bar y al kiosco del periódico. Pero eso les ocurre a millones de personas cuando las jubilan. Muchos “soñaban” con no tener que levantarse por la mañana para ir a trabajar y de pronto, en seco, no saben qué hacer con su tiempo. El teléfono empieza a sonar con menor frecuencia y se instala un silencio incómodo en la vida.
En medio de la inactividad, la falta de motivación y la soledad caen como un plomo unas limitaciones físicas que se precipitan con cada vez mayor intensidad. Movilidad reducida, pérdida de actividad física por miedo a caerse, pérdida de capacidades cognitivas y de facultades relacionadas con los sentidos más básicos, sobre todo la vista y el oído.
La convivencia intergeneracional contribuye a mantener la actividad física y psíquica de las personas mayores, fundamental para ahuyentar la depresión, caldo de cultivo para todo tipo de enfermedades. En lugar de llenar las semanas de viajes desde la casa al médico y de vuelta, y de la casa al banco y de vuelta, facilitar un nexo con personas más jóvenes para mantenerse vinculados a las ganas de vivir, al movimiento.
Existen programas que ponen en contacto a personas que viven solas con voluntarios que van una vez por semana a su casa para salir juntos a dar un paseo, para ir a tomar un café, para charlar, para ir al parque, para jugar a las cartas o para “matar el rato”. También existen redes como Homeshare International, que promueven la vivienda común entre personas mayores que vivan solas en su casa y personas necesitadas de un hogar asequible. En España se han desarrollado programas como Convive, de la ONG Solidarios para el Desarrollo. Funciona con estudiantes universitarios que no pagan por vivir en casa de la persona. Se hacen compañía, comen o cenan juntos y ven la televisión.
La realización de la campaña Me gustan tus años consolidó una lección que ya se conocía tras años de fomentar las relaciones intergeneracionales: los propios voluntarios y las personas que viven con las personas mayores también se benefician de la experiencia y de las ganas renovadas de vivir de las personas mayores.
*Periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias
Twitter: @cmiguelez