Carlos Calderon FajardoPor Eduardo González Viaña

Los relatos de Carlos Calderón Fajardo tenían  —o más bien tienen— todo lo que se pide de ellos. Eran fluidos, ágiles, transparentes y legibles, y además de ello, abundaban en gracia narrativa, suspenso y personajes de verdad, como tú y yo o como los fantasmas.

 

Carlos acaba de fallecer, y yo me pregunto de dónde le venían las historias y esas ganas infinitas de narrar. Para responder a esta pregunta, recuerdo la época en que lo conocí y los tiempos en que anduvimos juntos por París.

Recuerdo con precisión que fue en un café de Lisboa donde me lo presentó el crítico alemán Wolfgang Luchtig, y la conversación entre los tres abordó el tema del cuento. Unos meses después, lo volví a ver en la oficina de la Unesco en París que ocupaba Julio Ramón Ribeyro. Fuimos a tomar un café, y seguimos hablando de cuentos. Era su obsesión.

Me acuerdo que vivía en la rue de St. Bernardins, muy cerca de la iglesia de St. Nicolás du Chardonnet, donde ahora se hacen misas católicas del rito tridentino. Caminar juntos desde allí hasta el centro Georges Pompidou era gozar de alguna historia que él iba creando de acuerdo con cada paso que daba y con cada mansión extraña que encontrábamos.

Una vez, mientras leíamos en la biblioteca del Pompidou, Carlos me hizo señas para que mirara a través de la ventana. En el edificio de enfrente, según murmuró, había una chica que no había dejado de observarnos. Pensé que era una historia suya, pero me equivocaba. Cada media hora que dejaba yo el libro, miraba con disimulo hacia ese lugar situado a unos cien metros de distancia… y allí estaba la gentil y bella observadora.

Por fin, dejamos la lectura y bajamos al café. Calderón ya tenía la historia. La dama de enfrente no era una dama de verdad. Era un fantasma.

Estaba en lo cierto, pero no del todo. Para convencernos, salimos del centro y avanzamos con más disimulo o aún, como si fuéramos dos espías, hasta el edificio. La muchacha era una muchacha, pero no estaba allí. Era una pintura. La parte trasera de un edificio había sido pintada de manera tal que pareciera tener puertas y ventanas. Desde una de ellas nos miraba la misteriosa dama.

En otra ocasión, Carlos me encontró cenando con Anne, una chica que por entonces era mi enamorada. Nos observó sin que lo notáramos, y al día siguiente fue visitarme con el relato que había escrito. Según su texto, Anne se iría haciendo invisible hasta desaparecer y ser tan sólo una presencia transparente a mi lado.

Era casi verdad. Anne era una bailarina de ballet y modelaba para la revista Vogue. Mientras cenábamos (el plural es excesivo), ella solamente aceptaba una tácita de té sin azúcar o tal vez un jugo. Nada más consumía porque debía mantenerse en el peso que le exigía Vogue y que la hacía aérea e ingrávida pero feliz a mi lado.

Con los poetas Armando Rojas y Elqui Burgos y el historiador Germán Peralta, Carlos y yo visitamos muchas veces Pont Neuf y hablamos con veneración de los caballeros templarios que allí fueron ejecutados. No era raro que entonces nuestro buen amigo elaborara más historias de misterios como si los estuviera viviendo o como si hubiera vivido en ese tiempo. Seguro que más de una persona al vernos pensó “Pobre gente de París”

Hace un rato, me ha llegado la noticia de su muerte, y pensé que también eso era un relato. Por desgracia, no lo es.. pero nos queda su obra. Y a quienes no frecuentaron sus libros, les queda el recado de buscarlos en la librería más cercana… Por ahora, prefiero como retrato suyo el título de uno de sus libros: el hombre que miraba el mar. Foto: RPP

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