Juan Sheput
Si de hurgar en nuestra historia se trata pues veremos que nuestro país es pródigo en elecciones. Desde primero los invasores (los españoles) que Huáscar, en épocas de Atahualpa hasta el famosísimo “primero los chilenos que Piérola”, siempre hemos optado por lo que consideramos el mal menor. Es así que en estos días cierto sector de nuestra sociedad, el llamado “progresista” prefiere tolerar los graves indicios de corrupción de la señora Nadine Heredia que promover su investigación y juzgamiento, si correspondiera, pues de abundar en ello se podrían beneficiar los fujimoristas o apristas. Es decir se tolera el engaño, el probable enriquecimiento ilícito, el incumplimiento de promesas, las tarjetas de crédito amicales, las licitaciones a dedo, la destrucción del medio ambiente y los depósitos por millones de soles pues si se investiga eso de repente la corrupción de otros gobiernos, el aprista, el perúposibilista o el fujimorista, quedarían en un tercer o segundo lugar pues el nacionalismo (o humalismo si prefieren) se llevarían todas las glorias de ser, de lejos, el gobierno más corrupto del Perú en el siglo XXI.
Esta situación, de indignación moral selectiva, demuestra el colapso ético de nuestro país. Se defiende a Nadine Heredia por hechos que habrían representado una condena para otros gobernantes. Haber sido cercano a ellos o ser de la llamada “izquierda progresista” los convierte en cómplices de la esposa del presidente pues de censurarla abiertamente o señalar con claridad sus indicios de corrupción podría significar el crecimiento político de los adversarios históricos: el aprismo o el fujimorismo. Es decir el comportamiento es de doble medida moral, o si prefiere, de auténtica hipocresía ética.
Lo que requiere esta izquierda que pretende ingresar a las grandes ligas de la política no es tanto un cambio generacional sino un cambio ético. El más grande referente de las izquierdas y el que la hizo crecer ante los ojos del mundo no fue un jovencito inexperto, lanzado a la arena política luego de un cónclave en una pizzería o un bar, sino un hombre recorrido y fogueado, como es el un hombre de 80 años, el expresidente de Uruguay José Mujica. Eso no es lo que quieren entender acá, en donde los “nuevos valores” justifican, defienden o se hacen de la vista gorda sobre el enriquecimiento del estilo de vida de Ollanta Humala y su familia.
El país se muestra indignado y confundido y no encuentra en su clase política al referente que lo saque de ese estado. Tres expresidentes y un mandatario en ejercicio son protagonistas de episodios judiciales y cuestionamientos por corrupción. Lo más grave es que a las máximas autoridades de turno, sea por amistad o por remuneración, no se les cuestiona, pues puede significar el retorno del enemigo. Ese es el Perú de hoy, incapaz de cuestionar su incapacidad para procesar el deterioro moral que padece. Un país que tolera, por ejemplo, que un abogado de personajes sospechosos de narcotráfico o corruptelas de alto vuelo sea el abogado y consejero del presidente de la República y su esposa es un país que está en franca descomposición.
Y Mario Vargas Llosa, ni hablar mucho de él. Tener unos cuantos amigos en el gabinete es suficiente para justificar su mudez y falta de condena. De él se encargará la historia, al colocarlo en el lugar que merece su posición de silencio actual.
Artículo publicado en revista Velaverde el 24 de agosto del 2015