Luis Alberto Salgado
Perú entra en una etapa de definiciones. El próximo 28 de julio se instalará un nuevo gobierno y un nuevo congreso nacional, luego de sucesivos regímenes fracasados, corruptos e incapaces de cumplir con el mandato de los pueblos y sus obligaciones de conducir los asuntos del Estado y los destinos del país con eficacia, transparencia y honestidad. Los pueblos del Perú, esas inmensas mayorías han terminado detestando a todos esos gobernantes (Fujimori, Toledo y García), sin excepción, incluido al actual, Ollanta Humala, que se va en menos de 11 meses, notorio por haber deshonrado reiterada y sistemáticamente su palabra, sin ninguna vergüenza, y traicionado absolutamente todos los compromisos centrales y trascendentes que asumió solemnemente (muy serio él) siendo candidato, y por los cuales fue elegido.
Con esos antecedentes no puede sorprender a nadie la profunda desconfianza ciudadana y las distintas formas de protesta por las que optan las nuevas generaciones, salvo algunos que asumen cínicamente que “esa es la forma de hacer política”. Mas en general, es evidente el rechazo y el repudio a esos políticos corruptos impunes y a esa mal llamada “clase política” que, como cáncer metastásico o epidemia con alta toxicidad, golpean al Perú desde hace décadas. Ese ciclo nefasto debe acabar el 28 de julio del 2016. Y puede acabar.
La economía comienza a dar tumbos y está en serios problemas. Para muchos, esto era previsible con sólo mirar con sentido común la realidad, y sólo la arrogancia fanatizada de todos los ministros de Economía neoliberales que hemos tenido hasta la fecha —a quienes los presidentes mencionados entregaron el poder de decisión para favorecer a una minoría privilegiada— ha hecho que durante muchos años se persista en la soberbia de políticas económicas que han aumentado la desigualdad, el narcotráfico, la delincuencia común, el crimen organizado y nos han hecho mucho más dependientes de los vaivenes internacionales.
Nos hemos debilitado como nación. Uno tras otro, gobiernos improvisados y altamente ideologizados rechazaron cualquier posibilidad de planificación y prevención, inclusive de desastres como los ocasionados por el fenómeno de El Niño. Los conflictos sociales se han multiplicado, con especial énfasis en los originados por la agresión al medio ambiente y a los ecosistemas por parte del gobierno central, en complicidad con ciertas corporaciones y por la defensa que de esos ecosistemas hacen los pueblos y comunidades afectadas e impactadas gravemente.
Así, una combinación de indignación y búsqueda de una alternativa razonable y decente de gobierno se ha instalado en millones de peruanos. En calles y zonas rurales se gesta una corriente ciudadana que expresa el hartazgo ante la corrupción política impune al más alto nivel del actual gobierno y de los del pasado reciente. Se comienza a reaccionar pues se percibe el límite y obsolescencia de ese modelo económico que nos ha impuesto la presente situación en el Perú. Para algunos parecía —y así lo anunciaban con bombos y platillos en los 90—, el “fin de las ideologías”, según Fukuyama, en el sentido que el dios mercado, infalible y supuestamente neutro, con su ideología ultra-neoliberal en nuestro país, iba a definir por las próximas décadas el curso de nuestras sociedades y Estados nacionales. Se equivocaron drásticamente y hoy ni siquiera quieren reconocerlo.
Esa corriente ciudadana que se va gestando entre la frustración, la indignación y la furia de los pueblos que se sienten traicionados porque han sido traicionados, va encontrando un cauce constructivo y creativo en el Frente Amplio que integran organizaciones políticas y sociales cuyo ámbito y radio de acción, gravitación e influencia se va ampliando gradual y naturalmente, con la consistencia tranquila de un nuevo amanecer para el país. Lo que se va percibiendo claramente es que ya no más resignación, sugerida u ordenada desde la arrogancia y entumecimiento del poder económico.
Se anuncia un nuevo comienzo para el Perú, con políticas públicas e instituciones de gobierno que prioricen realmente la salud y la educación, que protejan y promuevan la agricultura, la agroindustria, la pesca para consumo humano y que faciliten la actividad y fortalezcan a las pequeñas y medianas empresas nacionales; el impulso de las juventudes estudiosas y trabajadoras que exigen cuentas claras y respeto a sus derechos es y será imparable por la demagogia o la represión, en consonancia con la energía de nuestras más de 1,500 comunidades de la Amazonía y las centenas de miles de trabajadores y empleados del sector privado y público que ganan uno de los sueldos mínimos vitales más bajos de América Latina y que sienten que ha llegado el tiempo de cambiar el Perú.
El gran debate nacional sobre esta posibilidad y alternativa que se da para el Perú y las peruanas y peruanos recién comienza y, como ha escrito Pedro Francke: “lo importante es iniciar ese debate sobre los nuevos rumbos que la política económica debe tomar, para que no sigamos repitiendo un pasado que ya no tiene ningún aliento para construir el futuro”.
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