Por Jorge Rendón Vásquez

El domingo, pasadas las siete de la noche, una voz conmovida me hizo saber por teléfono que Néstor Peña Jiménez había partido hacia el país definitivo del recuerdo.

 

Lo conocí en noviembre de 1964.

A fines de ese mes, el consejo de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos debía votar qué nuevos profesores ingresarían al cuerpo docente. Yo había participado en el concurso de ingreso a la plaza de profesor de Derecho del Trabajo, y lo había ganado con un elevado puntaje, gracias sobre todo a mis tres libros publicados en 1963: Fundamentos de la evolución económica, Derechos sociales del obrero y El trabajador de construcción civil. (Dicho sea al pasar, de cada libro se tiraron 5,000 ejemplares que volaron en seis meses).

No bastaba, sin embargo, haber ganado el concurso. Según el reglamento, el consejo de facultad decidía por una mayoría de dos tercios. Alguien me había dicho que un grupo de profesores residuales de la vieja oligarquía había jurado desechar mi candidatura por mi talante contestatario de las taras sociales de nuestra sociedad. Ninguno de los profesores de la Facultad había ingresado por concurso. El consejo de facultad, formado por ellos mismos, los nombraba a pedido del decano o de alguno de ellos.

Calculando que la votación del consejo de facultad se realizaría sobre las siete de la noche, llegué a la Casona unos minutos antes de las ocho. Esperé junto a la pila y las palmeras. De pronto, se sintió un grito colectivo de algarabía en el segundo piso, donde estaba la Facultad. El consejo había votado. Un grupo de estudiantes me divisó desde el balcón y bajó. Con el rostro iluminado de alegría me dijeron que yo había logrado los dos tercios. Habían votado por mí el tercio estudiantil y un grupo de profesores.

Recién me enteré quiénes fueron los estudiantes del tercio. Sus nombres: Víctor Cáceres, Jorge Carrión Lugo, Néstor Peña Jiménez, Aurelio Saavedra y Raúl Solano. Entre los profesores que me concedieron su voto estaban Germán Aparicio Valdez, Luis Bramont Arias y Darío Herrera Paulsen.

Subí al segundo piso y esperé que la sesión del consejo terminase. No conocía a ninguno de los estudiantes del tercio y, de los profesores, sólo había tratado a Germán Aparicio Valdez quien había sido mi profesor en el curso doctoral de 1962. Cuando salieron, agradecí a quienes me habían dado su voto por su imparcialidad, un extraño comportamiento para muchos. Por ellos pude ser profesor de la Universidad de San Marcos, y creo que nunca los he defraudado.

Néstor Peña Jiménez se me acercó. Su rostro de frente amplia, densas cejas y mirada inteligente y serena revelaba bonhomía e invitaba a la confianza. Era condiscípulo de mi esposa en la facultad, pero yo no lo sabía. Me llevaba cuatro años y trabajaba como conductor de camiones. Fue él quien había hablado con los otros delegados del tercio estudiantil para que me apoyaran. Apenas lo vi y estreché su mano supe que seríamos amigos toda la vida. Ya entonces sospechaba que, para quienes tenemos la tez cobriza o morena y más aún si retoñan en nosotros inquietudes culturales, es muy difícil hacer amigos en esta Lima, que no llega a emanciparse del todo de su rancia herencia virreynal.

La experiencia de mi ingreso a la Facultad de Derecho de San Marcos como profesor fue para mí una lección extraordinaria. Me mostró lo traumatizante que puede ser para una persona sensible y sin recomendaciones el voto político o de favor en los nombramientos del personal del Estado, y además lo pernicioso que es para nuestro país. Busqué un fundamento lógico y legal contra esa aberración, y lo encontré en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional francesa el 26 de agosto de 1789, en plena Revolución. Proclamaba: “Todos los ciudadanos siendo iguales ante la ley son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos.” (art. 6º). ¡Contundente! El concurso público es, por lo tanto, la única manera de constatar las virtudes y talentos de cada postulante y hacer posible la igualdad de oportunidades en este campo. Nuestra legislación del empleado publico había adoptado ese criterio desde 1951, pero se le eludía de un modo u otro.

Desde entonces, en todos los cargos de dirección que me han sido confiados o he ganado, he promovido los concursos públicos y nunca me he dejado influir por el color de la tez, la condición social o la ideología de los postulantes. Como en la calificación de los exámenes he sido siempre muy exigente y tratado de ser lo más objetivo posible en la evaluación de los currículos y las pruebas de los concursantes. Y, aunque Néstor no lo supiera, su imparcialidad en el consejo de facultad que me nombrara había contribuído a iluminar mi conciencia sobre este aspecto tan importante de la vida social.

En 1985, siendo decano de la Facultad de Derecho de San Marcos y miembro del consejo universitario propuse que se terminase con la irregularidad de los contratos de profesores, llamando a concurso público. Esta propuesta fue aprobada y, en seguida, los consejos de facultad hicieron las convocatorias y constituyeron las comisiones evaluadoras. Esos concursos fueron como un destello en la oscuridad. Luego, el ministerio de Economía los impidió en todas las universidades públicas para ahorrar recursos, pagándoles a los profesores contratados hasta menos de la mitad de lo que ganan los profesores nombrados. Y no hay evidencias de que las autoridades universitarias se hayan pronunciado contra esta ignominia.

Algunos meses después de haberlo conocido, Néstor lideró un grupo de amigos vinculados a la Facultad de Derecho de San Marcos, profesores y estudiantes, entre los que me incluía. Encontró como lugar de reunión el chifa Ton Po del jirón Paruro, a unos metros del jirón Capón. Atendía en ese establecimiento un mozo a quien llamábamos Ramoncito, porque ese era su nombre, su talla pequeña y su simpatía. Nos reuníamos allí los viernes a las ocho de la noche. Ramoncito preguntaba cuánto había y, según el monto aportado por todos, que algunas veces era suficiente y otras no tanto, ordenaba el menú que salía bien preparado para nuestro gusto de conocedores y en magnitud siempre apropiada.

Estas reuniones se denominaron viernes jurídicos. Conversábamos de cuanto acontecimiento tuviera algún interés para nosotros, sin que nuestro ímpetú decayera, y, aunque todos patéabamos la pelota política hacia el mismo lado, nos enfrascábamos en discusiones sazonadas de ironía y risas, que surgían impetuosas como las burbujas de la cerveza, pese a que sólo consumíamos una cantidad prudencial de botellas, incapaz de transportarnos a la embriaguez. Algunas veces aparecía por allí Néstor Quinteros, amigo de Néstor Peña, pero no para trabajar contando chistes, sino para relajarse conversando con nosotros. Sobre las once terminaba la cena y muchos no volvíamos a vernos hasta el viernes siguiente. A fines de octubre de 1966 viajé a París a hacer un doctorado. Cuando retorné varios años después con mi diploma bajo el brazo, me informé que los viernes jurídicos habían cesado por las obligaciones familiares de sus animadores.

A lo largo de los años nos hemos visto con Néstor con cierta frecuencia, en mi casa y en la suya. Se casó con su compañera de promoción María Valencia, inteligente, muy estudiosa, seria, de principios y abogada, y con una voz para los valses que despertaba la envidia de las cantantes profesionales. Él trabajó muchos años como Jefe del Área Legal de Electro Perú hasta jubilarse, y ella como funcionaria del Ministerio de Trabajo y jueza del trabajo. Tuvieron dos hijas María Nicolasa y Patricia Josefa, y un hijo, Néstor Benjamín. Ella partió hace muchos años. En los últimos meses él se aisló en su casa de San Borja.

Las personas de nuestro entorno inmediato y sus nombres, como las fotografías y las cartas personales, sólo tienen valor para nosotros. Algunas ostentan una significación superlativa y perenne y otras menos. Cinco siglos antes de Cristo, Protágoras había dicho, disertando en Atenas ante sus absortos amigos: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que no son”.

Escribo estas líneas, como un homenaje a un gran amigo.

(15/10/2015)