coima manos billetesDaniel Innerarity*

En la Grecia clásica el idiotés era quien no participaba en los asuntos públicos y prefería dedicarse únicamente a sus intereses privados. Pericles deploraba que hubiera en Atenas indiferentes, idiotas, que no se preocupaban por aquello que a todos nos debe concernir.

 

Si hiciéramos hoy una taxonomía de la idiotez en política deberíamos comenzar por aquellos que quieren destruirla. Se desmantela lo público, los mercados tienen más poder que los electorados, las decisiones que nos afectan son adoptadas sin criterios democráticos, no hay instituciones que articulen la responsabilidad política… Poderosos agentes económicos o los embaucadores de los medios de comunicación están muy interesados en que la política no funcione y encuentran.

Existe un segundo tipo de idiotas políticos en el que se encuentran quienes tienen una actitud indiferente hacia la política. Por supuesto que los pasivos tienen todo el derecho a serlo. Pero si quieren que les dejen en paz no han elegido el mejor camino para lograrlo.

Es muy frecuente que se produzca una alianza implícita entre quienes se desinteresan por la política y quienes aspiran al poder pero rechazan las incómodas formalidades de la política. Al final, lo que tenemos es lo de siempre pero camuflado: personas que ejercen el poder, pero que actúan como si no lo tuvieran, asegurando que no son políticos. Hay quien debe su fuerza política al rechazo de la política. En 1958 muchos franceses apoyaban a De Gaulle porque estaban convencidos de que libraría a Francia de los políticos; el poder de Berlusconi se debió en buena medida a que supo atraer a quienes detestaban a los políticos.

Luego hay quienes se interesan por la política pero lo hacen con una lógica que no es la de ciudadanos responsables sino más bien la de observadores externos o clientes enfurecidos que termina destruyendo las condiciones en las cuales puede desarrollarse una vida verdaderamente política. Al menos desde que la crisis económica hiciera visibles los graves defectos de nuestros sistemas políticos y más insoportables las injusticias que causaba, vivimos en tiempos de indignación.

Comparto las medidas para limitar la arbitrariedad del poder, pero no estoy de acuerdo con quienes consideran que este es el problema central de nuestras democracias en unos momentos en los que nuestra mayor amenaza consiste en que la política se convierta en algo prescindible. Con esta amenaza me refiero a poderes bien concretos que tratan de neutralizarla, pero también a la disolución de la lógica política frente a otras lógicas invasivas, como la económica o la mediática, que tratan de colonizar el espacio público. Debemos resistirnos a que las decisiones políticas se adopten con criterios económicos o de celebridad mediática porque en ello nos jugamos la imparcialidad que debe presidir el combate democrático. Y me refiero también al idiota involuntario que despolitiza sin saberlo, probablemente contra sus propias intenciones.

Puede que los tiempos de indignación sean también momentos de especial desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política. No sé cuánto podemos hacer frente a la crisis que tanto nos irrita; tratemos al menos de que no nos distraigan.

La indignación lo pone todo perdido de lugares comunes. Algo serio está pasando en la política y el término “indignación” con que últimamente viene asociada lo refleja con dramatismo. Nunca en la historia ha habido tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad, pero nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. Tal vez por ello los tiempos de la indignación sean también, y principalmente, tiempos de confusión.

Deberíamos reconocer que la incertidumbre se ha apoderado de los gobernantes pero también de los gobernados, que podemos indignarnos e incluso sustituirles por otros, pero no siempre tenemos la razón ni disfrutamos de ninguna inmunidad frente a los desconciertos que a todos provoca el mundo actual. Si es malo el elitismo aristocrático también lo es el elitismo popular. Por eso la crisis política en la que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema político, gestionemos juntos la misma incertidumbre.

Desearía contribuir a que esa indignación no se quede en un desahogo improductivo, sino que se convierta en una fuerza que fortalezca la política y mejore nuestras democracias.

*Catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco
Centro de Colaboraciones Solidarias