Escribe Joan Guimaray

La hora en que empiezo a escribir estás imbricadas líneas de mi inútil preocupación, la peste de Wuhan ya nos ha matado a más de tres mil seiscientos peruanos. Duele decirlo. Escribirlo es aún más doloroso. Pero, ya es tiempo de decirlo, que el virus oriental, no nos está matando solo. Nos está matando asociándose con nuestra propia pandemia del cretinismo. Nos está matando aliándose con nuestro propio virus de la necedad. Nos está matando con la ayuda de nuestra infinita nesciencia. Nos está matando porque en algún sueño de la aldea global se nos extravió el sano juicio. Y, nos estamos muriendo porque nuestra estulta vanidad por los encantos de la tecnología nos ha hecho prescindir del sentido común.

 

coronavirus camilla paciente

 

Por eso, quienes ocupan las más altas funciones y los más importantes cargos en la estructura administrativa del país que viene a ser el Estado, en casi tres meses de estado de emergencia y de confinamiento obligatorio, no han logrado ni siquiera un mediano éxito en el combate contra el coronavirus. Han demostrado mucha voluntad, exceso de entusiasmo, raudales de ánimo, pero de capacidad casi ninguna, cuando esta cualidad es la que precisamente conduce al éxito en cualquier campo de batalla. Aunque claro está, aquellos que ostentan las más altas funciones, no han llegado allí luego de desgarrarse pensando en cómo resolver los problemas del país, ni siquiera después de escribir algo medianamente interesante sobre el Perú, sino, unos han llegado por recomendación, otros por relaciones sociales, y algunos, buscando empleo. Pero eso sí, todos con la vanidad de colocarse, aunque sea fugazmente, bandas, medallas, cintas y fajines del Estado, y de refilón, buscando con ansiosos deseos, los bienes y las glorias. Y, allí los tenemos, balbuceando, titubeando, y casi, regurgitando.

Por eso, abundan los desatinos, crecen los errores, se multiplican los horrores. Las evidencias están allí. Una ministra farfulla estar en ‘modo navidad’ para no atender las urgencias de su sector. Su diligente sucesor en esa cartera, masculla que ‘él no arruga’. Lo dice, cuando la población exige su renuncia luego de centenares de infectados y decenas de muertos en las cárceles. Y, el ministro que reemplazó a quien careció de talla para enfrentar al virus de Wuhan, balbucea que ‘tarde o temprano todos nos vamos a infectar’.

Este triste y patético nivel de los ministros, revela, no solo la carencia de inteligencias en el gobierno, sino también, evidencia la falta de agudeza y lucidez en toda la estructura administrativa del país. Es decir, salvo honrosas excepciones el resto de los ministros, gobernadores, alcaldes, congresistas y otros altos funcionarios, carecen de nivel. Son empresarios, comerciantes y profesionales con habilidades para hacer empresa, con talentos para incursionar en grandes negocios o con aptitudes para hacer de jornaleros, pero no para pensar, crear, planificar y ordenar, en función del bienestar del país, mucho menos, para advertir o avistar los problemas que están por devenir a fin de adelantarse a los hechos. Por eso, nos resulta difícil derrotar la peste de Wuhan. También por eso, ni el jefe de Estado rodeado de asesores, ni la entonces ministra de salud y sus asesores, no se adelantaron a cerrar puertos, aeropuertos y fronteras, pese a que, desde enero, la peste ya estaba en Europa matando a miles de ciudadanos.

La maldición de este país, entrañablemente nuestro, es que carecemos de una clase dirigente con algo de hidalguía, un poco de osadía y un tanto de alfamanía, por eso, nunca nos atrevemos a ser primeros en nada. Nuestra pigmea mentalidad hace que no seamos pioneros en algo. Siempre somos, tercerones, malos copiones, y colillas de otros. Y, los de abajo, seguimos siendo exactamente igual como hace más de un siglo nos llamó González Prada, o sea, ‘la bestia popular’. No respetamos los protocolos. Hacemos lo que nos da la gana. Ignoramos que coronavirus, covid-19, pandemia, son sinónimos de peste, y nos estamos muriendo. Y nos estamos muriendo, porque el propio gobierno que nos obliga a confinarnos en nuestras casas para no infectarnos con el virus, nos cierra algunos mercados, generando congestión en los otros, y nos cierra algunas sedes de los bancos de la nación, causando la aglomeración en los otros. Y, hasta algunos envalentonados alcaldes distritales, ordenan derribar centros comerciales, cerrar mercados y perseguir comerciantes en circunstancias notoriamente impropias. Los muy oligofrénicos creen que así se lucha contra la peste, aun cuando sus desatinadas decisiones terminen por congestionar a otros mercados. Pues, al padecer de déficit de neuronas, no advierten que esas decenas o centenares de comerciantes sin puestos ni espacios, no se van a ir a dormir feliz en sus casas. Tampoco, la vecindad que adquiría sus necesidades en esos mercados clausurados, se va a quedar en su casa, sino, necesariamente va a tener que ir a causar aglomeración en otros mercados.

Por todo eso, no podemos ganar la batalla a la peste de Wuhan. No podemos derrotarla, porque nuestro voluntarismo, nuestra incapacidad, nuestras mezquinas ambiciones y nuestra irremisible propensión al robo, al provecho propio, al beneficio personal y al oportunismo, nos siguen acarreando errores y horrores. Y, precisamente por eso, se han tomado y se siguen tomando decisiones y medidas desatinadas. Que duda cabe, si el estado de emergencia y el confinamiento obligatorio en todo el país, fue una medida en la que no se consideró, las particularidades de algunas de las regiones y provincias, principalmente de las zonas andinas, lugares que hasta ahora están indemnes e inmunes. Luego, los desaciertos han ido registrándose uno tras otro, como la obligada alternancia de hombres y mujeres para salir a realizar la adquisición de primeras necesidades, la decisión de destinarles el dinero a los corruptos alcaldes para el reparto de canastas a las familias pobres, el obligatorio uso de guantes para ingresar a bancos y mercados, la prohibición de ingreso a los mercados a las personas mayores, tomar la temperatura a los usuarios de bancos y supermercados, y por último, el reinicio de la actividad futbolera.

Desde luego, estas erróneas decisiones son del gobierno. Y, aun cuando el propio presidente Vizcarra tenga la mejor voluntad de tomar medidas adecuadas, no está rodeado de estadistas, mucho menos de republicanos. Carece de gente con ideas. No tiene personas que piensen con algo de rigor, le falta colaboradores que analicen los problemas con cierta minuciosidad. Pero sí, le sobran funcionarios que no conocen el país, esos que todo lo hacen pensando en Lima, aquellos que desde su cómoda situación, creen que todos tenemos la misma condición, consecuentemente, los errores y los horrores van en aumento, como los infectados y los muertos.

Aunque finalmente, en la sociedad peruana, padecemos más intensamente de la pandemia de la oligofrenia que de coronavirus. Desde que la educación colapsó, y a partir de que se dio importancia exclusivamente a la instrucción, dejamos de formar ciudadanos y nos conformamos con ser semiciudadanos o cuasi ciudadanos. Ése, es en el fondo, nuestro gran problema. Por eso, nuestras cabezas están mal organizadas. Tenemos la conciencia absolutamente dormida. No somos conscientes ni siquiera de nuestra propia responsabilidad, porque nos olvidamos de formar, cultivar y desarrollar nuestra esencia.

Por tanto, salimos a la calle, no sólo como enemigos del prójimo, sino también como adversarios de nuestra propia vida y la de nuestra familia, porque no nos importa mantener la distancia, ni al caminar por la vereda, tampoco a la hora de hacer compras en el mercado, mucho menos al momento de hacer fila en el banco. Es decir, no nos protegemos, ni nos dejamos proteger. Pero eso sí, en todo momento estamos con nuestro móvil en mano, y cual primates arborícolas, unas veces estamos vociferando o chillando, y otras, lo estamos manipulando con los dedos, sin darnos cuenta de que ese aparato que portamos cotidianamente, ya sea, en la mano, en el bolsillo o la cartera, sea posiblemente, el eficaz vehículo de contagio que nadie advierte. Y, mientras tanto, la peste de Wuhan nos sigue matando.