Las noticias diarias evidencian la magnitud de la crisis que estamos viviendo como país en el contexto de la pandemia. Próximos a los 27 000 muertos, el número más conservador que se puede mostrar de la tragedia, con un aparato de salud colapsado no obstante el esfuerzo hecho para incrementar su equipamiento y con una tasa de contagiados de 1665.98 por cada 100 000 habitantes, la situación es dramática. Más dura aun cuando constatamos en los últimos días la ausencia de una estrategia de salud y la falta de comunicación efectiva del Ejecutivo con la población.
 
 
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Como lo hemos sostenido en un texto anterior, el reemplazo del gabinete Cateriano por el que preside el general Martos, no ha supuesto grandes cambios de fondo ni una manera distinta de enfrentar la situación de la salud, aunque se subrayó la prioridad de aquella cuando se sostuvo que no se puede reactivar la economía cuando se ve que la gente se está muriendo. No se dice casi nada sobre la importancia de la atención primaria, prácticamente dejada de lado por el predominante enfoque hospitalario que se ha impuesto, menos sobre la salud comunitaria o los indispensables centros de aislamiento que la situación reclama.
 
En este escenario, la falta de una estrategia clara se hace más ostensible cuando distintos voceros del Ejecutivo hacen anuncios contradictorios sobre aspectos centrales para el enfrentamiento sanitario de la pandemia. Así, se anunció que las pruebas moleculares reemplazarían gradualmente a las serológicas para iniciar el trazado de contactos y el aislamiento, indicando que se tenían ya 800 000 de ellas. Días después, un segundo vocero indicó que no se haría el trazado de contactos de los contagiados por el número de éstos, lo que hacía imposible tal tarea, relativizando simultáneamente la multiplicación de las pruebas moleculares. Finalmente, se zanja la «diferencia» y se sostiene que cada prueba tiene su utilidad y se indica que todavía no se tienen las pruebas moleculares.
 
De esta manera, al temor que genera el colapso del sistema de salud y la precariedad de las respuestas que se observan, es decir la incapacidad para definir una estrategia e incluso identificar las lecciones aprendidas de los errores cometidos, se suma la persistencia en el silencio y la falta de comunicación, más evidente aun cuando desde los propios responsables de la estrategia de salud no existen ni explicaciones ni versiones claras. Peor aún, cuando cotidianamente observamos los problemas de gestión del Estado y el gobierno: la escasez de oxígeno que no tiene cuando resolverse y que parece «depender» de la buena voluntad de parroquias, de empresarios y ciudadanos de buen corazón, los hospitales que se anuncian e inauguran y 40 días después siguen sin funcionar, el personal de salud que continúa contagiándose y muriendo, que arrecia en sus denuncias de falta de equipamiento de protección básica y de incumplimiento de compromisos elementales….
 
En marzo, al inicio de la crisis, estuvimos entre quienes reconocimos la capacidad inicial de comunicación que mostró el gobierno y el papel que asumió el mandatario en ese quehacer. Lamentablemente la misma fue desgastándose con el correr de los días y con la forma simultáneamente vertical y paternal que adoptó. Cierto que el mandatario fue el beneficiario directo del camino elegido, pero innegable también que por esa vía, conforme transcurrieron los días y las semanas, se hizo notoria la ausencia de una política y una estrategia de comunicación sobre la pandemia y las políticas que se adoptaban frente a ella.
 
Cuestiones tan elementales como el uso del barbijo, la importancia del lavado frecuente de manos y la distancia social, no fueron cabalmente difundidas y explicadas. Decisiones, sin duda acertadas como la cuarentena —además de las grandes limitaciones de los bonos y el apoyo a la gente—, carecieron de explicación. En sentido estricto, el gobierno no supo ni qué comunicar, ni cómo llegar con sus mensajes a la mayor cantidad de peruanos.
 
Más allá de la conferencia inicialmente diaria, luego semanal y finalmente «cuando sea su voluntad», el gobierno no ha desarrollado ninguna campaña de comunicación sostenida y en su vínculo diario ha obviado cuestiones elementales en la materia. Decir la verdad, es decir no mentir o decir verdades a medias es una de ellas que le ha pasado factura, por ejemplo, en la contabilidad de las muertes, que no termina aún de explicarse cabalmente. Reconocer la incertidumbre y proporcionar información útil, relevante y precisa en formatos y lenguajes comprensibles, son otras dos.
 
Luego de la salida del principal asesor presidencial en comunicación, suponemos entre otras cosas por sus resultados, el desafío se mantiene y apremia. En esa dirección, una primera cosa que le haría bien al gobierno es preguntarle y escuchar a la gente. Atender y dialogar con propuestas que provienen desde la sociedad civil y distintas instituciones —la propuesta de las organizaciones indígenas, la carta abierta de la Asociación Nacional de Centros de Investigación, Promoción Social y Desarrollo (ANC) o el Plan “Resucita Perú” presentado por el Cardenal Barreto— es un primer paso necesario. Ampliar el diálogo que se dice querer, también. 
 
 
 
desco Opina - Regional / 21 de agosto de 2020