El cargo de presidente de la República tiene más de simbólico que de real. Suena bonito y majestuoso (según el tiempo de mandato transcurrido) y un alto porcentaje de veces, los y las protagonistas saben que pasarán largos años tras las rejas. Y en medio del repudio total.
Los más astutos se las picaron, refundieron o se metieron un tiro pusilánime.
La presidencialitis ataca a aquellos que tienen larga nómina de delitos que blanquear, disimular o proseguir desde las alturas y resortes administrativos del país. Los que se van suelen pactar con los que llegan: el secreto de los huecos y el enriquecimiento, con la no investigación de las trapacerías cometidas.
No sólo en la presidencia. En las alcaldías, en los gobiernos regionales, la constante cómplice infecta cualquier intento de gestión decente u honorable.
Sé que entre los que están en el partidor hay un decente, autor de más de 15 libros, docente universitario y fino analista que juzga llegada una chance para, desde las alturas, contribuir en la reingeniería absolutamente total del Perú.
Pero hay otros a quienes la proximidad con el delito, antaño y hogaño, representa mácula imprescriptible porque es lo único que fueron a hacer a Palacio: ¡a saquear!
Algunos presentan formación castrense a veces difícil de conciliar con las conductas de la civilidad ajena a rigideces. Amén que no hay testimonio, oral u escrito de mayores análisis del país, su ubicación geopolítica e inclusión en los procesos multilaterales del orbe.
Desde hace cuarenta años, los presidentes, unos más que otros, se encargaron (nadie sabe si a propósito), de ensuciar el máximo cargo del empleado estatal del país. ¿Qué mandatario no recibió las denuncias de actos delincuenciales con parientes, amigotes, cómplices, metidos en la infesta acción?
Hasta hoy siguen los procesos que investigan y procuran el establecimiento de los delitos. Pero signos exteriores de riqueza abundan. Cierto, hay uno que repartió en vida y columbró claramente que luego ya no se molestaría a su familia.
Al presidente se atribuyen poderes mágicos. Como a un emperador o dictador aunque no se reconozca ese servilismo que brindan los empleados de menor jerarquía ¡de capitán a paje!
La tara consiste en que el que es elegido mandatario ¡también se cree la monserga que es todopoderoso!
A todas luces, dados los acontecimientos recientes y también otros de muy vieja data, la presidencia, no sólo del Perú sino también de casi todas las naciones latinoamericanas, constituye no un mérito sino más bien una presea, una pieza codiciada, la llave ideal para supuestas soluciones que no llegan nunca, que demoran lo indecible y que simbolizan los fracasos más estentóreos de nuestra política.
Entonces ¿qué debiera ser la presidencia en lugar de lo que es hoy?: apenas un puesto directriz, con responsabilidad administrativa y penal en caso de mala dirección y derroche de fondos públicos. Nada más que el estandarte de que hay un timón pero cuyos contralores tienen que ser como la mujer del César, no sólo serlo, sino también demostrarlo al escrutinio de la sociedad, del periodismo, de los organismos de control.
Hasta hoy lo único que hemos tenido de los personajes que han arribado a la presidencia, es una colección de desencantos, pasajeros y perennes, depresiones de la ética, violaciones flagrantes de la sindéresis ciudadana y una absoluta patanería según los estilos y las procedencias. Del régimen militar a Toledo, son varias las estaciones y los lustros, como muchos los vicios jamás superados.
Velasco imponía la voz de los cuarteles y a pesar de sus múltiples yerros, era un hombre de carácter. Belaúnde edulcoraba en poemas, debilidades que le costaron mucho al país y a su pacificación. García elevó la oratoria a recurso grotesco porque la realidad le abofeteaba a diario con su tozudo perfil indomeñable. Fujimori fue un caco y un delincuente envilecido hasta el tuétano y representó poco menos que el cáncer más fétido del latrocinio. Toledo es un fenómeno vigente y controversial, por citar algunos ejemplos.
La democracia siempre ha sido un recurso manido de políticos cazurros. Jamás fue la expresión de los más, sino de los menos, castas blancas y radicaloides aunque a la hora de tomar decisiones siempre lo hicieran cuidando el bolsillo, las sinecuras y a los parientes. ¿Qué ha cambiado hoy? Todo sigue en lo mismo y eso es lamentable.
Despresidencializar el Perú significaría sólo encargar la primera magistratura a un capitán de equipo. Los hombres providenciales ya han muerto, todos sin excepción, y los que quedan han demostrado su estupidez a raudales. Entender que al Perú no lo sacan del hoyo unos cuantos charlatanes es la primera tesis que habría de fundamentar un futuro sostenido, científico, firme y realmente revolucionario.
Peligrosa enfermedad: la presidencialitis.
15.06.2024
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