Debate electoral: sin libretos ni actores

Por Desco

Hemos ingresado a un año electoral y los medios de comunicación anuncian aprestos, acomodos, posibilidades pero, como ha sucedido en el pasado, poco o nada sobre ideas o planteamientos de los que aspiran a ser Presidente de la República. De igual modo, tenemos al frente unas importantísimas elecciones locales y regionales, pero la cobertura nacional tampoco parece inmutarse frente a ello.


No les preocupa la fragilidad y las delicadas inconsistencias de nuestro sistema político. Están más atentos de las posibilidades electorales de Jaime Bayly, las capacidades oratorias de Luis Castañeda, subrayar los errores de Humala, que formar ambientes propicios para un verdadero debate electoral.

Puede ser simplemente ineficiencia en las comunicaciones. También desidia de los partidos políticos nacionales para superar su larga agonía. Sin embargo, ambas situaciones son tan sistemáticas que ya es difícil asumir la simple inoperancia.

En efecto, una de las premisas de la hegemonía neoliberal que se impuso en el país hace 20 años, es que debe aparecer ante los ojos de los ciudadanos como una situación «normal», en donde las cosas están más o menos en orden y los entrampes son aspectos circunstanciales —«disfuncionales»— proclives a ser corregidos con la magia del mercado.

Así, el sistema debe garantizar el crecimiento económico y, en esa medida, el «proyecto» o «plan nacional» que auspicia la derecha y el poder económico del país buscó legitimarlo imponiendo una «forma económica» para los debates en torno a los asuntos públicos. Así, fue común observar que en las últimas décadas no se preguntaba si algo era bueno o malo sino ¿es eficiente?, ¿es productivo?, ¿en qué medida beneficia al PBI?

Este encuadre evitó que se ponga en consideración cualquier cuestionamiento moral a lo que venía haciéndose y, en esa línea, censuraba tajantemente la posibilidad de preguntar si finalmente la producción y perennización de la pobreza era un factor consustancial para que el sistema funcione, restringiendo nuestros horizontes a sentidos tan estrechos como sacar simplemente la cuenta de cuánto se gana o cuánto se pierde. Dadas de esta manera las cosas, los pobres difícilmente podían aspirar a inclusiones sostenibles y el ejercicio de derechos de las poblaciones vulnerables se convertía en un sueño de imposible realización.

Sin embargo, los síntomas y señales del agotamiento del modelo imperante no dejan lugar a dudas, aun cuando la derecha auspiciadora de un sistema probadamente injusto siga vendiendo la idea de que un mercado libre con actores profundamente desiguales asigna, finalmente, de manera eficiente los recursos.

Por ello, el «debate electoral» no puede tolerar posiciones alternativas al statu quo y todo aquel que desee dirigir al país debe aceptar, de una u otra forma, las reglas establecidas. Si no fuera así, la demolición mediática se implementará rápida y contundentemente.

Desde el gobierno se dan señales en ese sentido. Recordemos que hace poco, el presidente previó una «crisis electoral» en referencia a los supuestos apetitos desmedidos de quienes disputarán las elecciones regionales y municipales de octubre próximo. Además, señaló que este año el país debe continuar con su crecimiento económico aunque el resultado de las elecciones podría motivar un «retraso». Es evidente la relación de este discurso, innecesariamente alarmista, con las preocupaciones del empresariado de capital nacional y transnacional.

Tengamos en cuenta que en la concepción de los empresarios, el 2010 debería ser el año de la salida de la crisis y como tal se percibe la necesidad de demostrar que la locomotora no puede parar. Esta idea se manifiesta en una preocupación de los actores económicos respecto de las elecciones de octubre, lo que a su vez se refleja en las declaraciones presidenciales. La capacidad para trasladar sus expectativas a las más altas esferas del poder es lo que define, de hecho, la influencia que estos actores tienen.

Constatar que estas preocupaciones son las que expresan, por ejemplo, los empresarios ligados a las industrias extractivas, nos hablan de un pensamiento centralista que solo se ocupa de los territorios como el «teatro de operaciones» de sus actividades, aun cuando tácitamente reconoce el grado de discrecionalidad y autonomía que podría tener un gobierno regional como para ocasionarle problemas, en caso éste le sea «adverso». Esto nos lleva a preguntarnos por el peso de los actores económicos regionales, como resultado de los años sostenidos de crecimiento que el presidente toma como suyos.

Por otro lado, el chantaje neoliberal no ha tenido respuestas que desafíen realmente su hegemonía. Desde el polo contrario no ha surgido una propuesta de nuevo orden que persuada de sus beneficios y sea aceptada por la población que no siente formar parte del sistema. En el mejor de los casos, parece que predomina la fantasía de que poco o nada podría hacerse si antes no se llega al gobierno.

Ello actualiza ese intenso y, a veces, insulso debate que se formuló tiempo atrás en la izquierda latinoamericana, acerca de las relaciones entre poder y gobierno. En efecto, la hegemonía que debía construirse estaba en relación al poder que consolidaba el bloque popular. Así, se esperaba como efecto de la acción política de izquierda la acumulación de fuerzas necesarias, mediante la creciente capacidad de organización y movilización social que adquiría, y no se buscaba medir el éxito a partir de las probabilidades electorales.

Seguramente, la agenda política transformadora tiene desde hace bastante tiempo el terreno propicio para levantarse y fortalecerse. Sin embargo, pareciera que el chantaje neoliberal hace mella en las filas de los llamados a superarlo, allanándolos a su juego.

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