Ser nosotros mismos
Por José Carlos García Fajardo
Cuando la tecnología transformó a sus poseedores y se erigió en tecnocracia se consumó la separación entre sabiduría, ciencia y técnica con el absurdo dominio de ésta sobre las otras dos. El dominio de la ciencia sobre la sabiduría y las más profundas instancias del ser humano como la intuición, los sentimientos expresados por las convicciones que inspiraban sus tradiciones y sus formas religiosas, junto con el anhelo de armonía y de unidad, de justicia y de trascendencia, de búsqueda de la felicidad y de la verdad, concretada en el concepto de Bien supremo, supusieron un desarraigo, tan radical y profundo, que condujo a los hombres y a los pueblos a un vagar sin sentido con el único norte de la seguridad.
Por José Carlos García Fajardo
Cuando la tecnología transformó a sus poseedores y se erigió en tecnocracia se consumó la separación entre sabiduría, ciencia y técnica con el absurdo dominio de ésta sobre las otras dos. El dominio de la ciencia sobre la sabiduría y las más profundas instancias del ser humano como la intuición, los sentimientos expresados por las convicciones que inspiraban sus tradiciones y sus formas religiosas, junto con el anhelo de armonía y de unidad, de justicia y de trascendencia, de búsqueda de la felicidad y de la verdad, concretada en el concepto de Bien supremo, supusieron un desarraigo, tan radical y profundo, que condujo a los hombres y a los pueblos a un vagar sin sentido con el único norte de la seguridad.
A la pérdida de los valores que expresaban su conciencia de personas a cambio de degradarse en individuos objeto de transacción, de especulación o de enfrentamientos con el único criterio de la utilidad. Esa idea del bienestar llevó a la pérdida de una identidad basada en las más profundas raíces que reflejaban el rostro originario de los seres humanos como personas, de la naturaleza como medio amable y nutricio, y del cosmos como parte integrante de ese ser total en el que vivimos, nos movemos y somos.
En el último siglo se sucedieron las más terribles guerras de la historia de la humanidad, las catástrofes en forma de agresiones contra el medio, las degradaciones de los seres humanos tratados como jamás lo habían sido los animales en forma sistemática de exterminio con sufrimientos indecibles, la erradicación de la conciencia y de las señas de identidad de las personas y de los pueblos, de los valores. Erigieron la competitividad como estilo, el ansia de bienes como norma y la alienación de los sentidos como único criterio de supervivencia en un mundo como instrumento para apagar el aullido de la soledad y del aislamiento que se han enraizado como recursos para ahogar sus miedos.
Con el triunfo de la informática, más aún que con el poder de la energía nuclear y de los artefactos al servicio de los intereses de las potencias por medio de la guerra, con la instantaneidad de la información de lo que sucede en cualquier región del planeta tierra. Con la agresión de los medios que nos bombardean con imperativos publicitarios aún en nuestros hogares, con la tiranía del tener sobre el ser... las mujeres y los hombres del planeta, los ancianos y los niños, los sanos y los enfermos, los pobres y aún los que se consideran ricos sobrevivimos desarraigados en un ambiente de angustia. El miedo es causa del dolor que nace del temor, del apego al deseo de las cosas, de la codicia y de la desorientación producida por la pérdida del sentido para un vivir con dignidad, en armonía con lo que existe, en solidaridad con los demás seres y con una trascendencia nacida de la contemplación, de la auténtica experiencia que se adapta a las leyes internas del universo y nos lleva a la plenitud del ser y de la existencia que es la felicidad a la que todo ser anhela, aún sin saberlo.
Nunca el planeta estuvo tan próximo a la destrucción del ecosistema, a la extinción de millones de personas y a un cambio de paradigma que podría destrozar los logros de la humanidad en lugar de abrirse a nuevos modelos que antepongan lo social a lo estatal, lo humano a la tiranía de la tecnocracia, y la felicidad al éxito de un crecimiento descontrolado.
En el mundo en que nos tocó vivir impera la desigualdad injusta entre los Estados, entre los pueblos y entre los seres humanos. No es posible resistir con situaciones de pobreza, de hambre, de enfermedades infecciosas, de falta de hogar, de incultura y falta de educación básica para centenares de millones de personas, de desarraigo para millones de emigrantes, de trabajo inhumano para millones de niños, de explotación de pueblos para expoliar sus riquezas naturales y su mano de obra, de muertes por guerras en las que el número de víctimas civiles ya supera al de los combatientes, de segregación y discriminación para millones de seres humanos en un mundo en el que es posible remediar todas estas plagas porque son producto de la injusticia de los hombres y porque el planeta es capaz de alimentar a sus habitantes con tal de que se actúe con justicia, con sabiduría, con inteligencia y con solidaridad. Y con sentido común, porque en ello nos va la vida.
* Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS
En el último siglo se sucedieron las más terribles guerras de la historia de la humanidad, las catástrofes en forma de agresiones contra el medio, las degradaciones de los seres humanos tratados como jamás lo habían sido los animales en forma sistemática de exterminio con sufrimientos indecibles, la erradicación de la conciencia y de las señas de identidad de las personas y de los pueblos, de los valores. Erigieron la competitividad como estilo, el ansia de bienes como norma y la alienación de los sentidos como único criterio de supervivencia en un mundo como instrumento para apagar el aullido de la soledad y del aislamiento que se han enraizado como recursos para ahogar sus miedos.
Con el triunfo de la informática, más aún que con el poder de la energía nuclear y de los artefactos al servicio de los intereses de las potencias por medio de la guerra, con la instantaneidad de la información de lo que sucede en cualquier región del planeta tierra. Con la agresión de los medios que nos bombardean con imperativos publicitarios aún en nuestros hogares, con la tiranía del tener sobre el ser... las mujeres y los hombres del planeta, los ancianos y los niños, los sanos y los enfermos, los pobres y aún los que se consideran ricos sobrevivimos desarraigados en un ambiente de angustia. El miedo es causa del dolor que nace del temor, del apego al deseo de las cosas, de la codicia y de la desorientación producida por la pérdida del sentido para un vivir con dignidad, en armonía con lo que existe, en solidaridad con los demás seres y con una trascendencia nacida de la contemplación, de la auténtica experiencia que se adapta a las leyes internas del universo y nos lleva a la plenitud del ser y de la existencia que es la felicidad a la que todo ser anhela, aún sin saberlo.
Nunca el planeta estuvo tan próximo a la destrucción del ecosistema, a la extinción de millones de personas y a un cambio de paradigma que podría destrozar los logros de la humanidad en lugar de abrirse a nuevos modelos que antepongan lo social a lo estatal, lo humano a la tiranía de la tecnocracia, y la felicidad al éxito de un crecimiento descontrolado.
En el mundo en que nos tocó vivir impera la desigualdad injusta entre los Estados, entre los pueblos y entre los seres humanos. No es posible resistir con situaciones de pobreza, de hambre, de enfermedades infecciosas, de falta de hogar, de incultura y falta de educación básica para centenares de millones de personas, de desarraigo para millones de emigrantes, de trabajo inhumano para millones de niños, de explotación de pueblos para expoliar sus riquezas naturales y su mano de obra, de muertes por guerras en las que el número de víctimas civiles ya supera al de los combatientes, de segregación y discriminación para millones de seres humanos en un mundo en el que es posible remediar todas estas plagas porque son producto de la injusticia de los hombres y porque el planeta es capaz de alimentar a sus habitantes con tal de que se actúe con justicia, con sabiduría, con inteligencia y con solidaridad. Y con sentido común, porque en ello nos va la vida.
* Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS
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