Totalitarismo sin olor
Por Carlos Miguélez Monroy*
Los creyentes del neoliberalismo han repetido la misma mentira tantas veces que ha terminado por ser creída, aunque nunca llegará a ser verdad: democracia y libre mercado son términos intercambiables.
Jeffrey Sachs |
Los creyentes del neoliberalismo han repetido la misma mentira tantas veces que ha terminado por ser creída, aunque nunca llegará a ser verdad: democracia y libre mercado son términos intercambiables.
Las consecuencias de la crisis económica actual demuestran que pueden ser términos antagónicos. Ese “libre mercado” ha puesto de rodillas a Estados democráticos, ricos y pobres, “desarrollados” y empobrecidos.
La libertad para la especulación y el flujo de capitales que necesitan los mercados entorpece el abastecimiento de comida y el acceso al agua potable en el mundo. Se eliminan restricciones para que pocos puedan acumular más, pero dejan sin casa y sin trabajo a millones de personas y fuerzan el recorte del gasto público para sostener los pilares del Estado de bienestar: educación, salud, pensiones y ayudas garantizadas para las personas dependientes.
Los medios de comunicación hablan de entes abstractos e impersonales como si tuvieran personalidad propia. No participan en la vida democrática porque nadie los elige, aunque personas concretas los manipulan y controlan en la oscuridad. Si hay protestas, la policía carga contra las personas a las que representa el gobierno y que votan.
No sólo “revolucionarios marxistas” o “izquierdistas trasnochados” hablan de una dictadura financiera. También lo hacen economistas como Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz, que han visto los efectos de ese totalitarismo en su país “desarrollado”, aunque los efectos se han dejado sentir en todo el mundo.
Las organizaciones monetarias internacionales, al servicio de grupos multinacionales y grandes capitales, condicionan su “ayuda” a países a borde del colapso a las mismas “recetas”: reducir el gasto público y bajar los impuestos, privatizar y suprimir restricciones para el movimiento del capital. Tampoco nadie elige a los cargos del FMI o del Banco Mundial, pero los gobiernos siguen sus recetas y se justifican con el mismo argumento que cuando salvaron a los bancos, lo que ha provocado los déficits contra los que ahora cargan “los mercados”. “Por responsabilidad” y para “evitar una catástrofe”, dicen.
Mientras tanto, millones de personas recuerdan con nostalgia el Pacto Internacional de Derechos Económicas, Sociales y Culturales de Naciones Unidas. En una auténtica democracia, podrían exigir unas condiciones para que se respetaran su derecho a la alimentación, a una vivienda digna, a la educación gratuita y obligatoria, al acceso a la salud y a un trabajo en condiciones de seguridad.
No se trata de limosna alguna, sino de servicios para todos sostenidos con los impuestos al Estado. La obediencia de los gobiernos ha pervertido la democracia y el sentido de responsabilidad de los ciudadanos de compartir un bienestar común. Ante la estampida de los mercados, padece la mayoría mientras se enriquece una minoría privilegiada, una realidad incompatible con el concepto de democracia, de bien común y de interés general.
Ya no importa lo que opinen los ciudadanos. “Para eso están” las agencias de rating estadounidenses, a las que tampoco nadie eligió, que no rinden cuentas a nadie, que han puesto la economía mundial al borde del colapso y que, encima, se han equivocado en sus predicciones. Ángela Merkel y Nicolás Sarkozy proponen la creación de agencias europeas para proteger el ‘euro’, como si la moneda necesitara protección. Más que proteger el ‘euro’ se necesitan medidas para evitar que intereses privados que no representan a la ciudadanía puedan amenazar el bienestar de millones de personas.
El tirano ya no envía a profesores universitarios, a intelectuales y librepensadores a esparcir estiércol al campo, como en la Revolución Cultural, o al exilio y al destierro, como en el franquismo. Tampoco envía a disidentes a Siberia o realiza “purgas” para deshacerse de sus “enemigos”. El mercado es un tsunami sin rostro, sin nombre y sin patria. “Izquierdas” o “derechas”, es lo de menos. Este fetichismo se ha convertido en la nueva ideología del pensamiento único: el máximo beneficio a cualquier precio.
Cabe preguntarse lo que pasaría si los gobernantes se dirigieran a sus conciudadanos para confesarles que han dejado de gobernar desde hace tiempo y que están en manos de “los mercados”. Quizá las personas pasarían de ser espectadores televisivos de farsas electoralistas y escenas bochornosas en el congreso, dejarían de llamar “democracia” al voto cada equis años y unirían fuerzas para recuperar la soberanía y unas condiciones necesarias para la búsqueda de su felicidad.
* Periodista y Coordinador del CCS
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La libertad para la especulación y el flujo de capitales que necesitan los mercados entorpece el abastecimiento de comida y el acceso al agua potable en el mundo. Se eliminan restricciones para que pocos puedan acumular más, pero dejan sin casa y sin trabajo a millones de personas y fuerzan el recorte del gasto público para sostener los pilares del Estado de bienestar: educación, salud, pensiones y ayudas garantizadas para las personas dependientes.
Los medios de comunicación hablan de entes abstractos e impersonales como si tuvieran personalidad propia. No participan en la vida democrática porque nadie los elige, aunque personas concretas los manipulan y controlan en la oscuridad. Si hay protestas, la policía carga contra las personas a las que representa el gobierno y que votan.
No sólo “revolucionarios marxistas” o “izquierdistas trasnochados” hablan de una dictadura financiera. También lo hacen economistas como Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz, que han visto los efectos de ese totalitarismo en su país “desarrollado”, aunque los efectos se han dejado sentir en todo el mundo.
Las organizaciones monetarias internacionales, al servicio de grupos multinacionales y grandes capitales, condicionan su “ayuda” a países a borde del colapso a las mismas “recetas”: reducir el gasto público y bajar los impuestos, privatizar y suprimir restricciones para el movimiento del capital. Tampoco nadie elige a los cargos del FMI o del Banco Mundial, pero los gobiernos siguen sus recetas y se justifican con el mismo argumento que cuando salvaron a los bancos, lo que ha provocado los déficits contra los que ahora cargan “los mercados”. “Por responsabilidad” y para “evitar una catástrofe”, dicen.
Mientras tanto, millones de personas recuerdan con nostalgia el Pacto Internacional de Derechos Económicas, Sociales y Culturales de Naciones Unidas. En una auténtica democracia, podrían exigir unas condiciones para que se respetaran su derecho a la alimentación, a una vivienda digna, a la educación gratuita y obligatoria, al acceso a la salud y a un trabajo en condiciones de seguridad.
No se trata de limosna alguna, sino de servicios para todos sostenidos con los impuestos al Estado. La obediencia de los gobiernos ha pervertido la democracia y el sentido de responsabilidad de los ciudadanos de compartir un bienestar común. Ante la estampida de los mercados, padece la mayoría mientras se enriquece una minoría privilegiada, una realidad incompatible con el concepto de democracia, de bien común y de interés general.
Ya no importa lo que opinen los ciudadanos. “Para eso están” las agencias de rating estadounidenses, a las que tampoco nadie eligió, que no rinden cuentas a nadie, que han puesto la economía mundial al borde del colapso y que, encima, se han equivocado en sus predicciones. Ángela Merkel y Nicolás Sarkozy proponen la creación de agencias europeas para proteger el ‘euro’, como si la moneda necesitara protección. Más que proteger el ‘euro’ se necesitan medidas para evitar que intereses privados que no representan a la ciudadanía puedan amenazar el bienestar de millones de personas.
El tirano ya no envía a profesores universitarios, a intelectuales y librepensadores a esparcir estiércol al campo, como en la Revolución Cultural, o al exilio y al destierro, como en el franquismo. Tampoco envía a disidentes a Siberia o realiza “purgas” para deshacerse de sus “enemigos”. El mercado es un tsunami sin rostro, sin nombre y sin patria. “Izquierdas” o “derechas”, es lo de menos. Este fetichismo se ha convertido en la nueva ideología del pensamiento único: el máximo beneficio a cualquier precio.
Cabe preguntarse lo que pasaría si los gobernantes se dirigieran a sus conciudadanos para confesarles que han dejado de gobernar desde hace tiempo y que están en manos de “los mercados”. Quizá las personas pasarían de ser espectadores televisivos de farsas electoralistas y escenas bochornosas en el congreso, dejarían de llamar “democracia” al voto cada equis años y unirían fuerzas para recuperar la soberanía y unas condiciones necesarias para la búsqueda de su felicidad.
* Periodista y Coordinador del CCS
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