Soja e imperio

"La soja tuvo una inteligentísima prensa. EE.UU. cuenta con verdaderos ejércitos de lavacerebros que planifican y trabajan a largo plazo. ¿Recuerdan la historia con el aceite de oliva? Cuando en EE.UU. comienza la producción a gran escala de aceite de maíz, investigadores descubren, justo entonces, una enorme cantidad de desventajas nutricionales del aceite de oliva..."

Luis E. Sabini Fernández *

Empiezo por una declaración no sé si de principios, de guerra o de realidad: no soy guevarista, pero algo que hace cuarenta años decía Guevara sigue pareciéndome de enorme vigencia, como entonces: EE.UU. es el enemigo de la humanidad. Obvio aclarar que no nos referimos a sus habitantes; los hay tan excelentes como en todas partes, sino a la configuración política. Imperial. Con una peculiaridad: se trata un imperio con mentalidad imperial o imperialista[1] en sus capas dominantes y mentalidad democrática en su población (allí está su genial movida).


Un corolario se desprende de esa peculiaridad: todos los imperios se valen del sector cipayo del país colonial para extender y afianzar su poder. EE.UU., por cierto, no es excepción, pero la población cipaya en este caso hace como Monsieur Jourdain, que escribía en prosa sin saberlo, es decir es cipaya y se siente increíblemente patriótica. Pero no patriota de la metrópolis sino de su patria vendida. Un solo ejemplo: Carlos Omar Menem, que probablemente no tenga un solo proyecto más de ley en todo su paso por el Congreso Nacional argentino, escribió sí uno para establecer que los integrantes de todo seleccionado deportivo que jugara en el exterior debía llevar su mano derecha a la parte izquierda del pecho cada vez que se cantara el himno argentino, en las habituales ceremonias iniciales. Lo hizo a mediados de los ’90, uno de los momentos de mayor enajenación, espiritual y material, de Argentina.

Ese imperio, entonces, se nos ha ido imponiendo a través de medios culturales, comunicacionales, tecnológicos, aparentemente no ideológicos; el auto, las rubias oxigenadas (en Japón en la posguerra hubo una cascada de japonesitas que se hacían cortar los tejidos que sesgaban sus ojos, para “parecerse” a las norteamericanas, así como en la década del ‘30 en EE.UU. hacía furor el planchado de las cabelleras afros, para eliminar motas y rulos y ver si se asemejaban a los wasp...

De ese modo, EE.UU. nos ha ido y nosotros nos hemos ido haciendo a su imagen y semejanza. Pero, claro, siempre de segunda. Porque la basura que “hacemos” no es tanta ni tan llamativa como la que hace Nueva York, aunque durante el menemato, Buenos Aires llegara a ser una de las ciudades con más desechos domésticos del planeta, (aventajando a todas las europeas y a la rioplatense Montevideo). Porque las “rubias” de por aquí son más teñidas todavía que las de por allá, porque ni con el endeudamiento madeinMenem llegamos a tener tantos autos per cápita como EE.UU. De segunda, pero con una tendencia a la imitación, arrolladora.

Tomemos el ejemplo del automovilismo: las rutas producen 70 veces más muertos por millón de pasajeros que los trenes y sus vías, y una proporción similar de contaminación aérea. Pero es el auto con motor a explosión y no el tren o la bicicleta lo que se ha impuesto. Simplificando, el awol es espectáculo, petróleo (en rigor, nafta y plásticos), use-y-tire y soja.

El sistema de la soja

La soja tuvo una inteligentísima prensa. EE.UU. cuenta con verdaderos ejércitos de lavacerebros que planifican y trabajan a largo plazo.

¿Recuerdan la historia con el aceite de oliva? Cuando en EE.UU. comienza la producción a gran escala de aceite de maíz, investigadores descubren, justo entonces, una enorme cantidad de desventajas nutricionales del aceite de oliva, mucho más pesado que el de maíz, y por lo tanto más indigesto, etcétera. El aceite de oliva contaba con una tradición milenaria en el Mediterráneo y para colmo, de excelentes comidas. Pero la ciencia es la ciencia. Tardaron casi dos décadas en aparecer nuevas investigaciones que desmintieron la “leyenda negra” tan oportunamente surgida sobre el aceite de oliva, y volver a reconocer que era de mucha mejor calidad para frituras que el de maíz (y que casi todos los otros aceites comestibles) y que su cantidad de grasas no saturadas lo reponían entre los más saludables.

Bueno, cuando uno incursiona en la aparición de la soja, coteja datos, poco a poco aparece la duda de si la soja no sufrió también una operación. En este caso, la inversa, de lavado de imagen. De RR.PP. En Argentina se la conoce desde hace unos 30 años y vino de la mano de la dietética más cuidada. Como la solución proteica para los vegetarianos. Y por mucho tiempo, como una comida de selección, de gente consciente, de minoría que sabe. Para colmo, cuando se expande la soja transgénica, hace menos de diez años, aparecerán más “realces”: se le llamará “leche” al jugo de soja cocida (que no tiene una gota de calcio) y “brotes de soja” a una presunta maravilla nutricional que son brotes de porotos mung.

Eduardo Vior, un investigador politólogo argentino durante una larga estadía en Alemania, hizo una historia de la soja y yo resumo aquí algunos de sus rasgos: [2]

  • · se la conoce desde hace milenios, en China. Hacia 1900, la única soja que se exportaba provenía de Manchuria (un país incorporado a la República Popular China). ¿Qué países importaban entonces? EE.UU. y Alemania.
  • · En EE.UU. se empieza a producir soja hacia 1920. Se la investiga como fuente vegetal y por lo tanto mucho más barata de proteínas. La guerra creó preocupación en EE.UU. por conseguir autonomía en el suministro de proteínas. Una política que construye la soberanía alimentaria… propia.
  • · En 1949, con la revolución y el cambio de régimen en China, con el advenimiento de la República Popular, se terminan las exportaciones manchúes. O chinas. Y EE.UU. se transforma en el único exportador mundial de soja. De la proteína más barata del mundo.
  • · EE.UU. gravó la importación de aceite de coco y así se estabilizó, se afianzó la producción propia de aceite de soja (son dos aceites de segunda, pero bien baratos).

Al fin de la 2GM, EE.UU. inaugura el Plan Marshall. Que cumple dos funciones básicas, señaladas también por Vior: reduce los excedentes agrícolas de EE.UU. y convierte la ayuda alimentaria en un instrumento de política exterior.

En ese momento, podemos ver que hay una primera fase de ese uso. La ayuda alimentaria es para atender el hambre de los países amigos o para evitar que un país se convierta en enemigo. Es el caso de Italia con el trigo: allí, los comunistas tenían grandes posibilidades de adueñarse del gobierno democráticamente (por décadas, el Partido Comunista Italiano iba a ser el más grande de los países “occidentales”). El hambre de posguerra hacía estragos, particularmente en un país vencido, como Italia. La Iglesia Católica anuda una “movida” con los organismos correspondientes de EE.UU. para hacer una enorme operación de distribución de trigo estadounidense entre los necesitados. Se va ajustando el timing de la operación “Trigo” con el de las elecciones y finalmente, por escaso margen triunfan los democristianos (el partido de la Iglesia Católica) sobre los comunistas.

Más adelante, sobreviene una segunda fase de esa política exterior e imperial, cuando EE.UU. la amplía hacia países empobrecidos (que se siguen empobreciendo, pese a todas las definiciones del “desarrollo”). Se trata de la política alimentaria para los países coloniales más o menos ex-. Hay una frase tenebrosa de un jerarca estadounidense en los ‘70:

“Proveer a un país de alimentos simplemente porque sus habitantes se mueren de hambre, ésa no es razón de peso” [3] que da la pauta del desplazamiento del alimento a instrumento o arma de chantaje.

Podríamos agregar que con los transgénicos esa segunda fase tiene una vuelta de tuerca: los alimentos como arma ya estaban presentes pero con los desarrollos de la ingeniería genética se estrechan brutalmente los márgenes de autonomía.

Es lo que expresa, precisamente, Paul Nicholson, secretario de la Vía Campesina, la internacional de los campesinos fundada bien a fines del s. XX:

“Los mercados alimentarios son un arma de destrucción masiva”.[4]

Citemos una vez más a Moore Lappé, ahora sus palabras:

“La visión tecnicista del aumento de producción ha modificado profundamente a la agricultura, convirtiendo un sistema muy complejo y autónomo en un sistema archisimplificado y dependiente.” (ibíd., cap. 19).
Observe el lector que esta apreciación de Moore Lappé es de los ’70, antes de la implantación de la ingeniería genética a la agricultura, que se desplegará masivamente en los ’90 y ya con los laboratorios “pioneros”, como Monsanto, procurando despegarse del quemante y poco atractivo término de “ingeniería genética” (o transgénicos), que usaran inicialmente, y rebautizando sus “adelantos técnicos” como “biotecnología” y “ciencias de la vida” [sic] y usando como logo el beatlish y poético Imagine.

Con el Plan Marshall, EE.UU. logra que Europa incorpore la soja como forraje clave para su producción ganadera.

Vior aclara que: “EE.UU. llega a enviar al exterior hasta tres cuartas partes de sus exportaciones de trigo y de soja en concepto de ‘ayuda’.” De este modo, destruyeron los sistemas de producción agraria de los países receptores y reorientaron las costumbres alimentarias de acuerdo con el modelo estadounidense (está hablando de fines de los ‘50).
Hay un ejemplo paradigmático de este tipo de neocolonialismo alimentario: Corea del Sur. Corea es uno de los estados nacionales que la puja EE.UU.-URSS y particularmente la política estadounidense de escindir a los países escindibles, según los consejos de Samuel Huntington, se parte al medio.

La Corea sureña queda dentro de la esfera de influencias estadounidense. Su seguridad geopolítica queda muy atada a las estrategias de EE.UU. Y todos los esfuerzos de la población llana por vivir mejor van a ser violentamente reprimidos, década tras década, encarcelando y asesinando huelguistas y opositores a la política nacional… estadounidense. Una vez colonizados ideológicamente, llegó el turno del dominio material, y poco a poco, Corea del Sur, pasó a recibir crecientes importaciones de trigo estadounidense. Junto con el trigo, vinieron los dispositivos industriales y comerciales y Corea del Sur fue literalmente invadida por comida chatarra, con pan blanco elaborado industrialmente con enorme dotación de aditivos químicos, el típico “americano”. La producción de arroz entró lógicamente en crisis, que resultó irreversible: Corea del Sur estaba también alimentariamente colonizada.

El agrónomo colombiano Hernán Pérez Zapata analiza el proceso de dependización alimentaria en su país. Señala, entre otras “armas” que EE.UU. “brinda a Colombia trigo a una tasa (inicial) bajísima, del 2% anual, contra la cual los productores locales no pueden competir, y por lo tanto va languideciendo la producción local y, así, al cabo de unos años, un país que tenía una total autonomía alimentaria se ha convertido en un país que la ha perdido.[5]

Ni siquiera cabe la pregunta ingenua: ¿eran tan buenos que se pasaban cosechando para otros? No, era una política. El estado yanqui les compraba TODA la producción a sus granjeros a precios tentadores y luego una buena parte la dedicaba a esta geopolítica.

Una política que destruye la soberanía alimentaria... ajena.

Observemos que no se concibe pueblo alguno sin soberanía alimentaria. Pueblo que no se alimenta a sí mismo desaparece, así de sencillo. Así, durante milenios o millones de años. Es la relación imperial o colonial la que configura sociedades sin soberanía alimentaria. Ya sea porque le roban sus productos (como la India despojada por los ingleses) o porque la obligan a hacer una única producción para la metrópolis: así Cuba o la Dominicana, con el azúcar; Sudán, con el algodón, Burkina Faso, con el maní. Y el monocultivo es la garantía no solo del bienestar de las metrópolis que reciben distintos alimentos de diversos lugares, sino también del hambre local, del país monoproductor.

Un ejemplo paradigmático es Egipto, porque en su caso vemos además la proyección geopolítica o geoestratégica de lo acontecido:

En 1965 culmina un proceso de “formidable modernización”: llegaba a su término la entonces represa hidroeléctrica más grande del mundo, la de Assuan, todavía en tiempos de Nasser. Con ella, Egipto iba a entrar a la era de la suficiencia energética. Entró en primer lugar, sin embargo, en una serie de anegaciones con las que se perdieron sitios de increíble valor arqueológico, porque eran el asiento de enormes construcciones de la Nubia clásica. Se sacrificaba historia, cultura de museo, por modernidad concreta, práctica. La cosa empezó a ponerse más difícil cuando la enorme represa empezó a retener, en el fondo de su lago el valioso limo del Kilimanjaro, del corazón africano, con el cual las riberas del Nilo se tonificaban anualmente en las bendecidas inundaciones con las cuales durante milenios el valle del Nilo fue un lugar fértil y gracias al cual floreció una de las primeras “civilizaciones”. Egipto empezó a tener lo que bíblicamente se llaman períodos de “vacas flacas”, pero con un agravante: no era algo cíclico. No iba a pasar luego de siete años…

Una población en expansión demográfica prodigiosa, o suicida, empezó a ver sus pies de barro, que paradójicamente era lo que desaparecía… Si bien la represa de Assuan iba a impedir las grandes inundaciones que cíclicamente arrasaban los cursos inferiores del Nilo, lo que empezó a ocurrir, fue una derivación grotesca e impensada del proyecto. Al mermar la corriente del Nilo, el Mediterráneo empezó a ingresar corriente arriba salinizando ancestrales tierras de cultivo. Menos limo, más sal: pésima conjunción.

Para millones de seres humanos y sus respectivos hábitat se alteró el régimen de vida, de micro- y macrofauna y flora, de manera irreversible.

EE.UU. vino en su ayuda. -No es preocupéis: nosotros le suministraremos el trigo faltante.

Egipto fue entrando así en el indigno régimen “del barco a la boca”, según el cual la población puede volver a encontrarse con el trigo cuando sale del puerto… no de los graneros o del campo.

EE.UU. empezó a tener la política de Egipto en un puño. Volvió a ser el país dependiente que Nasser había procurado abolir. Muy probablemente el “conciliador” papel de Egipto con Israel tenga una fuerte relación con esa dependencia atroz a la que Egipto está sometido desde que perdió, su capacidad de autosustentarse, lo que llamamos soberanía alimentaria de sus setenta millones de habitantes. No deja de ser penoso, tratándose de los productores decanos de trigo de la humanidad… pero EE.UU. es un jugador ducho con sus fichas.

Bueno, ese plan de dominación mundial a través del hambre ajena, donde la soja va a ir cumpliendo un papel cada vez más importante, funciona sin trabas desde mediados de los ‘40 hasta 1973. Junto con el crac petrolero, sobreviene también una suerte de crac de esa política alimentaria. Por una serie de sequías, EE.UU. decide retener (por una vez) su producción para autoabastecimiento y los países que habían ya generado una dependencia alimentaria (en el caso europeo, con el forraje) se desesperan ante el achique ominoso de las “reservas” y salen a buscar proveedores al mercado. Así ingresa Brasil al hasta ese momento exclusivo “Club de la Soja”. Y Brasil aumenta extraordinariamente su producción sojera: la duplica anualmente, multiplica por 30 los suelos en 15 años y por 100 la producción entre 1980 y 1995.[6] Y detrás de Brasil, Argentina. En el siglo XXI estos tres países, sobrepasan el 90% del comercio mundial de la soja (por tres tercios de mayor a menor en el mismo orden que el cronológico).

Sojización planetaria

Pero el control tecnológico permanece sobre todo en manos de EE.UU. Y esto se afirma aunque con algún cambio, con el ingreso de la soja transgénica. Porque EE.UU. y Argentina la adoptan y en Brasil hay problemas. Hay quienes se niegan a adoptar los transgénicos. Con los transgénicos aquel manejo de la soja desde EE.UU. se afianza; hay un laboratorio clave en Saint Louis, Monsanto, que es el que maneja la producción de soja, de la semilla transgénica y del herbicida adaptado a esa transgénesis. Brasil queda relativamente al margen. Es el tiempo en que el PT riograndense declaraba a su estado “libre de transgénicos”. Pero el espíritu capitalista es más fuerte, los hacendados riograndenses advierten el aumento de la tasa de ganancia y mediante granos contrabandeados desde Argentina -Monsanto al parecer juega en la legalidad cuando le conviene y fuera de ella cuando igualmente le conviene-, logran vencer resistencias “ideológicas”. Con Lula presidente el camino de la soja parece ya asegurado (una de sus primeras medidas de gobierno fue “liberar” la soja transgénica “por una sola vez” y, luego, otra vez y otra vez…).

El estado de situación que describe Vior nos da la pauta que la soja es a horcajadas del cambio de siglo lo que el azúcar americano fuera en el 1600 o el algodón en el siglo XIX. Vior dice que hay que visualizarla hoy en día como en su momento fue el quebracho en el norte argentino hace un siglo... como una era. Por eso él habla de “el complejo mundial de la soja”. También se lo podría calificar como lo hiciera con precisión un colega, Pablo Stefanoni, “el complejo genético-político-industrial estadounidense”. Y los laboratorios “sojeros” hacen referencia al “País de la Soja”; un “territorio” interior sudamericano de millones de km2… que los laboratorios transgénicos, obviamente, consideran propio. En él tenemos que incluir la homogeneización de transportes y de vías de comunicación como la tan mentada hidrovía, destinada, con sus barcazas absolutamente adaptadas, a llevarse, entre otras sangrías, los granos de soja (IIRSA).

Vior aclara que cuando aumenta la producción de soja, aumenta la cantidad de proteínas, en primer lugar como forraje, lo que aumenta a su vez la producción de proteínas en forma de ganado y, en una segunda etapa, aumentan las proteínas vegetales. La soja es un ingrediente comodín. Se produce así lo que califica como macdonaldización de la comida, primero en EE.UU., luego en Europa y finalmente en los países empobrecidos: comidas rápidas, preparadas y listas para consumir.

Cada vez más comemos todos lo mismo. Y cada vez sabemos menos qué comemos. Un nuevo eslabón, en este proceso de homogeneización ha sido, precisamente, la incorporación de la soja (texturizada) directamente como si fuera carne: una hamburguesa de carne de vaca cuesta, pongamos, un peso; mitad de vaca, mitad de soja, 55 centavos. Ningún productor de comida industrial lo duda: miti y miti.

La tesis de Vior es que el complejo de la soja renueva y revigoriza la relación colonial clásica y aquí nos vamos encontrando con la creciente monoculturización argentina: el país dependiente exporta materia prima y recibe manufacturados o servicios: los rubros de exportación más importantes de Argentina son: petróleo y soja. Dos commodities, como se las nombra ahora sin siquiera usar el castellano (por allí también entra la relación imperial).

Argentina es, entre los principales del mundo, el productor de soja que tiene mayor porcentaje de transgénica. Dijimos que la soja transgénica ajusta, ensambla, mejor la dependencia. Por varias razones. Porque la semilla transgénica tiene un origen mucho más restringido; proviene de laboratorio y Monsanto y sus “colegas” no quieren perder regalías. Porque los laboratorios se han hecho semillerías o las adquieren y así se han convertido de las más grandes del planeta. Como laboratorios-semillerías prohíben la resiembra; una costumbre milenaria del campesinado, junto con la del intercambio de semillas entre campesinos; contra tales “vicios”, una policía privada controla la compra rigurosa de semillas para cada cosecha.

Para hacer las líneas rentables, simplifican variedades. La soja tenía, históricamente -como cualquier planta-, decenas de miles de variedades; se produce soja transgénica apenas en un puñado de variedades (ese restricción de la biodiversidad no viene sólo con los transgénicos; viene con el modelo agroindustrial, sólo que con los OGMs se extrema todavía más).

El complejo sojero sostiene que la soja GM trae mayor rendimiento. Falso. Se han hecho investigaciones que revelan que la soja transgénica suele rendir algo menos, alrededor de una 6%, respecto de la tradicional.[7] Trae, sí, economías de gestión empresarial (porque simplifica el manejo), reduce mano de obra, etcétera. El aumento de producción propiamente dicho proviene del avance de las áreas sembradas. La soja es una planta tropical y hoy se planta a la latitud de Bahía Blanca... y hacia el norte, se arrasa el monte, lo que queda del monte chaqueño, santiagueño, para entrar con soja, en Chaco, Formosa, Salta.

Desde el laissez-faire, laissez passer del menemato, no ha habido estado regulador, hasta la incipiente y mal enfocada intervención con Lousteau en 2008, y el intento de frenar la “sojización”.

La realidad es que el agronegocio se ha enseñoreado en los centros de enseñanza, en los organismos públicos, en la prensa adicta y esto se traduce en “productores” que están a la orden de lo que le diga “el mercado”.

Este señorío de la soja en el país tuvo un abultado apoyo ideológico en el positivismo y el progresismo, tácitos, a menudo inconscientes de nuestros hombres públicos (y privados, pero “importantes”), un vénero que nutre el espectro ideológico por derecha y por izquierda.

El mismo fenómeno, empero, recibe otras denominaciones desde el Primer Mundo, que procura preservar su nivel de vida y “la preponderancia”, como bien ha denunciado tanta veces N. Chomsky:

“No es necesario disponer una redistribución de las riquezas. Pero sí de las tecnologías que posee el mundo industrializado. Los que reciban esa tecnología deben tener el deseo de cambiar su mundo y su estilo de vida, y lo quieran o no, deberán cooperar estrechamente con los proveedores de estas tecnologías durante un período de adaptación que llevará sus años. Algunos tercermundistas califican esto de ‘neocolonialismo’, es su opinión. Otros podrían llamarla cooperación con beneficios mutuos.” [8]

Será bueno precisar lo de los “beneficios mutuos”, ahora que ya sabemos que la contaminación generalizada está haciendo cada vez más problemática nuestra misma existencia en el planeta. Algunos “beneficios mutuos” han sido indubitables: los grandes laboratorios han cosechado sus millonadas; los grandes sojeros locales (locales argentinos en Argentina) también. Pero, ¿hasta dónde llegan los beneficios y su mutualidad?; ¿a los bolsillos de sojeros grandes y hasta chicos? Porque a cambio de tales beneficios monetarios para pocos, el territorio, la biodiversidad, la sociedad está “pagando” con pérdidas cada vez más inocultables de calidad de vida, de salud y lo de mutuos no es sino una engañifa.
Fue muy significativa una entrevista que mantuviéramos, años ha, con Carmen Vicien y Perla Godoy, durante el menemato jerarcas de la CONABIA, COMISIÓN NACIONAL ASESORA EN BIOTECNOLOGÍA AGROPECUARIA, el organismo público construido para la regulación de la entrada de alimentos transgénicos en el país. Vicien y Godoy hicieron mucho hincapié en que ‘ese ingreso’ -una literal invasión de transgénicos-, no era ningún giro copernicano ni mucho menos; los productores rurales argentinos son tan modernos que únicamente siguieron una línea de desarrollo que pasaba por la siembra directa y la producción de escala [por lo tanto monocultivos, agrego] y así, con facilidad incorporaron plantas transgénicas, que las entrevistadas preferían llamar “organismos genéticamente modificados”. Para demostrar que no se trataba de ninguna novedad, aclararon que ya había una labor relacionada con la bioseguridad en varios países latinoamericanos como Argentina, México y otros caribeños en el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura. Basta escuchar, en este caso leer, el nombre, para darse cuenta que nuestras funcionarias de entonces pasaban por alto el miembro fundamental de tal instituto, EE.UU. El mismo manoseo lingüístico como cuando hablando de Monsanto se referían a un “laboratorio internacional”: internacional será la incidencia, pero Monsanto es una celosa empresa que procura representar y llevar adelante el american way of life.

Los OGMs han extremado el modelo; entonces, lo que hay es una contrarreforma agraria en marcha, que ha avanzado con pasos de siete leguas desde el menemismo. “El campo”, p. ej. en la provincia de Buenos Aires, tiene centenares de poblados donde hace quince o veinte años trabajaban a su vez cientos de pequeños establecimientos agrarios, campesinos, en aromáticas, pollos, granja, frutales, huerta, abejas, cerdos, ovejas o cabras, lácteos, cereales, leguminosas, plantación de árboles, y que con la transgenetización generalizada, ha dejado a un par de “productores” que le alquilan los campos al 90% de los vecinos del pueblo, que han unificado cultivos hasta derribando alambradas mediante la compra de costosísima maquinaria de escala y que, “barriendo” la zona con agrotóxicos llega incluso a malograr la producción rural de aquellos que quisieran persistir con cultivos y alimentos más o menos tradicionales, más o menos sanos…

Esa brutal concentración y monoculturización del campo argentino, sobre todo visible en las pampas, significa no sólo pérdida de diversidad biológica y alimentaria y brutal expulsión de mano de obra “sobrante”, que puebla los cordones de miseria cada vez mayores, urbanos. Muestra el rostro de la contaminación…

Sólo semejantes “conversiones” explican que con producción todos los años mayor que el anterior (hasta 2008; ahora han intervenido dos factores “nuevos” y negativos: el crac bursátil metropolitano y la sequía), con rindes no sólo físicos sino también monetarios cada vez mayores, el país registre a la vez tanta hambre.

La soja GM se implantó además con un estilo militar que en realidad acentúa rasgos, como decían las funcionarias de CONABIA, ya percibibles en la estructura agraria del modernizado campo de los “productores” argentinos. Los “vuelos rasantes”, la fumigación aérea, destroza la vida de los pequeños campesinos, los que viven y trabajan con producción familiar, diversa, tradicional u orgánica, para consumo local. Es el mismo método que usan las fuerzas aéreas yanqui y colombiana para erradicar el narcotráfico, dicen; arrasan al campesinado allá con un hongo temible; fusarium; aquí con glifosato. También temible. Tóxico. Que va dejando secuelas.

Esto del tratamiento militar quiere decir que se aceptan como si tal cosa los “daños colaterales”, es decir el daño a la población humana, animal y vegetal que no es “el blanco” preciso y buscado de la fumigación.

Pero este aspecto, el de los daños colaterales del agribusiness, de los monocultivos y los transgénicos, que llevaba años de impunidad manifiesta institucional y social, se ha empezado a develar socialmente, masivamente, con el conflicto disparado entre patronales camperas y gobierno por unos puntos de impuesto.

No deja de ser vergonzoso que la disputa pública haya sido sobre dinero durante medio año, desde aquel fatídico anuncio contra la sojización, de marzo de 2008, que puso los pelos de punta a todos los titulares del modelo de la soja, que venían cosechando ganancias inigualadas, sin jamás tomar en consideración el tendal que estaban dejando.
La agroindustria busca soluciones rápidas, de altísimo impacto. Sobre todo al bolsillo. Es prácticamente inevitable que semejante política castigue la vida, lo vital. Porque lo vivo es increíblemente sensible, frágil y tenaz al mismo tiempo, y requiere siempre de sus tiempos. En estos últimos lustros, los sojeros en primer lugar, pero no sólo ellos, han llevado a cabo un biocidio silencioso y mendaz, arruinando la biodiversidad de extensiones cada vez mayores de territorio.

Tal vez se valgan de la misma filosofía según la cual, en lácteos, la mejor leche es la que no tiene bacterias. Ignorando que el 99,99% de las bacterias no sólo no son tóxicas sino que además son benéficas, condiciones de vida, precisamente, para nosotros. Y con esa serena filosofìa estarán orgullosos de haber hecho desaparecer yuyos y sabandijas, mediante sistemático envenenamiento en dimensiones insondables.

Pero las secuelas empiezan a saltar a la vista de todos. Un médico, Darío Gianfelici, santafesino radicado en Entre Ríos, se tomó el trabajo de elaborar un estudio epidemiológico a pulmón buscando dos “fotografías” del campo argentino: antes y después de la soja transgénica. Y aunque le fue retaceada gran cantidad de información (porque muchos hospitales y médicos tienen la precavida costumbre de registrar como causa de muerte “paro cardiorrespiratorio”, que no es sino la consecuencia), presenta datos que no dejan duda sobre la existencia de contaminación por agrotóxicos.[9]

No hay peor sordo que… transcribimos un texto extraído de un boletín de la industria de agroquímicos, que tiene la virtud de pronunciar lo que nuestro estilo de vida y nuestro rango educacional nos permite eludir tan a menudo:

“Uno de los problemas a los cuales debemos enfrentar para la promoción de nuestros productos en la India es la actitud de los agricultores ante el hecho de matar. Los pesticidas matan, aunque se trate de insectos minúsculos o invisibles. Se los utiliza para matar. El hecho mismo de matar está considerado anatema para la inmensa mayoría de agricultores, hindúes, jainistas o de otras religiones. Los agricultores son naturalmente generosos, tienden a compartir lo que la tierra les ofrece. No piensan jamás que podrían disfrutar, ellos solos, de los frutos de su trabajo… Matar esas vidas invisibles y desconocidas, aun si viven a costa de lo que ellos producen, les resulta ajeno a su naturaleza… incluso cuando la cosecha ya está madura, el agricultor procura espantar a los pájaros que tratan de comer los frutos, pero no los matan… Los pesticidas tienen un único fin: matar.

”Lleva tiempo persuadir a esta gente de mentalidad simple, acerca de lo necesario que es matar a estas ínfimas criaturas inofensivas y tan vulnerables.” [10]

Dejamos al lector tanta soberbia e ignorancia que al menos no se enmascaran.

Monsanto sabía lo que tenía entre manos. O no lo sabía. Pero su política siempre fue clara.

Monsanto sabía que había que tranquilizar conciencias para facilitar que el motor del emprendimiento sea la rentabilidad. Robert Farley, ejecutivo monsantiano adopta el papel de perseguido; ser criticado y “defenderse” suele permitir adoptar el papel de víctima y en un segundo momento viene el juicio tranquilizador: “[…] seguirá habiendo críticos, y nosotros debemos seguir defendiendo y promoviendo continuamente esta tecnología. Lo que ha cambiado ahora es que hay diez años de historia. Estos productos se han utilizado de manera global en todo el mundo. No ha habido un solo problema relacionado con la salud humana, la salud animal o la salud del medio ambiente. [sic, sic]” [11]

Destaquemos la contundencia de la frase de don Farley. Esa maravilla de producir venenos… inocuos.

Monsanto tiene todo un staff de prohombres dedicados, por lo visto, a la verdad y al compromiso. Del mismo documental que la cita anterior, transcribimos ahora la “confesión” de Marcos Ordoñez: “trabajar por la alimentación de la gente en equilibrio con el medio ambiente […] cuando uno piensa que una corporación tan grande como Monsanto decide hacer negocios teniendo en cuenta una noción como ésta [hay un cartel enorme a espaldas del disertante… IMAGINE] automáticamente nace un compromiso, un compromiso muy especial porque no es que estamos haciendo un producto de bajo impacto, las cosas a que Monsanto se dedica, las tecnologías que Monsanto desarrolla, pueden tener un impacto muy alto en la vida de todas las personas […].” Tal vez Monsanto Ordóñez cumple con los cánones tan caros a la ética protestante estadounidense de mentir diciendo la verdad y por ello menciona hasta la soga en casa del ahorcado con lo del alto impacto y la responsabilidad… nos recuerda un cuento cuyo autor hemos olvidado que decide matar a su esposa, preservando, claro, su inocencia, para lo cual en un momento ella se queda sola en la glorieta del magnífico jardín de la mansión, porque él la abandona momentáneamente para derribar un árbol. Mientras ella sorbe su té, escucha risueña la voz del marido que le anuncia en voz bien alta que tenga cuidado con el árbol, no sea cosa que le caiga encima, ella percibe el jugueteo de su esposo en un mensaje que es bien distinto a sus escuetas palabras; ella lo conoce lo suficiente y siente que él está jugando con ella… sólo que él no jugaba sino que hacía como qué. Y cuando por fin el árbol aplaste la glorieta con la dama adentro, todos los vecinos que escucharon el estruendo, y antes las palabras de advertencia, no comprenderán cómo ella se demoró tanto en retirarse y el “atribulado” viudo saldrá indemne.
Ordónez nos habla con descaro del impacto de las acciones monsantianas. Pero no estamos en la glorieta. Monsanto lo que vende es veneno.

“Monsanto condenado por “publicidad mentirosa”. En 2007, un tribunal francés de la ciudad de Lyon lo declaró culpable del delito de “publicidad mentirosa”: en las etiquetas y piezas publicitarias de su producto Roundup Ready, Monsanto anunciaba que el herbicida “es totalmente biodegradable” y que su uso deja “el suelo limpio”.

El tribunal no aceptó tales afirmaciones basándose en dictámenes de la Comisión Europea, acerca del glifosato como “tóxico para los organismos acuáticos”, capaz de “provocar efectos nefastos para el ambiente a largo plazo” y ‘cuyas dos principales moléculas se encuentran presentes en […]’ “las aguas superficiales francesas.”
Es significativa la lenidad de la condena. Porque el delito de Monsanto no es informar mal, sino envenenar… pero no debemos olvidar que EE.UU. y la UE sostienen una “santa alianza”.

Para Monsanto, DuPont, AstraZéneca, Novartis, Bayer, de lo que se trata es de externalizar costos. Las transnacionales se llevan contante y sonante por know-how, se llevan producción que van articulando en el mundo hecho góndola que diseñan, dejan millones de dólares “por los servicios prestados” al clan con el que armaron esas fortunas y sobre todo, dejan tierras devastadas y contaminadas. Población, el planeta, afectados. Paga dios.

Como decían las entrevistadas de CONABIA hace ya tanto tiempo, los transgénicos apenas si son novedad. Hace unos años, Sergio Rodríguez hablaba de “una historia nacional en la que predominó una economía agrícola exportadora asentada en la explotación de unos pocos dueños, de grandes extensiones con poca mano de obra [...] una cultura apoyada principalmente en la ganancia fácil [...]”. Rodríguez hablaba de los albores de la “argentinidad” y registraba -han pasado casi dos siglos- el enorme parecido con el menemato donde, justamente, se arma el sistema de la soja.[12]

Allá por el 2000, CONABIA procuraba atender el destino de los “insectos no blanco”. Con esa jerga las funcionarias designadas durante el menemato se referían a los insectos atacables por un veneno programado para determinada plaga. La frasecilla revela su inconsistencia conceptual: no existe el veneno que ataque “la plaga” y preserve al resto de los insectos; por otra parte, el uso cada vez más masivo de agrotóxicos ha ido revelando que los “no blanco” afectados y/o aniquilados somos mucho más que la plaga o los insectos; desde vegetales hasta humanos.

El transcurso del tiempo nos ha deparado otro “actor” en la modernidad, siempre tan descartado, aunque invocado en los planes: la salud, la salud castigada, humillada, descuidada, despreciada. La salud de los pobres, claro. Y la salud ambiental, que van juntas. Y no logran atenderse en las redes asistenciales de los grandes sojeros, de los ejecutivos de las grandes transnacionales, de los jerarcas de todo pelo y color, públicos y privados …

Como bien explicaba Jorge Rulli en un editorial de los suyos, radiales, en el campo (argentino) hasta la idea de la familia con su rancho, su huerta, y su predio, ha perdido sentido. Porque los sistemas de cultivo, validos de mosquitos y aviones fumigadores rocían y contaminan a tal punto que las primeras víctimas serían los pobladores que mantengan la vieja usanza de vivir “en” el campo. Los agronegocios tiene al productor, bien guarnecido, en la ciudad que despacha a “los campos” a operarios que en cuestión de horas liquiden las tareas que haya que ir haciendo.

El campo es ahora trabajado por “forasteros”. Todos de lejos, nadie que se quede. Salvo “el pobrerío”, que más le cuesta abandonar lo poquísimo que tiene.

El estilo de manejo de los cultivos incluye los niños banderilleros que con tanta justeza denunciaran la investigadora Susana Aparicio y el periodista Carlos del Frade.

¿Son los banderilleros argentinos nuestros niños palestinos arruinados por las balas de la agroindustria en este caso, y de algún modo encarnan a toda una sociedad agredida por el éxito monetario y fácil de la agroindustria?
¿Dónde está el asiento social desde el cual se podrá medir el grado de contaminación, el alcance de los cánceres, de las alergias, de las malformaciones congénitas, de las mutaciones?

¿Lo haremos desde la UBA?, no parecería al menos desde su Facultad de Agronomía, ¿tal vez desde la SAGPyA?, tampoco lo parece por sus antecedentes, ¿desde la CONABIA?, no se conoce casos de escupir para arriba, ¿tal vez desde la CONADIBI?, ¿es que existe acaso?, ¿será el CONICET?... en plena modernidad, mire usted, y tan colonizados…

¿Qué demandas tendrían que afrontar Monsanto, Novartis y en general los grandes anunciadores de Clarín Rural, del suplemento “campero” de La Nación, la retahíla de intoxicadores anunciantes de, por ejemplo, Radio Continental?
¿Y si en lugar de hablar de “personas jurídicas”, esa pícara máquina de irresponsabilidad que ha sabido crear el capitalismo, nos referimos a personas físicas?, ¿quiénes del personal político, técnico, docente, periodístico, de investigación, que han hecho su aporte a la difusión de tanto dolor en tanta población, sobre todo inerme, van a rendir cuentas, cómo y con qué?

¿Quién dará cuenta de haber quimiquizado los “campos de la patria” y con ello, los ríos, las napas, y nuestros cuerpos?
Y somos conscientes que este biocidio generalizado no es exclusivo desde la soja. Es el capital el que así se reproduce. Pero lo general no borra el examen particular; al contrario éste lo encarna.

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Notas

* Integrante del plantel docente de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofìa y Letras de la Universidad de Buenos Aires, periodista, editor de la revista futuros del planeta, la sociedad y cada uno.


[1] Significativamente, la distinción entre estos términos ha sido motivo de arduos debates intelectuales en EE.UU., particularmente tras el colapso soviético (para una introdución, véase Herbert Schiller, “Hacia un nuevo siglo de imperialismo norteamericano, Cuadernos de Marcha, Montevideo, no 149, abril 1999).
[2] Curso de posgrado de FLACSO, 2002, “Ambiente, economía, sociedad”.
[3] Frances Moore Lappé, Food First, Houghton Mifflin, Boston, 1977, cap. 40. Esta cita y las siguientes del mismo origen provienen de la traducción francesa, L’industrie de la faim, Éditions L’Étincelle, Quebec, 1978.
[4] Entrevista que tradujimos y editamos en futuros, no 6, verano-otoño 2004.
[5] Para un análisis del significado real de esa “ayuda”, véase Hernán Pérez Zapata, “Los subsidios agrícolas”,carta a El Mundo, Medellín, que publicamos en futuros no 4, verano 2002-2003; mi “El polpotismo invertido del capital verde”, futuros no 8, invierno 2005 y con el mismo nombre en www.biodiversidadla.org
[6] Vior, ob. cit.
[7] Véanse la entrevista a Mohamed Habib, “El gobierno cayó en la celada de los transgénicos”, futuros, no 6, verano-otoño 2004 y Miguel Altieri y Walter Pengue, “Soja transgénica en América Latina: maquinaria de hambre y devastación socio-ecológica”, futuros, no 9, otoño-invierno 2006. Está también en www.biodiversidadla.org.
[8] Roy Vicker, en el Wall Street Journal, s/f, cit. p. The Hungry World (nosotros recogemos la cita de F. Moore Lappé, ob. cit., final del cap. 20) .
[9] Véase “El impacto del monocultivo de soja y los agroquímicos sobre la salud”, futuros, no 12, verano 2008-2009). También está en internet.
[10] Pesticides, periódico de la industria india de pesticidas, s/f, cit. p. F. Moore Lappé, ob. cit., final cap. 9.
[11] Alocución filmada y bajada del documental Reverdecer, chaya comunicación cooperativa, c:a 2006.
[12] “¿Menem fue? ¿Qué fue Menem?”, Página 12, 18/5/2003.