Notas sobre heráldica comparativa y la Guerra del Salitre
Escribe: César Vásquez Bazán
En la ilustración superior el escudo de armas de Chile, incluyendo el arrogante lema “Por la razón o la fuerza”. En la foto inferior, estampilla del Correo del Perú, resellada con el cóndor del invasor del sur.
El escudo de armas de un país —más aún cuando incluye un lema— transmite el mensaje de identidad nacional que sus clases gobernantes desean proyectar al resto del mundo y en especial a los países vecinos.
El escudo de la República de Chile es un excelente ejemplo de esta afirmación. Formalizado en 1834 durante el gobierno de José Joaquín Prieto, dicho escudo se compone de un campo cortado por la mitad, de colores azul y rojo, en los que se inscribe una estrella de plata. Sobre él aparece un plumaje tricolor azul, blanco y rojo. Flanquean el campo un huemul a la derecha y un cóndor a la izquierda, adornados cada uno de estos animales con una corona naval de oro.
La decodificación del mensaje que las clases dominantes de Chile envían a los países próximos debe iniciarse estudiando los animales que sirven de soporte en su escudo.
En cuanto al cóndor —descrito por el presidente Prieto como “el ave más fuerte, animosa y corpulenta que puebla nuestros aires”— no debe perderse de vista su característica fundamental como ave de rapiña. El cóndor sólo puede vivir empleando la violencia para atacar a otros animales y arrebatar las cosas ajenas, valiéndose para ello de su poder corporal.
El huemul —“el cuadrúpedo más raro y singular de nuestras sierras” según Prieto— se caracteriza por tener orejas bastante crecidas que le permiten amplificar su capacidad de escucha en el medio andino en que se desenvuelve. Más aún, el propio José Joaquín Prieto explicó que su presencia en el escudo también se justificaba porque de su piel “notable por su elasticidad y resistencia hacen nuestros valientes naturales sus coseletes y botas de guerra”.
Cóndor y huemul aparecen en el escudo con sendas coronas navales, en representación del poder marítimo que debería mantener Chile en el Pacífico, para “afianzar sólidamente su independencia”.
El recado transmitido por el escudo chileno no es accidental y se refuerza cuando se considera su intimidatorio lema:“Por la razón o la fuerza”. En pocas palabras: cualquiera sea la decisión internacional a la que lleguen las clases gobernantes del país del sur, ésta debe llevarse a efecto por “la razón” de la manipulación diplomática o por la fuerza de la violencia.
Puede resumirse la descripción de los cuatro componentes del escudo del vecino del sur: un ave de rapiña que vive de atacar a otros y que emplea la violencia para arrebatar lo que necesita; otro animal, con marcado poder auditivo y cuya piel es recurso para el equipamiento militar de los “valientes naturales”; coronas navales que recuerdan la necesidad de mantener la primacía marítima en el Pacífico, y el diáfano, insolente colofón “por la razón o la fuerza”.
Tal el mensaje prepotente que, en forma orgullosa, irradia la República de Chile a sus vecinos. Los peruanos de 1879 sufrieron en carne propia su falta de entendimiento de las señales enviadas por el escudo de armas del país del sur.
Desafortunadamente para Perú y Bolivia, las clases dominantes chilenas sí saben leer e interpretar los escudos nacionales de armas.
En el primer caso encontraron en nuestro escudo —ayer y hoy— una cornucopia derramando monedas de oro, el árbol de la quina y una huidiza vicuña que sería presa fácil del ave de rapiña chilena. De manera similar, auscultaron el escudo boliviano y se alegraron de tropezar con el Cerro Rico de Potosí y la Casa de la Moneda, el sol naciente, y la alpaca, el árbol del pan, y un haz de trigo.
El análisis de las riquezas de ambos países y la constatación de sus debilidades nacionales confirmaron en la oligarquía chilena la ambición por apoderarse de la enorme riqueza del salitre localizada en el departamento peruano de Tarapacá y en el desierto boliviano de Atacama.
A lo largo de años, con el objetivo definido de conquista territorial, la plutocracia de Chile hizo uso de oídos de huemul y se informó sobre las condiciones políticas, militares y económicas de Perú y Bolivia. Paralelamente, el cóndor del sur se preparó para la rapiña del asalto, adquiriendo blindados y modernizando sus fuerzas armadas. Encontrados los pretextos necesarios —un risible impuesto de diez centavos de peso aplicado por Bolivia a la explotación del salitre y un tratado defensivo entre este país y el Perú— las clases dominantes chilenas desataron la invasión genocida de ambos países y consumaron el arrebato territorial de Bolivia y Perú.
A la primera nación, los neoconquistadores chilenos arrebataron ciento veinte mil kilómetros cuadrados en los que se encontraban los pueblos de Antofagasta, Mejillones, Calama, Tocopilla, Cobija, Punta Angamos, Caracoles, Paposo, Chuquicamata y San Pedro de Atacama. Al Perú le robaron 59 mil kilómetros cuadrados de territorio que incluían Iquique, Pisagua, Arica, Tarapacá, Camarones, Sillajhuay, Agua Santa, Pozo Almonte, Patillos, Lagunas, Huanillos, Pabellón de Pica, Chilcaya y Pintados.
La Guerra del Salitre fue altamente lucrativa para las clases dominantes del país del sur. Los ricos territorios salitreros del departamento de Tarapacá, arrebatados al Perú, constituyeron una ingente fuente de riqueza para Chile y su erario fiscal bien entrado el siglo veinte. En cuanto a Bolivia, baste recordar que el Chile de hoy y sus finanzas públicas viven en gran medida de la riqueza extraída de minas como Chuquicamata y Escondida, ubicadas en el territorio boliviano robado en 1879.
La rapiña chilena queda perennizada a la perfección en una estampilla del Correo del Perú de la época de la Guerra del Salitre. Aparece en ella la representación de nuestro país y —de manera sobreimpuesta— el sello del cóndor invasor que arrasó la patria, asesinando a decenas de miles de sus habitantes y saqueando el patrimonio nacional.
Ayer y hoy los escudos de armas de las naciones transmiten mensajes. Corresponde a los pueblos —y no a los presidentes o políticos— saberlos interpretar. La historia enseña que de los dirigentes de la república peruana sólo podemos esperar la traición. Así sucedió entre 1879 y 1884, cuando gobernaron el general del ejército chileno Mariano Ignacio Prado y Miguel Iglesias, rastrero colaboracionista que en acuerdo con las fuerzas invasoras –y armado por ellas– combatió contra los guerrilleros de Cáceres. Así ocurrió también con Leguía, el vendepatria que entregó Arica. Y así ha sucedido en los últimos veinte años con el japonés Fujimori, Toledo, García Pérez y Humala, felones neoliberales que han traspasado medio Perú a las clases dominantes del país que en 1879 nos vejó sin miramiento alguno.
© César Vásquez Bazán, 2010, 2013
Noviembre 21, 2010
Septiembre 1, 2013
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